Estallidos argentinos
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Estallidos argentinos

Cuando se desbarata el vago orden en que vivimos

Mario Wainfeld

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Estallidos argentinos

Cuando se desbarata el vago orden en que vivimos

Mario Wainfeld

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En 2017, la Corte Suprema –cinco jueces solitarios que apenas se hablan entre sí– votó el 2 × 1 a represores. La sociedad, indignada, se movilizó masivamente y dio vuelta ese fallo. Ese mismo año, "murieron" Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, en medio de una escalada represiva de Gendarmería y Prefectura, que el gobierno de Cambiemos avala hasta hoy. De nuevo, las movilizaciones se hicieron sentir. El 19 de diciembre de 2001 De la Rúa impuso el estado de sitio; nadie lo tomó en serio y, por el contrario, la amenaza funcionó como acicate para que la gente saliera a la calle y enfrentara al gobierno. Poco tiempo después, en una semana con cuatro feriados artificiales, el fugaz presidente Rodríguez Saá suspendió épicamente el pago de la deuda externa y prometió crear un millón de puestos de trabajo. Un video con sonido de fritura registra su renuncia pocos días después.¿Qué dicen de la Argentina estos hechos? ¿Que somos excepcionales en la región? ¿Que somos insumisos? Dicen, ante todo, cómo hacemos política y cómo resistimos en un país que parece vivir, con demasiada frecuencia, al borde del abismo, en equilibrio precario. Con una singular, Mario Wainfeld pone el foco en esos momentos en que todo pudo estallar y volar por los aires, y a veces estalló. Elige diez episodios representativos de la historia reciente, situaciones límite o encrucijadas que confirman que el pueblo argentino sabe rebelarse, copar el espacio público pacífica y eficazmente, y que la violencia es monopolio de los gobiernos y las fuerzas de seguridad.Reconstruyendo con pinceladas imperdibles acontecimientos de la calle y del Palacio –esa cápsula en la que se encierran los funcionarios–, Mario Wainfeld compone un retrato revelador de la política criolla. Si en la Argentina –y el presente no nos desmiente– solemos sentir que todo tambalea, Estallidos argentinos nos trae las claves que necesitábamos para entender el buen y el mal gobierno y la vitalidad plebeya de nuestra sociedad.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876299350
Categoría
History
1. La presidencia fugaz de Adolfo Rodríguez Saá
23 al 30 de diciembre de 2001
Ramón Puerta, titular provisional del Senado a cargo del Poder Ejecutivo tras la renuncia de Fernando de la Rúa, entrega la banda presidencial y el bastón de mando a Adolfo Rodríguez Saá, que asume una vez designado por la Asamblea Legislativa. El acto tiene lugar en la Casa Rosada el 23 de diciembre de 2001.
Cuando la verdad te alcance, no te hagas el héroe. Corre.
John Le Carré, El legado de los espías
Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados.
Francisco de Quevedo y Villegas, “Miré los muros de la patria mía”
Dos escenas de la breve presidencia de Adolfo Rodríguez Saá quedaron famosas: cuando anunció la suspensión del pago de la deuda externa en el Congreso nacional y cuando renunció en San Luis. Conjugan su momento de éxtasis y de agonía. Formulo una propuesta anómala: buscar los videos en YouTube y verlos ahora mismo antes de seguir leyendo. Esclarecen.[11] Como esto es un libro, los contaré: un puñado de palabras –aspiro– explican tanto como un par de imágenes.
“El Adolfo” es un tipo expresivo, locuaz, seductor. Gesticula mucho, con énfasis. Si está serio, frunce el ceño y todo su cuerpo lo acompaña. Su sonrisa es de aquellas que adornaban las viejas y eficaces propagandas de dentífricos: de oreja a oreja, ostentando dentadura completa.
