Yeah! Yeah! Yeah!
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Yeah! Yeah! Yeah!

La historia del pop moderno

Bob Stanley, Victor Úbeda

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  1. 524 Seiten
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La historia del pop moderno

Bob Stanley, Victor Úbeda

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Über dieses Buch

Tan divertido de criticar como de citar, "Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno" explora las raĂ­ces de la mĂșsica pop a travĂ©s del nacimiento del rock, soul, R&B, punk, hip hop, indie, house y techno, englobando canciones, grupos, escenarios y estilos desde "Rock around the Clock" de Bill Haley y The Comets, hasta el primer megahit de BeyoncĂ©. Trabajando con una definiciĂłn amplia de pop (que incluye country, metal, disco, Dylan, skyffle y glam), separa las conexiones y las tensiones que dan vida a los rankings ydefiende que son una parte vital de nuestra historia. Yeah! es la mayor y mĂĄs eclĂ©ctica de las gramolas hecha libro, una guĂ­a para la banda sonora de nuestras vidas, y un regalo para cualquiera que haya alucinado con las primeras notas de una canciĂłn pop.

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Information

Verlag
Turner
Jahr
2016
ISBN
9788416354689
CUARTA PARTE

XXXV
VALOR, AUDACIA Y REBELDÍA. LOS SEX PISTOLS, THE CLASH Y EL PUNK ROCK

Hubo un tiempo en que John Lydon fue fan de Pink Floyd. En su piso de protecciĂłn oficial de Finsbury Park, Lydon escuchaba Pink Floyd, Can, dub jamaicano, Van Der Graaf Generator. Al otro lado de la ventana, Londres se pudrĂ­a. El socialismo reluciente de la posguerra, el optimismo que poco mĂĄs de un decenio antes habĂ­a inspirado el “Wonderful Land” de los Shadows, estaba empañado y cubierto de barro. Las viviendas subvencionadas eran sĂłrdidas e impersonales. Los edificios estaban mugrientos, los cubos de basura se desbordaban, todo olĂ­a fatal, todo estaba hecho un asco. A nadie parecĂ­a importarle lo suficiente para hacer algo al respecto. La gente resistĂ­a al estilo inglĂ©s: desesperada, pero en silencio.
Los Pink Floyd, desde luego, no daban muestras de que les importase, ni de que pensasen hacer nada al respecto. ParecĂ­an conformarse con señalar, desde lejos, que la gente desperdiciaba su vida, que vendĂ­a su alma al patrono. Lydon empezĂł a ver en esa postura la pose de unos millonarios pretenciosos, y de repente se dio cuenta de que los Floyd, nimbados por un aura de grandeza petulante y satisfecha de sĂ­ misma, se creĂ­an tan grandes que, de hecho, no dejaban sitio para nadie mĂĄs. Un buen dĂ­a se cortĂł la melena, hasta entonces tan larga como la de David Gilmour, agarrĂł un rotulador y escribiĂł “ODIO A” en la parte de arriba de su camiseta de Pink Floyd.
En un primer momento, los Sex Pistols fueron un producto de la imaginaciĂłn de Malcolm McLaren. En 1968 McLaren, uno de los personajes mĂĄs polĂ©micos de esta saga, habĂ­a organizado una protesta estudiantil en la escuela de bellas artes de Croydon; era el situacionista perfecto y creĂ­a en la mĂĄxima de Guy Debord: “Las artes del futuro serĂĄn una subversiĂłn de situaciones o no serĂĄn”. McLaren no tardĂł en darse cuenta de que la situaciĂłn que querĂ­a subvertir era la forma en que el pop se creaba y consumĂ­a por entonces. En 1971, ya expulsado de la universidad, regentaba una tienda de ropa llamada Let It Rock (sin relaciĂłn alguna con la revista homĂłnima), donde vendĂ­a prendas de la dĂ©cada de 1950. En la postura de McLaren, tan influyente como Guy Debord fue Larry Parnes. McLaren no pretendĂ­a ser Billy Fury –sabĂ­a que era demasiado paliducho, rizoso y mofletudo para eso–, pero podĂ­a ser un promotor musical.
