Principios de economía política
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Principios de economía política

Carl Menger

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Principios de economía política

Carl Menger

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La historia de la economía política es rica en ejemplos de precursores olvidados, cuya obra no despertó ningún eco en su tiempo y que sólo fueron redescubiertos cuando sus ideas más importantes habían sido ya difundidas por otros. Es también rica en notables coincidencias de descubrimientos simultáneos y de singulares peripecias de algunos libros. Pero difícilmente se encontrará en esta historia, ni en la de ninguna otra rama del saber, el ejemplo de un autor que haya revolucionado los fundamentos de una ciencia ya bien establecida y haya conseguido por ello general reconocimiento y que, a pesar de todo, haya sido tan desconocido como Carl Menger. Apenas si existen casos paralelos al de los Principios, que tras haber ejercido un influjo firme y permanente hayan tenidodebido a causas totalmente accidentalestan limitada difusión.

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Información

Año
2014
ISBN
9788468628967
CAPITULO III
LA TEORÍA DEL VALOR
§ 1.—SOBRE LA ESENCIA Y EL ORIGEN DEL VALOR DE LOS BIENES
Cuando la necesidad de un bien, dentro del espacio temporal a que se extiende la actividad previsora humana, es mayor que la cantidad de dicho bien dentro de este espacio de tiempo, los hombres se esfuerzan por satisfacer sus necesidades de la forma más completa que les es posible en la situación dada. Y precisamente de este esfuerzo en torno al bien en cuestión surge el impulso hacia la actividad descrita en páginas precedentes y que hemos designado como su economía. Ahora bien, el conocimiento de la anterior relación promueve la aparición de otro fenómeno, cuya más exacta comprensión tiene una decisiva importancia para nuestra ciencia. Nos referimos al valor de los bienes.
Cuando, efectivamente, la necesidad de un bien es mayor que la cantidad disponible del mismo, se comprueba al mismo tiempo que, puesto que una parte de las correspondientes necesidades ha de quedar irremediablemente insatisfecha, no se puede disminuir ninguna cantidad parcial de cierta importancia práctica sin que, al hacerlo, deje ya de satisfacerse, o no se satisfaga por completo, una necesidad que quedaba cubierta antes de que se produjera la citada eventualidad. En todos los bienes que se hallan en la relación cuantitativa descrita, la satisfacción de una determinada necesidad humana depende, pues, de que se disponga o no de una cantidad concreta y prácticamente significativa de aquellos bienes. Si los sujetos económicos adquieren conciencia de esta situación, es decir, si conocen que la posibilidad de satisfacer una necesidad depende con mayor o menor plenitud de la disposición sobre una cantidad parcial de los bienes de que estamos hablando o respectivamente de la relación cuantitativa concreta en que se encuentran estos bienes, entonces tales bienes adquieren para estos hombres aquella significación que llamamos valor. Por consiguiente, valor es la significación que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades [1].
Por tanto, aquel fenómeno vital que llamamos valor de los bienes brota de la misma fuente que el carácter económico de estos últimos, es decir, de la antes descrita relación entre necesidad y masa de bienes disponible [2]. La diferencia entre ambos fenómenos radica en que el conocimiento de aquella relación cuantitativa impulsa por un lado nuestra actividad previsora y, con ello, los bienes que se hallan en esta relación se convierten en objetos de nuestra economía, es decir, en bienes económicos. Por otro lado, este conocimiento nos lleva a la conciencia de la significación que tiene para nuestra vida o, respectivamente, para nuestro bienestar, el poder disponer de cada cantidad parcial concreta [3] de la masa de bienes que poseemos. De este modo, los bienes que se encuentran en la relación antedicha adquieren valor para nosotros [4].
La relación que fundamenta el carácter no económico de los bienes consiste en que la necesidad de estos bienes es menor que la cantidad disponible de los mismos. Hay, pues, siempre cantidades parciales de bienes no económicos frente a los cuales no existe ninguna necesidad humana que deba satisfacerse y que pueden, por tanto, perder su cualidad de bienes sin que por ello quede amenazada la satisfacción de necesidades humanas. Así pues, esta satisfacción no depende de nuestra disposición sobre bienes concretos desprovistos de carácter económico; de donde se desprende que aquellas cantidades concretas inmersas en esta relación, es decir, en la relación de bienes no económicos, tampoco tienen valor para nosotros.
