Dioses y robots
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Dioses y robots

Mitos, máquinas y sueños tecnológicos en la Antigüedad

Adrienne Mayor, Tomás Aguilera Durán

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  1. 304 páginas
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Dioses y robots

Mitos, máquinas y sueños tecnológicos en la Antigüedad

Adrienne Mayor, Tomás Aguilera Durán

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Adrienne Mayor, autora de obras como Mitrídates el Grande, Amazonas o Fuego griego, flechas envenenadas y escorpionesse atreve ahora con la fascinante y jamás contada historia de cómo el mundo antiguo imaginórobots y otras formas de vida artificial, e incluso de cómo inventó autómatas. Autómatas míticos aparecen en las leyendas de Jasón y los argonautas, Medea, Dédalo, Prometo y Pandora, y, al menos ya desde Homero, los griegos imaginaron sirvientes robóticos y estatuas animadas, y también versiones de nuestra inteligencia artificial. Según las leyendas indias, las reliquias de Buda eran custodiadas por guerreros androides, que sabemos copiaban diseños grecorromanos de autómatas reales. De hecho, muchas máquinas animadas, ciertamente sofisticadas, fueron construidas en la Antigüedad, alcanzándose el clímax de su invención con toda una serie de autómatas diseñados en Alejandría, el primer Silicon Valley. Dioses y robots es un relato pionero sobre las más tempranas expresiones del impulso humano para crear vida artificial y jugar a ser dioses, que demuestra, además, que detrás de la ciencia siempre ha estado la imaginación.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412168761
Edición
1
Categoría
Historia

1

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EL ROBOT Y LA BRUJA:TALOS Y MEDEA