Let It Rock se convirtiĂł en Too Fast to Live Too Young to Die [Demasiado rĂĄpido para vivir, demasiado joven para morir], y despuĂ©s, cuando McLaren se cansĂł de la clientela barriobajera, en Sex. En compañía de Vivienne Westwood, y bajo la marca comercial Seditionaries, McLaren despachaba prendas cada vez mĂĄs escandalosas, como, por ejemplo, una camiseta estampada con la mĂĄscara que usaba el violador de Cambridge, que por entonces aterrorizaba esa ciudad, bajo la cual se leĂ­a: “Brian Epstein, hallado muerto el 27 de agosto de 1967 tras participar en actividades sadomasoquistas [
] Con el sadomaso se sentĂ­a como en casa”. McLaren tenĂ­a un respeto reverencial por sus mayores, pero al mismo tiempo sentĂ­a el deseo freudiano de destruirlos.
A mediados de los 70, el pop ya se habĂ­a convertido en un elemento mĂĄs de la debordiana sociedad del espectĂĄculo: aburrido, falto de toda pasiĂłn, una secciĂłn mĂĄs del supermercado que ofrecĂ­a los bodrios de los Bay City Rollers, el sedante hilo musical del Ommadawn de Mike Oldfield, los lloriqueos de los hippies ricos de California. McLaren sabĂ­a que, en realidad, eso no interesaba a nadie; que no podĂ­a ser el Ășnico que estaba harto, el Ășnico que estaba deseando derribar las estatuas a patadas. Lo Ășnico que le hacĂ­a falta era un grupo que moldear a su antojo, y, en un viaje a Estados Unidos, creyĂł encontrarlo en los New York Dolls. Pero mĂĄs cerca de casa habĂ­a un chico grandullĂłn que frecuentaba la tienda Sex y que tenĂ­a un grupo con el que tocaba versiones de los Small Faces y The Who con entusiasmo diletante. McLaren estaba convencido de que solo con que encontrasen a un cantante podrĂ­an plantar cara a los Bay City Rollers. Un buen dĂ­a John Lydon entrĂł en Sex con su camiseta customizada de “Odio a Pink Floyd”, se apoyĂł en la mĂĄquina de discos de la tienda, y con una representaciĂłn mĂ­mica de la canciĂłn “Eighteen” de Alice Cooper, se hizo con la vacante. Le pusieron de nombre Johnny Rotten [Podrido].
El punk volviĂł a introducir en el pop la cuestiĂłn de clase. En este sentido los Sex Pistols recogieron el testigo de los Beatles. “Yo me considero de clase obrera –decĂ­a Johhny Rotten–, pero tengo clarĂ­simo que la clase obrera no me considera así”. Y mĂĄs adelante añadirĂ­a: “¿Por quĂ© la gente de clase obrera tiene tanta rabia, tanta pereza y tanto miedo a la educaciĂłn? ÂżPor quĂ© les da tanto miedo aprender y salirse de unas categorĂ­as sociales tan definidas?”.
Johhny Rotten alterĂł el clima cultural como no habĂ­a hecho nadie desde Elvis Presley. “No me movĂ­a ninguna ambiciĂłn. Solo sabĂ­a que estaba harto de muchas cosas y que no tenĂ­a forma de expresarlo”. La mĂșsica de los Sex Pistols y su postura nihilista expresaban repugnancia por un paĂ­s pasivo y arrodillado, en el que la BBC vetaba todo aquello que pudiese parecer underground (por ejemplo, el noventa y cinco por ciento del reggae); el grupo sonaba tan irritado y dolorido como un forĂșnculo sin sajar. “Me asustaba acercarme a un micrĂłfono –decĂ­a Rotten–. Me impactaba el sonido que hacĂ­a, cĂłmo transformaba mi voz”. MĂĄs asustada e impactada iba a quedarse la gente.
Rotten decĂ­a exactamente lo que pensaba, rasgo que podrĂ­a haber resultado penoso –podrĂ­a haberle hecho parecer un colegial soez o un vĂĄndalo ignorante–; pero era un tipo listo. Hastiado, pero listo. Y su forma de lidiar con la prensa, a la que calificaba de “malintencionada, pueril y estĂșpida”, era ningunearla todo lo posible.