Si el hombre que habita en una selva dispone de varios cientos de miles de troncos de árboles, mientras que sólo necesita veinte, por ejemplo, para satisfacer plenamente sus necesidades de madera o leña, es evidente que no sentirá la más mínima preocupación si el fuego destruye unos cuantos miles de troncos, ya que con los restantes puede cubrir sus necesidades tan perfectamente como antes del incendio. En esta situación, la satisfacción de sus necesidades no depende de unos troncos concretos y, por tanto, no tienen para este hombre ningún valor. Pero si, en esta misma selva, hay tan sólo diez árboles frutales a disposición del mencionado habitante y si suponemos que la cantidad de fruta de estos árboles no es mayor que la necesidad que tiene de este bien, entonces no podría perderse ninguno de los árboles sin que, como consecuencia de esta circunstancia, se viera condenado a pasar hambre o al menos a no poder satisfacer su necesidad de estos frutos tan completamente como antes. Por tanto, en esta segunda hipótesis cada uno de los frutales tiene su propio valor.
Si los habitantes de una aldea necesitan mil cántaros diarios de agua para satisfacer sus necesidades, y disponen de un arroyo cuyo caudal se eleva a cien mil cántaros por día, para estos habitantes una cantidad parcial concreta de agua, por ejemplo, un cántaro, no tendría para aquellos habitantes ningún valor, porque aunque se les prive de esta cantidad o ésta pierda su calidad de bien, pueden seguir satisfaciendo plenamente sus necesidades. De hecho, estos aldeanos dejan que diariamente se pierdan en el mar muchos miles de cántaros de agua, sin que su satisfacción de esta necesidad sufra el menor menoscabo. Mientras se mantenga la relación que fundamenta el carácter no económico del agua, la satisfacción de sus necesidades no depende de un cántaro hasta el punto de que si no dispusieran de él no podrían satisfacerla y ésta es la razón por la que esta cantidad de agua no tiene para ellos ningún valor.
Pero si, a consecuencia de una extraordinaria sequía, o de cualquier otro accidente de la naturaleza, el caudal del arroyo se redujera a 500 cántaros diarios y los habitantes de la aldea de nuestro ejemplo no pueden acudir a otras fuentes, de tal modo que la cantidad total de agua de que ahora disponen no basta para la plena satisfacción de sus necesidades, es evidente que no permitirán que se perdieran cantidades de alguna importancia práctica del total de que aún disponen, por ejemplo, de un solo cántaro, pues en caso contrario se vería menoscabada alguna parte de la satisfacción de sus necesidades. Así, pues, en la nueva situación cada una de las porciones concretas de la cantidad total disponible tendría valor para ellos.
Se advierte, por tanto, que los bienes no económicos no solo tienen, como se ha admitido hasta ahora, ningún valor de intercambio, sino que en realidad no tienen ningún tipo de valor y, por tanto, tampoco valor de uso. Más adelante—y una vez hayamos adquirido algunos presupuestos científicos—intentaremos exponer la relación existente entre el valor de uso y el valor de intercambio. Baste aquí con advertir, provisionalmente, que tanto el valor de intercambio como el de uso están subordinados al concepto general de valor, es decir, que se trata de dos conceptos coordinados entre sí y que, por consiguiente, todo cuanto hemos venido diciendo sobre el valor en general es aplicable también tanto al valor de uso como al de intercambio.
Si, pues, un gran número de economistas políticos admite que los bienes no económicos no tienen valor de intercambio, pero sí valor de uso, e incluso algunos economistas ingleses y franceses contemporáneos destierran de nuestra ciencia el concepto de valor de uso y proponen sustituirlo por el concepto de utilidad, esta actitud se basa en el desconocimiento de la importante diferencia entre los dos conceptos antes mencionados y los fenómenos vitales sobre los que se fundamenta.
