Nacer. Crecer. Metallica. Morir
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Nacer. Crecer. Metallica. Morir

Volumen I

Paul Brannigan, Ian Winwood, Ezequiel Martínez Llorente

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Nacer. Crecer. Metallica. Morir

Volumen I

Paul Brannigan, Ian Winwood, Ezequiel Martínez Llorente

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La mejor y más apasionante biografía de Metallica.Metallica es una de las bandas más poderosas, espectaculares y explosivas de todos los tiempos, pero el largo camino desde el anonimato hasta los grandes estadios de todo el mundo ha sido dramático y en ocasiones tremendamente doloroso. Esa es la historia que narra por fin este libro, primer volumen de un relato exhaustivo construido a partir de minuciosas conversaciones con los protagonistas y con todos los individuos que han jugado papeles significativos en torno a ellos. Winwoody Branniganrecorren aquí la primera mitad del trayecto, la época que culmina con la aparición del Black Album."La historia de Metallica se ha contado muchas veces, pero nunca de una forma tan sagaz y tan amena."Metal Hammer"Una obra enormemente ambiciosa. El entusiasmo de los autores se contagia sin remedio al lector."Kirkus Reviews"Es difícil imaginar otro libro que afronte la gigantesca aventura de Metallica con tanta maestría."Mojo"Brannigan y Winwood se adentran como nadie en el universe de la banda."Publishers Weekly