Cuando dice, en el Congreso: “Anuncio que el Estado argentino suspenderá el pago de la deuda externa”, el primer visaje dura una fracción de segundo y trasluce la gravedad de la cuestión; se trata de una decisión tremenda. No bien termina la frase, estallan aplausos. El hombre tocó una vena sensible, añoranzas del pasado, banderas ilustres. Los legisladores (no la totalidad, pero sí muchos) aplauden, se ponen de pie, gritan y vitorean “¡Argentina! ¡Argentina!” moviendo el antebrazo.
El semblante del orador cambia. Recorre panorámicamente la Cámara, asiente con la cabeza, una y otra vez. Da la sensación de haber crecido. En segundos, dejó de ser el cirujano que anuncia una operación imprescindible pero dolorosa: se metamorfoseó en líder que da vuelta la historia. O eso creyó… Una semana perduró el Adolfo, y le complace especificar que constó de cuatro feriados y tres días hábiles.
Paso a la escena de la agonía. La filmación de la renuncia, emitida por un canal de cable de San Luis, hasta podría observarse sin audio. Es mortecina a carta cabal, hay “fritura” en la imagen, parece una transmisión internacional de los años sesenta, el primer alunizaje. El presidente anuncia su dimisión, asilado en la provincia que venía gobernando desde 1983. Lo rodean funcionarios y aliados sanluiseños de toda la vida, buena parte del extinto Gabinete nacional. Están sentados en derredor, con cara de velorio. Con imaginación, la escena parece El entierro del Conde de Orgaz de El Greco: la gente no es tan delgada, pero la palidez se entrevé.
Dos interrogantes quedan picando. El primero es más interesante que el segundo, a fuer de más enigmático: ¿cómo llegó Rodríguez Saá a la Casa Rosada siendo que ese puesto “no era para él”? El segundo, ¿por qué renunció o lo renunciaron?, admite respuestas evidentes.
El Adolfo ascendió a presidente porque tuvo la voluntad de serlo en un marasmo fenomenal, cuando muchos flaqueaban o se escapaban. Y debió irse por la fuerza gravitacional de la política, que se inclinaba hacia Eduardo Duhalde. La magnitud de la crisis y el miedo son pilares del contexto, a menudo subestimados. Retrocedamos para contar los hechos en orden cronológico.
* * *
El gobierno de Fernando de la Rúa se desmoronaba.[12] Imposible saber si pasaría de fin de año; en todo caso, la salida temprana era una perspectiva factible. La debacle en las elecciones parlamentarias de octubre de 2001, mezclada con el “voto bronca”, encendían señales de alerta. La economía iba en picada imparable, con desempleo y recesión.
El peronismo salió mejor parado de las urnas, aunque el desdén ciudadano involucraba al conjunto de la “clase política”. La nueva integración del Congreso reflejaba la decadencia de la Alianza, correlativa con un reverdecer mustio (el oxímoron siempre es admisible en política) del Partido Justicialista (PJ).
Correspondía elegir nuevas autoridades de las Cámaras. La presidencia del Senado, crucial por definición, esta vez valía doble. Su ocupante quedaba primero en la sucesión presidencial en caso de acefalía, desde la renuncia de Carlos “Chacho” Álvarez un año antes, en octubre de 2000. La tradición parlamentaria impone que la cabeza del Senado quede para el partido del Ejecutivo, un modo de garantizar la relación entre los dos poderes y la gobernabilidad. La regla –consuetudinaria, no impuesta por ley, saludable– en este caso fue dejada de lado.
El 29 de noviembre de 2001 el senador peronista por Misiones, Ramón Puerta, quedó consagrado presidente provisional del Senado por el voto de los compañeros de bancada. Los radicales, vapuleados por doquier, pusieron el grito en el cielo: denunciaban juego sucio, filogolpista. Acusaban al peronismo de alisar el camino para desplazar al gobierno. Así, se retiraron de la sesión.