Utilidad es la capacidad que tiene una cosa de servir para satisfacer las necesidades humanas y, por consiguiente (en el caso de la utilidad conocida), un presupuesto general de la cualidad de los bienes. También los bienes no económicos son útiles, en cuanto que tienen tanta capacidad como los económicos para la satisfacción de nuestra necesidad. Esta capacidad debe ser reconocida por los hombres, pues en caso contrario tampoco podrían adquirir la cualidad de bienes. Lo que distingue a un bien no económico de otro económico, esto es, de otro que se halla inserto en la relación cuantitativa sobre la que se fundamenta el carácter económico, es la circunstancia de que la satisfacción de las necesidades humanas no depende de la disposición sobre unas cantidades concretas del primero, y sí, en cambio, de cantidades concretas del segundo tipo. Por consiguiente, aunque los primeros tienen, desde luego, utilidad para nosotros, sólo los segundos tienen además de utilidad aquella significación que hemos llamado valor.
Ciertamente, el error del que parte la confusión entre utilidad y valor de uso no tiene ninguna influencia sobre la actividad práctica humana. En condiciones normales, el agente económico no concede ningún valor a un pie cúbico de aire, o a un cántaro de agua en regiones de abundantes manantiales. El hombre práctico sabe distinguir perfectamente entre la capacidad de une cosa para satisfacer sus necesidades y el valor de esta cosa. Pero el mencionado error es, en todo caso, un duro impedimento para la formación de la teoría general de nuestra ciencia [5].
La circunstancia de que un bien tenga valor para nosotros radica en que, como hemos visto, disponer del mismo significa que podemos satisfacer unas necesidades que, sin dicha disposición, no quedarían cubiertas. Aunque nuestras necesidades pueden depender en parte, al menos en su origen, de nuestra voluntad o de nuestros hábitos, una vez que se hacen presentes ya no es arbitrario el valor que tienen para nosotros los bienes que pueden satisfacerlas, sino que es la inevitable consecuencia del conocimiento de la significación que tienen para nuestra vida o nuestro bienestar. Sería, pues, inútil que nos esforzáramos en considerar como sin valor un bien del que tenemos conciencia que su posesión es imprescindible para satisfacer nuestras necesidades. En vano intentaríamos, por el lado contrario, adscribir valor a los bienes de que tenemos conciencia que no son necesarios para dicha satisfacción. El valor de los bienes no es, por tanto, arbitrario, sino siempre la secuencia necesaria del conocimiento que tiene el hombre de que la conservación de su vida y su bienestar dependen de su disposición sobre un bien o una cantidad de bienes o de una parte al menos, por mínima que sea, de los mismos.
Por lo que hace a este conocimiento, es evidente que los hombres pueden equivocarse al calcular el valor de unos bienes, lo mismo que se dan errores en todos los objetos del conocimiento humano y que pueden, por tanto, atribuir valor a cosas que en realidad no lo tienen dentro de unas concretas circunstancias económicas. Pueden, por tanto, opinar erróneamente que la satisfacción más o menos completa de una necesidad depende de un bien o de una cantidad de bienes, cuando de hecho no existe tal relación. Nos enfrentamos entonces con el fenómeno de un valor imaginado.
El valor de los bienes se fundamenta en la relación de los bienes con nuestras necesidades, no en los bienes mismos. Según varíen las circunstancias, puede modificarse también, aparecer o desaparecer el valor. Para los habitantes de un oasis, que disponen de un manantial que cubre completamente sus necesidades de agua, una cantidad de la misma no tiene ningún valor a pie de manantial. Pero si, a consecuencia de un terremoto, el manantial disminuye de pronto su caudal, hasta el punto de que ya no pueden satisfacerse plenamente las necesidades de los habitantes del oasis y la satisfacción de una necesidad concreta depende de la disposición sobre una determinada cantidad, esta última adquiriría inmediatamente valor para cada uno de los habitantes. Ahora bien, este valor desaparecería apenas se restableciera la antigua situación y la fuente volviera a manar la misma cantidad que antes. Lo mismo ocurriría en el caso de que el número de habitantes del oasis se multiplican de tal forma que ya la cantidad de agua no bastara para satisfacer la necesidad de todos ellos. Este cambio, debido a la multiplicación del número de consumidores, podría incluso producirse con una cierta regularidad, por ejemplo, cuando numerosas caravanas hacen su acampada en este lugar.