En la Gran Bretaña de 1976 habĂ­a mucho contra lo que protestar con rabia, y la irritaciĂłn estallaba donde y como uno menos se lo esperaba. Un tebeo para niños llamado Action –que incluĂ­a las aventuras de Hook-jaw, el tiburĂłn asesino, y de una pandilla juvenil posapocalĂ­ptica– causĂł tal escĂĄndalo que se prohibiĂł al cabo de un año de empezar a publicarse. Antes de Action el cĂłmic infantil mĂĄs vendido de Gran Bretaña era Warlord, cuya principal fuente temĂĄtica seguĂ­a siendo la Segunda Guerra Mundial. Con su marcado tono antiautoritario y su violencia extrema, Action fue el manual idĂłneo para preparar a los colegiales de diez años para la convulsiĂłn musical que se avecinaba.
La convulsiĂłn se desencadenĂł con una apariciĂłn en el programa Today de Thames Television, magacĂ­n vespertino sin pretensiones que tenĂ­a de sintonĂ­a una versiĂłn de sintetizador Moog de “Windy”, la canciĂłn de The Association, y de presentador a un tipo amigable llamado Bill Grundy. Los Sex Pistols asistieron al programa solo porque Queen habĂ­a cancelado su presencia a Ășltima hora, y como el encargado de promociones de EMI, Eric Hall, no querĂ­a perder la oportunidad de exhibir sus productos en televisiĂłn, colocĂł a otro grupo en su lugar. Grundy parecĂ­a estar bebido. PinchĂł a los Pistols para que dijesen tacos y tratĂł de ligar con una de sus acompañantes, Siouxsie Sioux. “Cerdo de mierda –dijo Steve Jones, indignado–. ÂĄQuĂ© hijo de puta asqueroso!”. Lo del tebeo Action era mĂĄs fuerte, pero bastĂł ese incidente televisivo para cimentar la leyenda del grupo. “LA INMUNDICIA Y LA FURIA”, titulĂł al dĂ­a siguiente el Daily Mirror a toda plana. EMI, presa del pĂĄnico, retirĂł de las tiendas el primer sencillo de los Pistols, “Anarchy in the UK”, que estaba en un discreto trigĂ©simo octavo puesto de la lista. McLaren no cabĂ­a en sĂ­ de gozo. Ya tenĂ­a el acto situacionista que tanto habĂ­a deseado: convertir el programa de televisiĂłn vespertino mĂĄs pasteloso en una confrontaciĂłn hostil que enfureciĂł tanto a un espectador anĂłnimo que el hombre rompiĂł la pantalla de su televisor de una patada. Y todo porque a Freddie Mercury y Brian May les dio por ir a hacer las compras de navidad.
“Anarchy in the UK” tiene una de las mejores letras del pop: prĂĄcticamente no hay un solo verso que no sea una frase lapidaria (“Tus sueños de futuro son un plan de compras” es tal vez el mĂĄs lĂșcido). Pero, en lo musical, no se parecĂ­a en nada a un anteproyecto del punk; bajo la voz estridente de Lydon, que fustiga sin tregua a la clase dirigente, la canciĂłn es premiosa, tiene un solo de guitarra convencional y no se presta al pogo. “God Save the Queen”, que terminĂł publicĂĄndose en junio de 1977, es mĂĄs rĂĄpida, mĂĄs dura, mĂĄs directa, todo acordes de quinta. Y cuando saliĂł a la calle ya tenĂ­a un pĂșblico esperĂĄndola: “God Save the Queen” debutĂł en la lista en el puesto undĂ©cimo y trepĂł hasta el nĂșmero dos. Pero la semana siguiente volviĂł a caer. Fue un descenso brusco e inesperado. “The First Cut Is the Deepest”, de Rod Stewart, mantuvo la primera posiciĂłn por cuarta semana consecutiva. En el programa Top of the Pops se negaron a mencionar el tĂ­tulo de la canciĂłn que ocupaba la segunda plaza.