La narrativa, sin ser falsa, pecaba de incompleta, porque el radicalismo se caía. Raúl Alfonsín, que acababa de perder por una diferencia desdorosa en Buenos Aires contra Eduardo Duhalde, se ahorró participar de la sesión. Medió, en una de esas, una dificultad con su pliego, pero seguramente también el ansia de evitarse un mal trago en una temporada aciaga.
* * *
Puerta llegó aupado por los compañeros senadores de “provincias chicas”, los peronistas “federales”. Las provincias gozan del mismo estatus constitucional, reflejado en la igualdad de bancas en el Senado. Pero, convengamos, no son iguales en poder, en población, en riqueza y recursos. Las cuatro mayores (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Ciudad Autónoma de Buenos Aires) expresan alrededor del 60% del padrón de votantes y seguramente una proporción más elevada del PBI nacional.
Las tres primeras son, a su manera, versiones reducidas de la Argentina. Albergan metrópolis que conviven con zonas rurales a menudo prósperas, y hasta las mejores del país. Conurbanos superpoblados, donde se hacinan trabajadores usualmente informales, en ese momento casi todos desocupados. Se asientan en ellas las universidades más grandes, sus movidas culturales y folklóricas son enormes e identitarias. Pesan más, pues.
Los gobernadores Carlos Ruckauf (Buenos Aires) y José Manuel de la Sota (Córdoba) se miraban en el espejo: soñaban con la pinta de Carlos Gardel o, como mínimo, con ser el próximo presidente. El santafesino Carlos Reutemann disponía de mayores pergaminos para aspirar al mismo cetro, porque medía mejor en las encuestas y tenía la venia del establishment… lástima que su idiosincrasia y falta de enjundia le pateaban en contra.
En dialecto periodístico, la expresión “Liga de Gobernadores” identifica al conjunto de mandatarios peronistas, un colectivo armónico y unido. Describe y simplifica en demasía.[13] Eran catorce en tiempos de De la Rúa. Un montón. Y el lazo diario con la Nación es el dinero, el reparto de la coparticipación federal. La Ciudad Autónoma es el único distrito autosuficiente, y subsiste ajena a dichas tratativas: se basta sola. Transcurridos largos años de carencias, el toma y daca entre la Casa Rosada y las provincias vinculaba a menesterosos. Poca plata y muchos encuentros, porque no alcanzaba para llegar a fin de un mes, de una quincena, de una semana.
Entre las chicas sobresalían en minoría las bien administradas: San Luis, Santa Cruz, La Pampa. Las dos primeras tenían ahorros bancarizados. Otras estaban con el agua al cuello, como las tres grandes.
Cerrarle el paso a Buenos Aires aunaba al peronismo federal. El rechazo del “interior profundo” contra Buenos Aires ya era longevo, más que centenario, y Ruckauf lo ahondaba, con sobrados méritos. Ostenta un récord: es uno de los dirigentes más aborrecidos por sus pares. Nadie confía en él… y lo bien que hacen. Lo adorna una franqueza cruel. En plena tempestad acuñó la frase: “De la Rúa está al borde del precipicio, pero yo no lo voy a empujar”. Una manera de resaltar que estaba en capacidad de hacerlo. Los senadores peronistas, en fin, confluyeron. Puerta quedó así en el dintel de la sucesión presidencial.
El radicalismo bramaba con desigual pasión. Las versiones de la época, atendibles aunque imposibles de corroborar, aseguraban que importantes cuadros del gobierno formaban parte de la jugada con Puerta. Se difundió que el operador estrella radical, Enrique Nosiglia, miraba con buenos ojos o aceptaba como un mal menor la unción al misionero. O que había acordado algo con los pejotistas.
Conversar sobre un gobierno de transición era el deporte de moda. Trenzas, conciliábulos, cien TEG armados en mesas de arena. Radicales y peronistas se interesaban, sencillamente, porque la perspectiva de un final abrupto estaba entre las más factibles.