El primer «robot» sobre la tierra –según la antigua mitología griega– fue un gigante de bronce llamado Talos.
Talos era una estatua animada que guardaba la isla de Creta, uno de los tres asombrosos regalos fabricados por Hefesto, dios de la forja y patrón de la invención y la tecnología. Estas maravillas fueron encargadas por Zeus para su hijo Minos, el legendario primer rey de Creta. Los otros dos regalos eran un carcaj de oro cuyas flechas, a modo de dron, nunca fallaban su objetivo, y Lélape, un sabueso de oro que siempre atrapaba a su presa. Al autómata de bronce Talos se le encomendó la tarea de proteger Creta contra los piratas.1
Este patrullaba el reino de Minos y recorría el perímetro de la gran isla tres veces al día. Se trataba de una máquina de metal animada, con forma de hombre, capaz de realizar acciones complejas en apariencia humanas, por lo que se le puede considerar como un imaginario robot androide, un autómata «construido para moverse por sí mismo».2 Diseñado y fabricado por Hefesto para repeler invasiones, fue «programado» para detectar extraños y coger y lanzar rocas, así como hundir cualquier barco extranjero que se acercase a las costas de Creta. Talos poseía, además, otra habilidad, inspirada en una característica propiamente humana. En el combate cuerpo a cuerpo, el gigante mecánico podía recrear una espeluznante perversión del gesto universal de calidez humana, el abrazo. Con la capacidad de calentar su cuerpo de bronce al rojo vivo, Talos estrechaba a sus víctimas contra su pecho y los asaba vivos.
La aparición más memorable del autómata en la mitología tiene lugar cerca del final de las Argonáuticas, el poema épico de Apolonio de Rodas que narra las aventuras del héroe griego Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro. En la actualidad, muchos conocen el episodio de Talos gracias a la inolvidable animación del robot de bronce en stop motion creada por Ray Harryhausen para la película de culto de 1963 Jasón y los argonautas (vid. Figura 1, que es un vaciado en bronce del modelo original).3
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Figura 1: Talos. Vaciado en bronce a partir del dañado modelo original de Ray Harryhausen para la película Jasón y los argonautas (1963), forjado en 2014 por Simon Fearnhamm, Raven Armoury, Dunmow Road, Thaxted, Essex, Inglaterra
Cuando compuso su poema épico Argonáuticas en el siglo III a. C., Apolonio se basó en versiones orales y escritas mucho más antiguas de los mitos de Jasón, Medea y Talos, historias que ya eran bien conocidas por su audiencia. Apolonio, un anticuario que escribía en un estilo deliberadamente arcaizante, presentó a Talos en cierto momento como un relicto o superviviente de los «hombres de la Edad del Bronce». Esto era una alusión puramente literaria a un concepto metafórico sobre el pasado remoto tomado de la obra del poeta Hesíodo, Trabajos y días (750-650 a. C.).4 En las Argonáuticas y otras versiones del mito, no obstante, Talos era descrito como un producto tecnológico, concebido como un autómata de bronce fabricado por Hefesto y emplazado en Creta para cumplir un trabajo. Sus capacidades eran impulsadas mediante un sistema interno de icor divino, la «sangre» de los dioses inmortales. Esto plantea, por tanto, ciertas dudas: ¿era Talos inmortal? ¿Era una máquina sin alma o un ser sensible? Estas incógnitas resultaron ser cruciales para los argonautas, aunque su solución sigue siendo incierta.
En el último libro de las Argonáuticas, Jasón y los argonautas viajan rumbo a casa con el valioso vellocino de oro. Pero su barco, el Argo, está encalmado. Sin viento que hinche sus velas, exhaustos de remar durante días, los argonautas se adentran en una bahía de Creta resguardada entre dos altos acantilados. Inmediatamente, Talos los divisa. El enorme guerrero de bronce empieza a arrancar rocas del acantilado y a lanzárselas al barco. ¿Cómo podrían escapar los argonautas de las garras de este androide monstruoso? Temblando de miedo, los navegantes intentan huir desesperadamente del terrorífico coloso atravesando el rocoso puerto. Mas, es la hechicera Medea quien acude al rescate.
Era Medea una hermosa princesa del reino de la Cólquide, en el mar Negro, la tierra del vellocino de oro, una cautivadora femme fatale con su propia colección de aventuras míticas. Poseía las claves de la juventud y la vejez, la vida y la muerte. Era capaz de hipnotizar a hombres y bestias, podía lanzar conjuros y elaboraba poderosas pociones. Medea sabía cómo proteger contra las llamas y conocía el secreto del inextinguible «fuego líquido», conocido como «aceite de Medea», en referencia al volátil nafta procedente de los pozos de petróleo natural que se hallaban alrededor del mar Caspio. En la tragedia de Séneca, Medea (líneas 820-830, escrita en el s. I d. C.), la hechicera custodia este «fuego mágico» en un cofre de oro hermético y pide al mismísimo Prometeo, el portador del fuego, que le enseñe cómo guardar sus poderes.5
Antes de arribar a Creta, Medea ya había ayudado a Jasón y su expedición a conseguir el vellocino de oro. El padre de Medea, el rey Eetes, prometió entregar el vellocino a Jasón si era capaz de completar una tarea imposible y letal. Eetes poseía un par de imponentes toros de bronce creados por Hefesto. Así que mandó a Jasón que enyugase a estas bestias de bronce exhaladoras de fuego, arase con ellas un campo y sembrara la tierra con dientes de dragón, de los cuales brotaría al instante un ejército de soldados androides. Medea decidió, entonces, salvar al apuesto héroe de una muerte segura, y Jasón y ella se convirtieron en amantes (para la historia completa de cómo Jasón se las arregló con los robo-toros y el ejército de dientes de dragón, vid. Capítulo 4).6