Desde entonces los aficionados a las teorĂ­as de la conspiraciĂłn han venido denunciando que hubo juego sucio. ÂżSe vendieron las suficientes copias de “God Save the Queen” para que el sencillo hubiese llegado al nĂșmero uno? Eso aseguraba Malcolm McLaren, que era lo bastante espabilado para saber que el pop necesita mĂĄrtires. Si el sistema (la empresa britĂĄnica de investigaciĂłn de mercado BMRB; la BBC; el gobierno incluso) habĂ­a amañado el top 10, tanto mejor: el grupo y sus fans seguĂ­an siendo unos parias. “God Save the Queen” se convirtiĂł en un caso cĂ©lebre.
La prensa mayoritaria no acogiĂł calurosamente el collage musical del grupo ni esas letras que arremetĂ­an contra el capitalismo. Vieron los pelos teñidos, los imperdibles, las camisetas rasgadas, y pensaron que los Sex Pistols eran afĂĄn destructivo y nada mĂĄs: “¡A la mierda! ÂĄDestruye!”, gritaba Rotten en “Anarchy in the UK”. Su amigo John Ritchie, aficionado a arrojarles vasos de cerveza en los conciertos, era exactamente eso, una caricatura. Se cohibĂ­a con las chicas y adoraba a su madre, pero su ĂĄlter ego, Sid Vicious, era poco mĂĄs que un energĂșmeno nihilista con una chupa de cuero y una cara bonita, icono del punk y capullo sin dos dedos de frente. En la primavera de 1977, cuando despidieron al bajista Glen Matlock, Sid ocupĂł su lugar (no sabĂ­a tocar el bajo, pero eso era lo de menos), y las cosas no tardaron en desintegrarse. En un concierto en Dallas le partieron la nariz de un cabezazo, pero Sid siguiĂł tocando con la cara chorreando sangre, como si fuera una medalla de honor. “MĂ­ralo –suspirĂł Rotten–, un circo con patas”.
El episodio crucial para la evoluciĂłn musical de los Sex Pistols –y de todo el punk rock– fue la llegada a Londres de los Heartbreakers, grupo estadounidense capitaneado por un excomponente de los New York Dolls, Johnny Thunders. Los Heartbreakers introdujeron la heroĂ­na en un mundillo hasta entonces muy inocente en materia de drogas (cerveza y anfetas) y lo cambiaron de un dĂ­a para otro. Los londinenses Subway Sect cantaban: “Estamos en contra de todo el rock’n’roll”; los Heartbreakers –que debutaron con el sencillo “Born to Lose”, cuya cara B era “Chinese Rocks”– no podĂ­an ser mĂĄs rock’n’roll. Como si aĂșn corriesen los dĂ­as de la Segunda Guerra Mundial, Thunders y los suyos eran todo glamour a ojos de los ruborizados grupos de punk britĂĄnicos, por la sencilla razĂłn de que eran estadounidenses; exhibiendo sus papelinas de caballo como sus compatriotas de treinta años antes las medias de seda, se adueñaron del panorama punk capitalino y lo arrastraron en su caĂ­da. Los Heartbreakers eran los fantasmas siniestros de uno de los primeros experimentos sociales de McLaren (los New York Dolls), que volvĂ­an para atormentarlo. HabĂ­a sido Rotten quien invitĂł a Sid Vicious a unirse al grupo, pero fue McLaren quien lo animĂł a convertirse en un fenĂłmeno de feria, y le endosĂł las consecuencias.
Rotten dejó a McLaren en la estacada al abandonar los Sex Pistols al término de la gira estadounidense de 1978. El mundo del pop esperaba a ver por dónde tiraría el cantante, como había ocurrido con Elvis tras su regreso del ejército y con Dylan tras su accidente. Escuchad a Johnny. Johnny Rotten sabe lo que se hace.
En su casa tenĂ­a una enorme colecciĂłn de reggae. En el verano de 1977 habĂ­a acudido al programa de Tommy Vance en Capital Radio (algo que en sĂ­ parecĂ­a un milagro: la mayorĂ­a de la gente daba por hecho que en cuanto Rotten pisase un estudio lo destrozarĂ­a como un demonio de Tasmania). “TĂș pon los discos y punto –le dijo a Vance–; que hablen por sĂ­ solos. Me parece lo mĂĄs divertido”. SeleccionĂł mĂșsica de Lou Reed y de Nico, pero, con el espĂ­ritu de contradicciĂłn marca de la casa, dijo que no le gustaba The Velvet Underground. TambiĂ©n puso a Can y al jamaicano Augustus Pablo. Adoraba el reggae, y dijo que le encantaba el diseño de los sencillos promocionales jamaicanos, con esas portadas en blanco, la idea de poder comprar discos sin tener ni idea de su contenido. Era otra forma de anarquĂ­a.