Creo, con buena información, que mediaron guiños de un sector del radicalismo para la designación de Puerta. Pero no puedo darlo por probado, pues convenios así no dejan huella escrita. De haber sucedido, no se trataría de una traición, sino de una variedad de plan de contingencia, concebido para salvar al gobierno, in extremis.
Los suspicaces señalan un par de coincidencias, geográficas y de intereses. Puerta y Nosiglia nacieron en la localidad de Apóstoles, en Misiones; eran amigos y se dispensaban confianza mutua. Hay quien añade a la entente al jefe de Gabinete de De la Rúa, Chrystian Colombo, quien niega haber refrendado la jugada. Sí reconoce que se llevaba muy bien con Puerta, un dandi, bon vivant y multimillonario.
* * *
El 19 de diciembre De la Rúa agravó su agonía. Decretó el estado de sitio, la suspensión de las garantías constitucionales, que comprende la posibilidad de detener y arrestar ciudadanos sin juicio previo.[14] Mientras los dirigentes peronistas y radicales maquinaban tramoyas o pactos para amortiguar la hecatombe, una coalición popular policlasista salía a la calle, como en los días precedentes. Los más hundidos venían haciéndolo en todo el país para pedir comida o saquear, en subsidio. Los de clase media tomaron la calle para exigir la devolución de los ahorros succionados por el corralito.
La muchedumbre decepcionada que había hablado en las urnas se desató en el espacio público. El estado de sitio fracasó: nadie se amedrentó; por el contrario, la gente duplicó la furia.
Nicolás Maquiavelo especuló acerca de si al Príncipe le convenía más ser amado o temido; De la Rúa quedó fuera del dilema: lo aborrecían y nadie le temía, en el peor de los mundos posibles. A las 19 hs del 20 de diciembre llegó la renuncia que, a diferencia de otras medidas que comentamos, sí fue firmada.
Se cumplió la rutina institucional: Puerta juró como presidente el 21 de diciembre, entró en la Casa Rosada, el sueño dorado de cualquier dirigente con espolones y ambición. Aceptó un cargo que conllevaba la perspectiva de ascender, lo consiguió y, casi sin escalas, pronto hizo mutis. ¿Quién se va de Balcarce 50 sin que lo echen? La estadística comparada mundial no debe registrar un caso como el de Puerta.
La Argentina carecía de monedas o tenía demasiadas, lo que termina siendo lo mismo. El Estado estaba hecho jirones, y de un presidente plebiscitado dos años antes se derivó a uno ignoto, sin votos. La plata de los ahorristas volaba a las casas matrices de los bancos extranjeros y se evaporaba de los nacionales. Con las arcas estatales vacías y la mitad de la población en virtual bancarrota, los políticos, previniendo agresiones de “la gente”, se escondían, rehuían tomar café en bares o comer en restaurantes, subían con pavor a autos con vidrios polarizados. Jueces de todas las instancias pedían custodia para sí o para su familia.
Los ricos o “la clase media” se acobardaban intuyendo que hordas de pobres sin frenos inhibitorios entrarían en sus barrios cerrados, sus casas. Mientras, en las barriadas más humildes se hacía vigilia para esperar a hermanos de clase, vecinos que les sacarían lo poco que quedaba.
La anomia, la sociedad sin reglas, parecía plasmada en la Argentina.
* * *
El mandato de De la Rúa terminaba el 10 de diciembre de 2003: faltaba un siglo. En general, los dirigentes peronistas acordaban: el presidente muletto debía convocar a elecciones lo más pronto posible. No entremos en las fechas que se manejaban o discutían; redondeemos la de mediados de 2002.
Tres figuras del radicalismo –los diputados Marcelo Stubrin y Jesús Rodríguez y el senador Raúl Baglini– llegaron a la Casa de Gobierno. Se reunieron con Humberto Schiavoni, el jefe de Gabinete de Puerta, y con el exministro menemista José Luis Manzano, en el despacho del primero. Manzano no tenía cargos y comenzaba un rentable tránsito de “la política” al mundo de los...

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