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2018
ISBN
9788417081638

1

NO LIFE ‘TIL LEATHER

En la pared del baño del cuartel general de Metallica en San Rafael (California) se puede ver una foto de ellos con el aspecto que tenían en 1982. Tomada en los camerinos de uno de los insalubres clubes de San Francisco en los que se curtieron, la imagen muestra a cuatro jóvenes recién llegados del escenario, desnudos de cintura para arriba y desbordantes de chulería mientras miran con sorna al objetivo. Con sus protagonistas empapados de sudor, adrenalina y testosterona, esta instantánea de machitos adolescentes tiene algo tan teatral y desmañado que resulta casi encantadora.
Hoy la imagen despierta recuerdos agridulces en James Hetfield. Cuando el cantante de Metallica evalúa la imagen, ve más allá de las dos dimensiones de las poses y recuerda, con genuino afecto, unos tiempos más inocentes, de excitación adolescente, camaradería y sueños compartidos. De forma inevitable, sus ojos se van al centro de la imagen, a ese chaval con la cara masacrada por el acné, triste y desgarrado, molesto con el mundo y furiosamente descontento con su papel en él. Los recuerdos más negros no tardan en emerger: traiciones, abandonos y pérdidas. «Fue una época complicada», afirma Hetfield.
Cuando se trata de contar historias, los músicos no siempre son las fuentes más fiables. Más allá de las salas de reuniones de las grandes corporaciones, el negocio de la música está gestionado por oficinas donde priman las cortinas de humo y los espejos, y la percepción y la realidad rara vez coinciden sobre el mismo escritorio. En la batalla por transformar a los artistas en marcas garantizadas, muchas veces la verdad se cuenta entre las primeras víctimas, y los pasados de los músicos se ven sometidos a un minucioso tratamiento de manipulación, poda y gestión de desastres. Pero cuando James Hetfield se descuelga con uno de los clichés favoritos de la industria del rocanrol y afirma que, sin la música, sin Metallica, estaría «muerto, muerto o en la cárcel», en su cara no se observa ni el menor atisbo de sonrisa, ni tampoco un resquicio de duda. Ese chaval de la foto, te dirá, era «de lo más desgraciado», alguien a quien su propia furia le había envenenado. La música, dice, «rompió el cascarón» con el que se había envuelto desde la más tierna infancia y se convirtió en una «salida, una terapia y una salvación».
A mediados de los noventa, el renombrado tatuador californiano Jack Rudy, siguiendo un diseño del cantante de Metallica, le dibujó a este en el antebrazo izquierdo un ángel que transporta en sus manos extendidas una única nota musical a través de lenguas de fuego. Este tatuaje, un símbolo de la lucha y de la salvación, contiene las palabras latinas Donum Dei, «regalo de Dios». Y si todos los mantras motivacionales algo confusos que adornan la parte superior del cuerpo de Hetfield —«Live to Win Dare to Fail» [Vive para ganar, atrévete a caer], «Carpe Diem Baby», «Lead Us Not into Temptation» [No nos dejes caer en la tentación], «Faith» [fe]— están concebidos para servir de brújula en el camino por recorrer, ese dibujo es el único que parece una señal de gratitud por los caminos que no se han tomado.
«Regalo de Dios» fue la frase que Virgil y Cynthia Hetfield emplearon al informar a su familia y amigos del nacimiento de su primogénito, James Alan, el 3 de agosto de 1963. La fe había unido a la pareja en los albores de la década de la paz y el amor. Camionero de oficio, con una modesta empresa de transporte a su nombre, Virgil Hetfield dedicaba las mañanas de los domingos a su Señor, predicando la palabra de Jesucristo a los niños de su localidad de adopción, Downey, en California. Cynthia Hale (de soltera, Nourse) había empezado a acompañar a sus hijos Christopher y David a las clases de la escuela dominical por mera obligación como madre; pero, con la disolución de su primer matrimonio todavía reciente, la calma y las ponderadas meditaciones de Virgil Hetfield sobre el sufrimiento y la fortaleza ante la adversidad comenzaron a hacer mella en ella con una profunda resonancia. El amor pronto floreció. Cuando la pareja contrajo matrimonio en Nevada el 8 de julio de 1961, Cynthia agradeció a su Señor y Salvador haberle concedido una segunda oportunidad para alcanzar la felicidad.
Para el observador externo, los recién casados no podían ser más diferentes. Cynthia, californiana de nacimiento, era vivaracha, creativa, de mentalidad liberal, una artista y diseñadora gráfica de treinta y un años aficionada a la ópera ligera y el teatro musical; cinco años mayor que ella, Virgil era taciturno, reservado y conservador, un oriundo de Nebraska de hombros anchos, un currante serio, cuya única concesión a la frivolidad era una barba de chivo cuidada a conciencia. Pero, eso sí, la pareja compartía su adhesión al credo de la ciencia cristiana, una curiosa fusión del puritanismo de antaño con un batiburrillo supersticioso donde la fe en el poder sanador de Cristo aparecía como la base de casi todo. La pareja veía su unión como parte de un plan prefigurado por Dios.