Así pues, el valor no es algo inherente a los bienes, no es una cualidad intrínseca de los mismos, ni menos aún una cosa autónoma, independiente, asentada en sí misma. Es un juicio que se hacen los agentes económicos sobre la significación que tienen los bienes de que disponen para la conservación de su vida y de su bienestar y, por ende, no existe fuera del ámbito de su conciencia. Y así, es completamente erróneo llamar “valor” a un bien que tiene valor para los sujetos económicos, o hablar, como hacen los economistas políticos, de “valores”, como si se tratara de cosas reales e independientes, objetivando así el concepto. Lo único objetivo son las cosas o, respectivamente, las cantidades de cosas, y su valor es algo esencialmente distinto de ellas, es un juicio que se forman los hombres sobre la significación que tiene la posesión de las mismas para la conservación de su vida o, respectivamente, de su bienestar. La objetivación del valor de los bienes, que es por su propia naturaleza totalmente subjetivo, ha contribuido en gran manera a crear mucha confusión en torno a los fundamentos de nuestra ciencia.
§ 2.—LA MEDIDA MÁS PRIMORDIAL DEL VALOR DE LOS BIENES
Hasta ahora hemos venido considerando la naturaleza y las causas últimas del valor, así como los factores comunes a todos los valores. Aparece ahora ante nuestras miradas el hecho de que el valor de cada uno de los bienes es una magnitud muy diferente, que no pocas veces cambia incluso respecto de un mismo bien. La investigación de las causas de esta diferencia del valor de los bienes y la medida de los mismos constituye el objeto de la presente sección. El camino a seguir para este análisis viene determinado por la siguiente consideración.
Los bienes de que disponemos no tienen valor para nosotros en razón de sí mismos. Hemos visto, por el contrario, que lo único que importa es su capacidad para satisfacer nuestras necesidades, porque de esto dependen nuestra vida y nuestro bienestar. Hemos dicho también que los hombres trasladan esta significación a aquellos bienes sin cuya disposición no podrían cubrir sus necesidades, es decir, la trasladan a los bienes económicos. Por consiguiente, respecto de todo valor de los bienes, lo único que nos sale al paso es la significación que nosotros damos a la satisfacción de nuestras necesidades, es decir, a nuestra vida y nuestro bienestar. Una vez, pues, exhaustivamente descrita la naturaleza del valor de los bienes y establecido que, en definitiva, para nosotros sólo tiene importancia satisfacción de nuestras necesidades y que todo valor no es sino una traslación de esta significación a los bienes económicos, se deduce claramente que la diferencia de la magnitud del valor de cada bien concreto se fundamenta—tal como podemos observarlo en nuestras propias vidas- en la diferencia de la magnitud de la significación que tienen para nosotros aquellas necesidades cuya satisfacción depende de aquel bien. Para reducir a sus últimas causas la diferencia de la magnitud del valor de cada uno de los bienes—tal como nos lo enseña nuestra propia experiencia—debemos enfrentarnos con una doble tarea. Debemos investigar:
Primero: ¿Hasta qué punto es diferente la importancia que tiene para los hombres la satisfacción de unas necesidades concretas? (factor o elemento subjetivo), y
Segundo: ¿Qué satisfacciones de necesidades concretas dependen, en cada caso dado, de la disposición sobre un bien determinado? (elemento objetivo).
Si en el curso de nuestra investigación se descubre que la satisfacción de cada una de las necesidades concretas tiene para los hombres una diferente significación y, además, que de nuestra disposición sobre cada uno de los bienes económicos dependen satisfacciones de muy diversa significación, queda al mismo tiempo solucionado el anterior problema, es decir, queda explicado por sus últimas causas aquel fenómeno de la vida económica cuya solución nos hemos propuesto como punto capital de este análisis. Es decir, queda explicada la razón de la diferencia de magnitud del valor de los bienes.