Quienes hubiesen oĂ­do el programa no se sorprenderĂ­an demasiado por el rumbo que tomĂł tras dejar a los Pistols. McLaren dijo que el nombre “Johnny Rotten” era propiedad intelectual suya, por lo que el cantante retomĂł su verdadero nombre, John Lydon. Con el bajista Jah Wobble y el guitarrista Keith Levene, fundĂł Public Image Ltd., y el trĂ­o debutĂł con el sencillo “Public Image”: el guitarreo centrifugado y mareante de Levene se apoya en una lĂ­nea de bajo dub de dos notas que brota del subsuelo y trepa entre nuestras piernas; la baterĂ­a es implacable, maquinal, sin platos ni improvisaciĂłn; y por encima de todo ello Lyndon hilvana su tajante relato de venganza dulce y despiadada. Se sentĂ­a tan explotado por su mĂĄnager como Les McKeown; como si lo hubiesen masticado, sacado todo el jugo y escupido. McLaren podrĂ­a tergiversar la historia de los Sex Pistols como le viniese en gana, pero Public Image era propiedad exclusiva de Lydon: esa vez el planteamiento, nudo y desenlace de la historia los escribirĂ­a Ă©l y nadie mĂĄs.
“Public Image”, nĂșmero nueve britĂĄnico en octubre de 1978, era la mĂșsica del futuro: habrĂ­a que esperar un decenio hasta que unas guitarras volviesen a generar tanto desasosiego intangible (My Bloody Valentine, Ride) y el dub se incorporase con tanta eficacia a la mĂșsica guitarrera (Primal Scream, Underworld). AdemĂĄs, era una hermosa proclama: “No soy el mismo que cuando empecĂ©. Nadie va a tratarme como si fuera de su propiedad”.
A veces pienso que “Public Image” es la canción más impactante que jamás se haya grabado.
Si los Sex Pistols querĂ­an destruir el rock, objetivo que John Lydon persiguiĂł con bastante acierto en Public Image Ltd., The Clash, los Ășnicos rivales de fuste de los Pistols, querĂ­an salvarlo. “No es punk ni nueva ola –decĂ­a el guitarrista Mick Jones–, todas esas denominaciones son una basura. Se llama rock’n’roll y punto”. Como aspirantes al trono de Sex Pistols, es de presumir que los Clash estaban encantados con la postura integrista que habĂ­an inculcado los Heartbreakers. AsĂ­ se manifestaba Jon Savage en marzo de 1978 tras asistir a un concierto en Harlesden: “Lo Ășnico que se me ocurre cuando los veo salir al escenario es que los Clash han abandonado su magnĂ­fico look pollockiano por un atuendo mĂĄs militarista de cremalleras y trabillas. Tienen pinta de estrellas de rock”.
El cantante, Joe Strummer, se uniĂł a The Clash tras dejar a los 101ers, banda de pub rock, y antes de eso anduvo metido en el mundillo de los okupas hippies. El resto de la banda eran chicos de clase obrera del oeste y el sur de Londres, extracciĂłn que sabĂ­an explotar con sesiones fotogrĂĄficas en parajes urbanos desolados: la Ășltima pandilla de la ciudad, los portavoces de la verdad. Strummer aseguraba que no salĂ­a de casa sin su navaja, y sentĂ­a una afinidad un tanto confusa por Notting Hill, el barrio negro del oeste de Londres. Esta afinidad quedĂł patente en el primer sencillo del grupo, “White Riot”, nacido de la envidia que sentĂ­a por los enfrentamientos protagonizados por los negros contra la policĂ­a a mediados de los 70. Los Clash estaban dispuestos a liarse a palos.