A unos 25 kilómetros al sudeste de Hollywood, Downey era a comienzos de los años sesenta, como ahora, un pueblo anodino, desprovisto de glamour y de intriga, algo que convenía a Virgil y Cynthia. Pero entonces el presidente John F. Kennedy fue asesinado, y el malestar social se propagó de estado en estado a medida que el recién nacido movimiento por los derechos civiles ganaba impulso. Pocos ciudadanos estadounidenses fueron inmunes a la escalada de tensión. Desde el momento en que su primogénito abandonó el hospital, Virgil y Cynthia lo criaron entre algodones, como si ese ángel de ojos azules fuera de porcelana y en las pacíficas calles de las urbanizaciones de Downey se cerniera la amenaza de un escuadrón de bárbaros con grandes martillos. Otros camioneros acostumbraban a llevar a sus hijos en las rutas interestatales, para fomentar la camaradería al son de las canciones de las emisoras de la AM, con el asfalto deslizándose bajo las ruedas; Virgil Hetfield decidió que su hijo debía habitar un mundo inofensivo, protegido, con los límites de una urna de cristal. Por las mañanas, Cynthia mantenía a James cerca de ella en los tres minutos de camino que había de casa hasta la escuela Rio San Gabriel; y todas las tardes, la madre aguardaba en la puerta cuando finalizaban las clases, lista para guiar a su retoño lejos de la influencia de sus compañeros, no fuera que alguna broma de patio de colegio llegara a pervertir la inocencia del niño.
El plan de estudios de Rio San Gabriel ya había constituido una primera prueba para las convicciones religiosas de la familia. Como devotos de la ciencia cristiana, Cynthia y Virgil no podían consentir nada que se apartara de una educación edificante, siguiendo los dictámenes de un credo que afirma que el cuerpo humano no es más que la vasija que aloja el alma del creyente; consecuentemente, se hizo saber a los profesores de James que este no podría asistir a clases sobre salud, una introducción para la asignatura de ciencias naturales. En su lugar, el niño se veía obligado a permanecer todas las tardes solo en el pasillo de la escuela o, si no, fuera del despacho del director, donde atraía involuntariamente las miradas de otros alumnos que pasaban por allí y que conjeturaban sobre la gravedad de los actos que habían merecido semejante castigo. Pronto se corrió la voz de que el pequeño Hetfield era «diferente», un sambenito que ningún niño desea para sí.
«Eso me marginó del resto en la escuela —rememoraba Hetfield—. Por ejemplo, si querías entrar en el equipo de fútbol americano, necesitabas un informe del médico, y yo tenía que decir: “No creo en esas cosas, tengo un justificante”. De alguna forma, eso era ir contra las reglas, y no voy a negar que en parte me gustaba. Pero era un crío, y me hizo mucho daño sentirme tan diferente. Lo que quieres entonces es integrarte, hacer lo mismo que todo el mundo.»1
Para Virgil y Cynthia había cuestiones de fuerza mayor que les impedían darse cuenta del creciente aislamiento de James y de la larvada ansiedad que eso estaba generándole. En el verano de 1966, tras el nacimiento de su primera hija, Deanna, la pareja tenía cuatro bocas que alimentar con un solo sueldo en casa. Por mucho que el cabeza de familia le asegurara a su esposa que Dios proveería, el Todopoderoso no estaba por la labor de fichar todos los días a las seis de la mañana para ponerse al volante de un tráiler de dieciocho ruedas a cambio del salario mínimo, así que las rutas de Virgil tuvieron que alargarse, y los días fuera de casa se convirtieron en semanas. Con sus hijos mayores en la rampa del desbarajuste hormonal de la adolescencia, y su hija pequeña haciendo pagar las prolongadas ausencias del padre con un comportamiento aún más rebelde, Cynthia consideró que los hoscos silencios de su sensible hijo menor eran la menor de sus preocupaciones. Aun así, intentó establecer lazos con el muchacho, buscando sacarlo del humor lúgubre que lo caracterizaba, y le propuso tomar clases de piano, como ella había hecho de niña. Si bien los tres años que estuvo apuntado le brindaron a James nulas alegrías —«Lo odiaba», ha resumido escuetamente en más de una ocasión—, posteriormente Hetfield llegaría a conceder que esas clases no fueron una completa pérdida de tiempo, al admitir: «Me alegro de que de algún modo me obligaran. Aprendí a mover las manos derecha e izquierda independientemente, y también a cantar al mismo tiempo, y eso me dio una idea sobre las cosas que hago ahora».2
