La locura de Carlota de Habsburgo
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La locura de Carlota de Habsburgo

Victoriano Salado Álvarez

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La locura de Carlota de Habsburgo

Victoriano Salado Álvarez

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Se recogen aquí los pasajes de la magna obra de Victoriano Salado Álvarez que dan cuenta del regreso a Europa de la emperatriz Carlota, desconsolada y abatida, y los tristes síntomas que le harían perder la razón al recluirse en el Vaticano. Carlota Amalia llegó a vivir hasta bien entrado el siglo XX, aunque los enredos de su mente seguían rondando la pesada melancolía y la dolorosa nostalgia por Maximiliano de Habsburgo y su trágico final.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071616272
Categoría
Historia

¿Abdicación?

NO QUIERO RELATAROS, ya que el hacerlo me destroza el alma, más aún de lo que me la ha hecho pedazos esta tristísima historia; no quiero relataros, digo, la llegada del conde de Flandes; la negativa de la emperatriz a tomar alimentos de manos de nadie que no fuera Bombelles; el miedo que llegó a tener a los mexicanos; el decreto que expidió destituyéndonos a todos de los puestos que servíamos (decreto que, por de contado, Castillo se negó a refrendar); su traslación a Miramar; su afán de comer castañas por único alimento y su incomunicación con el resto del mundo.
Tampoco os referiré que anduve de la ceca a la meca, recorriendo muchas ciudades de Europa en busca del aborrecido Lapierre, que tal vez se dio cuenta de mi persecución y supo sacarme las vueltas con gran destreza; pero no dejaré de contar que en París me encontré con Juan Bautista, mi cuñado, que estaba mohíno y afligido, además, por saber que nuestros negocios iban de mal en peor y que no había esperanzas de que la comisión mexicana en Europa llegara a pagar las letras que el pobre suizo juzgaba dinero contante. A tira y tirón y después de mil carantoñas, logré sacarle cincuenta mil duros, que me han acompañado sin mengua notable durante el resto de mi vida, sirviéndome ahora sus productos para pasarla, muy distante por cierto de los esplendores que imaginaba, pero más distante aún de la negrísima y horripilante miseria que en cualquier otro caso habría sido mi inseparable compañera.
No tardé en restituirme a México portadora de aquellas malísimas nuevas. El día que subí a la capital salió una de las fúnebres y aterradoras procesiones de rogativa que por la salud de la emperatriz organizó el arzobispo, y que era por cierto uno de los espectáculos más imponentes que cualquiera podía imaginar.
Mi primera providencia, luego que hube llegado a México, fue solicitar del soberano una audiencia a fin de referirle cuanto había visto. Su Majestad estaba encerrado en Chapultepec y era imposible violar la consigna que tenía un prusiano chaparro, doblado, de barbas alazanas, anteojudo y rezongón.
—El emperador está enfermo; no se le puede hablar —contestaba con su voz tartajosa a todo el que solicitaba permiso para ver al soberano.
Y era lo peor que cuando se le pedía explicaciones al cerbero, ladraba no sé qué horrores que el demonio entendiera: hablaba alemán, y para el caso había aprendido solamente las palabras que formaban la frase con que debía defender la puerta de entrada. Cuando me afanaba tratando de hacerme comprender por medio de señas y con auxilio de los idiomas que conocía, llegó una señora delgadita, bajita, narigudita, orgullosota, altanerota y groserota.
—Deseo hablar al emperador.
—El emperador está enfermo; no se le puede hablar —contestó el guardián.
—Soy la prima de Su Majestad —gritó con la mostacilla en las narices.
—El emperador está enfermo; no se le puede hablar.
—Soy la princesa Iturbide, gendarme estúpido.
—El emperador está enfermo; no se le puede hablar.
Se retiró la princesa esgrimiendo, con gesto de amenaza, una sombrilla llena de crespones; yo me quedé para tratar de introducir en la cabeza del doctor Basch, que así se llamaba el tudesco, la noción de que venía de Europa y que a Su Majestad le importaba verme y hablarme. De mala gana se decidió a meter mi tarjeta y volvió a poco diciéndome algo que me figuré era que podía entrar.
Me encontré a Maximiliano en un estado tal de agotamiento, de tristeza y de dolor, que causaba lástima. Vestía una gran bata de dibujo persa que dejaba ver los pantalones grises, flácidos y desgobernados; el rostro lo tenía enflaquecido y con el color amarillento; los ojos estaban rodeados de una aureola cárdena que les hacía aparecer aún más grandes y más tristes; la barba y el cabello, que estaban descuidados y ajenos al primor de tiempos no distantes, ostentaban numerosos hilos de plata. Era un dolor verle.
Parece que se entretenía mirando una planta del jardín y dando órdenes a un criado que le escuchaba atento. Al verme, se dirigió a recibirme, y sin ser poderoso a dominarse, me echó los brazos al cuello y derramó lágrimas por un largo rato.
—Cuéntemelo usted todo, todo, sin omitir nada, por doloroso y tremendo que sea. ¡Qué desgracia, qué gran desgracia, qué inmensa desgracia!
Y se echó a llorar de nuevo, apretándome la mano convulsivamente: era una explosión de dolor como yo no había visto nunca.
—¿No hay esperanza, verdad? Confiéselo usted; ¡todo está perdido!…
—¡Sire! —gemí, ganada por la emoción de Maximiliano—. Sire, no tenéis razón de desesperaros… El caso no es mortal.
—¡Ojalá lo fuera! —exclamó él corrigiendo mi tontería.
—Sire…
—No puedo, no puedo imaginar a la emperatriz sin juicio y sin entendimiento: no será la emperatriz, no será mi adorada mujer… Ella, que tenía la inteligencia más lúcida y más firme, convertida en idiota, en necia… ¡No se puede comprender semejante cosa!…
Lloró un rato más, y luego me pidió datos circunstanciados acerca de todas las manifestaciones de locura de la emperatriz. Así que me hubo oído pacientemente, lanzó un ¡ay! que le salió de lo más hondo del pecho y me dijo con los ojos rasos de lágrimas:
—Créamelo, señora Ubiarco; si no fuera casado me metería a fraile trapense…
Después, tras de pedir nuevos informes, aclaraciones y rectificaciones, me dijo espontáneamente:
—Nadie puede exigirme más de lo que hecho; nadie puede tacharme de cobarde si abandono un puesto que no se puede sostener un día más: cuando se quema la casa, hay que salir antes que los techos nos aplasten… Todos me dejan, todos me traicionan; mi mujer está loca; me marcho en su busca y no habrá quién no apruebe mi resolución… ¡Qué aventura, qué aventura!
—¿Los franceses se marchan, sire?
—Sí, se marchan; que vayan benditos de Dios… y la del humo.
—Los conservadores…
—¡Pobres pelucas viejas, pobres reaccionarios! Hacen poderíos porque el imperio se prolongue...

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