Con la respuesta al problema de las causas últimas de la diferencia de valor de los bienes queda al mismo tiempo solucionado el problema de cómo y por qué está también sujeto a cambios el valor de los bienes concretos. Todo cambio no es otra cosa sino una diferencia en el tiempo. Con el conocimiento de las causas últimas de la diferencia de una categoría de magnitudes se da también a la vez una comprensión más profunda del cambio de las mismas.
a) Diferencias de la magnitud de la significación de cada una de las satisfacciones de necesidades (elemento subjetivo)
Por lo que hace, en primer término, a la diferencia de la significación que tiene para nosotros la satisfacción de cada una de nuestras necesidades, es un hecho de la más común experiencia que los hombres suelen atribuir la máxima importancia a la satisfacción de aquellas necesidades de las que depende la conservación de su vida y que la medida de la significación de las restantes satisfacciones responde al grado (duración e intensidad) del bienestar que se alcanza con ellas. Cuando los sujetos económicos se encuentran en una situación en la que deben elegir entre la satisfacción de una necesidad de la que depende la conservación de su vida y otra de la que únicamente depende un mayor o menor bienestar, suelen inclinarse por la primera. De igual modo, respecto de las necesidades del segundo tipo, eligen aquellas de las que depende un mayor grado de bienestar, es decir, aquellas que, a igual intensidad, tienen una mayor duración o, a igual duración, un grado más intenso de bienestar y no lo contrario.
La conservación de la vida depende de la satisfacción de nuestra necesidad de alimentos y, en climas fríos, también del vestido para nuestro cuerpo, y de la vivienda, mientras que de la posesión, por ejemplo, de una carroza o de un tablero de ajedrez sólo depende un grado mayor de bienestar. De acuerdo con ello, podemos observar que los hombres temen mucho más la carencia de alimentos, vestidos y vivienda que la falta de una carroza, de un tablero de ajedrez o cosas semejantes. En consecuencia, atribuyen a la seguridad de la satisfacción de las primeras necesidades una importancia incomparablemente superior que la que prestan a la satisfacción de las mencionadas en segundo lugar, ya que de éstas sólo depende un placer pasajero, o una mayor comodidad o, en general, un grado más elevado de bienestar. Pero también dentro de estas últimas satisfacciones son desiguales las significaciones. La conservación de nuestra vida no depende ni de un cómodo lugar para pasar la noche ni de un tablero de ajedrez, pero la utilización de estos bienes contribuye—aunque en muy diverso grado—al mantenimiento y elevación de nuestro bienestar. Precisamente por ello está fuera de toda duda que cuando los hombres tienen que elegir entre privarse de la utilización de un cómodo lugar para pasar la noche o de un tablero de ajedrez, prescinden mucho más fácilmente del segundo que no del primero.
Vemos, pues, que para los hombres tiene muy diversa significación la satisfacción de sus diversas y concretas necesidades ya que algunas son de suma importancia para la conservación de sus vidas, otras elevan en grado considerable su nivel de bienestar y finalmente otras lo elevan en menor medida, hasta llegar finalmente a las que sólo aportan un pequeño y breve placer. Un cuidadoso análisis de los fenómenos de la vida nos revela que la diferente significación de cada una de las satisfacciones de necesidades puede darse no sólo respecto de la satisfacción de las diversas necesidades consideradas en su conjunto, sino también respecto de la satisfacción más o menos completa de las mismas.
Nuestra vida depende, en términos generales, de la satisfacción de nuestra necesidad de alimentos. Pero sería craso error pretender calificar a todos los alimentos que los hombres suelen consumir como absolutamente necesarios para la conservación de su vida, o de su salud, esto es, de su prolongado bienestar. Todo el mundo sabe cuán fácil es prescindir de una de las comidas habituales, sin que esto entrañe riesgo algun...

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