Azuzado su interés por la música, el niño empezó a jugar con los otros instrumentos que había por casa. Su hermanastro David era batería en una banda de versiones de rocanrol llamada Bitter End, y Christopher Hale, cautivado por la escena de cantautores en los Canyons de Los Ángeles, tocaba la guitarra acústica. Ninguno de los dos instrumentos sedujo demasiado los tiernos oídos de James, algo que sí logró la patente irritación de sus familiares ante sus estridentes experimentos. Esta reacción constituyó un estímulo real para perseverar. No obstante, aún resultó más esencial el descubrimiento de la colección de discos de David Hale. Este había avisado incontables veces a su hermanastro pequeño de que no tocara su colección de vinilos, ordenada en un rincón del dormitorio que compartían; una prohibición que, por supuesto, solo había logrado avivar la curiosidad del niño. Y así pues, una tarde en la que David estaba en clase de contabilidad, un James de nueve años reunió el coraje necesario para pasar sus dedos por esas fundas desgastadas. Se sintió atraído «como un imán al metal» por una portada en particular, en la que una misteriosa mujer de gesto serio, enfundada en un manto negro, estaba de pie junto a un viejo molino de agua en un claro del bosque. James colocó el vinilo negro en el plato de David y dejó caer la aguja en los surcos exteriores. El sonido de la lluvia, los truenos y una única campana de iglesia, muy solemne, se filtró por los castigados altavoces del estéreo. Y en ese momento todo cambió para James, y nada volvió a ser como antes.
Editado un viernes 13 de febrero de 1970, el debut homónimo de Black Sabbath representa el epitafio de los sueños hippies e idealistas de los sesenta. Extrayendo la inspiración de las películas de terror, las pesadillas, los bajones químicos y la aplastante grisura de la fábrica, el fin era incomodar e inquietar —«Todo el mundo ha cantado ya sobre las cosas buenas, nadie canta nunca sobre lo nocivo y lo maligno»,3 reflexionaba el bajista Geezer Butler—, algo que ese elepé logró de sobra al ofender la sensibilidad de todos los críticos musicales destacados de la época. Por su parte, James percibió el sonido de la liberación en la doliente voz de Ozzy Osbourne y en los ominosos y gravísimos riffs de Tony Iommi.
«Era más que solo música —recordaba—, ese sonido potente y pesado me conmovía el alma. Sabbath fue la banda que puso la palabra heavy en mi mente. El primer álbum de Sabbath era de mi hermano, y me lo ponía a escondidas en su tocadiscos. No me estaba permitido tocar nada suyo, pero lo hice, y ese primer disco de Sabbath se me metió en la cabeza. Si oías la primera canción, “Black Sabbath”, sentados a oscuras con los auriculares puestos, te acojonabas. Luego entra el riff del Diablo, ¡y ya eres suyo!»4
Para Hetfield, el álbum Black Sabbath fue la puerta de entrada a un universo alternativo. Y las siguientes prospecciones clandestinas en los vinilos de su hermano se saldaron con nuevos deleites —Led Zeppelin, Blue Öyster Cult, Alice Cooper, Amboy Dukes—, una sucesión de libertinos de pelos lacios que estaban encauzando los alaridos crudos y rotos del blues hasta el monolito del protometal. Cuando Hetfield se ceñía los auriculares y subía como es debido el volumen del tocadiscos de David, el mundo fuera de esa habitación comenzaba a disolverse.
«La música era mi modo de huir de una familia que era un desbarajuste»5, explicaba. «Me gustaba estar solo y cortar con el mundo exterior, y la música me ayudaba muchísimo. Me ajustaba los auriculares y simplemente escuchaba… Esa música hablaba por mí y para mí, y me sentía conectado a ella en muchos niveles.»6
De haberse sumergido menos en el tesoro discográfico de su hermano mayor, James tal vez habría sido más consciente de la creciente discordia en el seno de su familia. Pero hoy apenas recuerda nada digno de mención sobre ese día de 1976 en el que su padre abandonó a su familia. Esa mañana no se cruzaron palabras, ni se dieron abrazos en el umbral; tampoco se halló en la repisa de la chimenea una emotiva nota de despedida. De hecho, tuvieron que pasar meses antes de que Cynthia Hetfield reuniera a James y Deanna para comunicarles que en esa ocasión su padre ya no regresaría de otro de sus viajes. La noticia hirió a los niños, presas fáciles de la furia y la confusión, aunque realmente no podían entender el alcance de las palabras de su madre. Cuando Cynthia le dijo a James que tenía que ser fuerte, y que, dado que David y Christopher ya estaban emancipados, él era ahora el hombre de la casa, el muchacho se sintió aterrorizado. A consecuencia de eso, se retrajo aún más en sí mismo, rabiando contra su padre por su egoísmo, alguien tan despreciable para él que ni siquiera había dicho adiós. «Eso me destrozó», ha admitido.
Para neutralizar ese mortificante runrún en la cabeza, James trató de anegarse en sonidos. La paga que antes se gastaba en caramelos y cromos Topps pasó a invertirse en el single «Sweet Home Alabama», de Lynyrd Skynyrd, y en el álbum Toys in the Attic, de Aerosmith, las dos primeras piedras para erigir una colección de discos propia. Inspirado por un póster de Joe Perry, guitarrista de Aerosmith, que tenía en la pared de su cuarto, James comenzó a sacar acordes y melodías en la guitarra de Christopher, bajando las revoluciones de las canciones, de 45 a 33, en el plato de David.
«Tenía el oído bastante desarrollado por las clases de piano, así que sabía si desafinaba...

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