DetrĂĄs de ese rollo malote estaba el mĂĄnager, Bernie Rhodes, que probablemente fuese lo mĂĄs interesante de The Clash. Rhodes llevaba tambiĂ©n a los Subway Sect, el mĂĄs raro de todos los grupos punks de la primera hornada. VestĂ­an jerseys de pico y se colgaban las guitarras bien arriba, como Gerry and the Pacemakers; sus letras daban a entender que habĂ­an leĂ­do a Rimbaud y no contenĂ­an ningĂșn “yeah” ni “baby” ni americanismos de ningĂșn tipo. “Nos teñimos toda la ropa con tinte gris, en una bañera”, explicaba el cantante, Vic Godard. Por desgracia, ni siquiera Rhodes logrĂł meterlos en las listas de Ă©xitos.
Declararse fan de los Pistols o de los Clash era una afirmaciĂłn tan significativa como decantarse por los Beatles o por los Stones: clase obrera frente a clase media, facultad de bellas artes u orden establecido, rock o pop. Ahora bien, ÂżcuĂĄl era cuĂĄl? Johnny Rotten escribiĂł con rotulador “ODIO A” en su camiseta de Pink Floyd; Joe Strummer lucĂ­a camisetas con eslĂłganes acuñados por Bernie Rhodes –“subfusiles en Knightsbridge”, “odio y guerra”– y escritos con aerosol por Sebastian Conran.
Los Sex Pistols pueden considerarse fruto de un plan premeditado, un proyecto urdido en torno a una teorĂ­a muy del gusto de algunos universitarios radicales y todo lo que se quiera; pero su incidencia en el pop y la sociedad fue real como la vida misma. Y, sin embargo, en Estados Unidos tenĂ­an a The Clash por un grupo mĂĄs polĂ­tico y mĂĄs peligroso para la sociedad que los Pistols, a quienes por lo general veĂ­an como una pandilla de mocosos respondones que buscaban camorra. La imagen prefabricada de The Clash no tendrĂ­a por quĂ© incomodarme –no en vano considero a los Monkees uno de los grandes logros del pop–; pero, pasados todos estos años, cuesta escuchar sin sonrojo “I’m So Bored with the USA”, su diatriba antiestadounidense. SolĂ­an decir bastantes tonterĂ­as; “los Clash nunca tendremos respetabilidad comercial”, manifestaron muy ufanos al New Musical Express. TambiĂ©n se imponĂ­an cĂłdigos Ă©ticos, lo cual fue uno de los motivos por los que tardaron una eternidad en encontrar baterĂ­a (“TendrĂĄ que creer en lo que hacemos –explicĂł Mick Jones al NME–. TendrĂĄ que decir la verdad”); y cuando los cazaban infringiendo su propio decĂĄlogo, se iban por las ramas como polĂ­ticos.
The Clash terminarĂ­an grabando un ĂĄlbum doble (London Calling), uno triple (Sandinista) y un par de temas de classic rock, “Rock the Casbah” y “Should I Stay or Should I Go”, futura carne de emisora estadounidense; en definitiva, ingresaron en el canon del rock. Por otro lado, el exiguo legado discogrĂĄfico de Sex Pistols ha sido objeto de tanta selecciĂłn, disecciĂłn, inspecciĂłn y rechazo desde mediados de la dĂ©cada de 1970, que parece casi imposible determinar de quĂ© iban realmente. Si se pide a cuarenta punk rockers que definan el punk, se obtendrĂĄn cuarenta respuestas distintas, todas ellas vĂĄlidas. Pero los Sex Pistols tambiĂ©n defendieron una causa. Y fue la siguiente.
En su Ășltima gira britĂĄnica, realizada en diciembre de 1977, solo ofrecieron cuatro conciertos (otros cuatro se cancelaron por problemas de salud o presiones polĂ­ticas), el Ășltimo de los cuales tuvo lugar el dĂ­a de navidad en el club Ivanhoe’s de Huddersfield (Yorkshire). Antes del concierto, programado para la noche, los Pistols ofrecieron una matinĂ© para quinientos niños menores de catorce años, hijos de unos bomberos en huelga que, con el paĂ­s ya en plena recesiĂłn, se preparaban para unas navidades de lo mĂĄs dickensianas.
Los Pistols transformaron el club en una gruta mĂĄgica y la llenaron de golosinas...

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