En consecuencia, los amantes tuvieron que huir del enfurecido rey Eetes. Medea –cuyo propio carro de oro estaba tirado por un par de dragones amaestrados– guio a Jasón a la guarida del terrible dragón que guardaba el vellocino de oro. Con su aguda perspicacia psicológica, sus potentes pharmaka («drogas») y technai («artefactos») Medea venció al dragón.7 Susurrando encantamientos y echando mano de su provisión de hierbas exóticas y sustancias extrañas, recolectadas en remotos riscos y prados en lo alto de las montañas del Cáucaso, Medea sumió al dragón en un profundo sueño y se apoderó del vellocino de oro para Jasón. Medea y Jasón huyeron al Argo con el trofeo y ella acompañó a los argonautas en su viaje a casa.
Ahora, enfrentados al peligro del amenazante autómata de bronce que se interponía en su camino, Medea tomó el mando de nuevo: «¡Esperad! –ordena a la aterrorizada tripulación de Jasón–: Puede que el cuerpo de Talos sea de bronce, pero no sabemos si es inmortal. Creo que puedo derrotarlo».
Medea (de medeia, «ingeniosa», relacionada con medos, «planear, idear») se dispone a destruir a Talos. En las Argonáuticas, hace uso del control mental y de un conocimiento particular de la fisiología del robot. Sabe que el dios herrero Hefesto construyó a Talos con una única arteria o conducto interno a través del cual el icor, el etéreo fluido vital de los dioses, bombeaba de la cabeza a los pies. El «vivisistema» biomimético de Talos estaba sellado con un clavo o tornillo de bronce en su tobillo. Por ello, Medea se percata de que el tobillo del robot es su punto de vulnerabilidad física.8
Apolonio cuenta que Jasón y los argonautas se quedan a un lado, conmocionados, mientras contemplan el épico duelo entre la poderosa bruja y el terrible robot. Murmurando palabras místicas para invocar a los espíritus maléficos, rechinando los dientes con furia, Medea fija su penetrante mirada en los ojos de Talos. La bruja irradia una especie de siniestra «telepatía» que desorienta al gigante. Talos tropieza al coger otro peñasco para lanzarlo. Una roca afilada le corta el tobillo abriendo la única vena del robot. Al desangrarse su fuerza vital «como plomo derretido», Talos se tambalea como un gran pino talado por la base del tronco. Con un estruendoso impacto, el majestuoso gigante de bronce se desploma sobre la playa.
Resulta interesante especular sobre esta escena de la muerte de Talos tal como fue descrita en las Argonáuticas. ¿Esta imagen tan vívida pudo estar influida por el espectacular colapso de una verdadera estatua de bronce monumental? Algunos investigadores han propuesto que Apolonio, que pasó un tiempo en Rodas, tenía en mente el magnífico Coloso de Rodas, construido en el año 280 a. C. con sofisticadas técnicas de ingeniería, lo que incluía una compleja superestructura interior y un revestimiento exterior de bronce. Considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo, medía más de treinta metros de altura, aproximadamente el tamaño de la estatua de la Libertad del puerto de Nueva York. Al contrario que el mítico Talos, que pasaba sus días en constante movimiento, la inmensa figura de Helios («Sol») no tenía miembros móviles, aunque funcionaba como faro y puerta de entrada a la isla. El Coloso fue derribado por un poderoso terremoto en vida de Apolonio, en el 226 a. C. La enorme estatua de bronce se partió por las rodillas y colapsó en el mar.9
Había, asimismo, otros modelos a mano. Apolonio escribía en el siglo III a. C., cuando todo un despliegue de autómatas y máquinas automotrices se estaba fabricando y exhibiendo en Alejandría (Egipto), que constituía un estimulante centro para las innovaciones de ingeniería. Un natural de Alejandría, Apolodoro, fue el director de su gran biblioteca (P. Oxy. 12.41). Las descripciones de Apolodoro del autómata Talos (y de un águila tipo dron, vid. Capítulo 6) sugieren que estaba familiarizado con las famosas estatuas automatizadas y artefactos mecánicos de Alejandría (vid. Capítulo 9).
En versiones más antiguas de la historia de Talos, la tecnología y la psicología tienen un papel incluso más destacado y ambiguo. ¿El origen metalúrgico de Talos lo hace inhumano por completo? En particular, la cuestión de si Talos tiene voluntad o sentimientos nunca queda del todo resuelta en los mitos. A pesar de que el autómata fue «creado, no nacido», de algún modo parece trágicamente humano, incluso heroico, al ser abatido con artimañas mientras cumple las obligaciones que se le han encomendado. En otros relatos más complejos sobre su caída, Medea somete al gigante de bronce con sus pharmaka hechizantes y después utiliza su poder de sugestión, forzando en él alucinaciones con la horrible visión de su propia muerte violenta. Después Medea juega con sus «emociones». En esas versiones, Talos se muestra susceptible a las esperanzas y miedos humanos, provisto de una cierta voluntad e inteligencia. Medea lo convence de que ella puede hacerlo inmortal, pero solo si elimina el remache de bronce de su tobillo. El robot accede y al retirar este sello esencial de su tobillo, el icor brota como plomo fundido y su «vida» se desvanece.
Para el lector actual, la lenta muerte del robot puede recordar a una icónica escena de 2001: una odisea en el espacio (1968) de Stanley Kubrick. Cuando el banco de memoria del ordenador HAL, ya condenado, se debilita y parpadea agonizante, empieza a relatar la historia de su «nacimiento». Pero HAL fue creado, no nacido, y su «nacimiento» es una ficción implantada por sus fabricantes, como también fueron fabricados e implantados los eidético...

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