El año que soñamos peligrosamente
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El año que soñamos peligrosamente

Slavoj Zizek, Antonio José Antón Fernández

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El año que soñamos peligrosamente

Slavoj Zizek, Antonio José Antón Fernández

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2011 fue el año en que soñamos peligrosamente, el año del resurgimiento de la política emancipatoria radical en todo el mundo. Ahora, un año después, cada día nos trae nuevas pruebas de cuán frágil e inconsistente fue ese despertar, como prueban los nuevos síntomas de agotamiento: el entusiasmo de la primavera árabe se encuentra bloqueado entre pactos inestables y fundamentalismo religioso; el movimiento Occupy Wall Street está perdiendo impulso hasta tal punto que, en un buen ejemplo de "astucia de la razón", las cargas policiales en el parque Zucotti y otros lugares de protesta parecen un mal menor, ocultando la inminente pérdida de inercia del movimiento. La misma historia se repite en todo el mundo: los maoístas en Nepal parecen superados por las fuerzas realistas reaccionarias; el experimento "bolivariano" de Venezuela parece estar retrocediendo cada vez más hacia un populismo caudillista...¿Qué debemos hacer en momentos tan deprimentes, cuando los sueños parecen desvanecerse? ¿La única elección que nos queda es aquella entre el recuerdo nostálgico-narcisista de los momentos sublimes de entusiasmo y la explicación cínica-realista de por qué esos intentos de cambiar la situación estaban inevitablemente destinados al fracaso?

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Información

Año
2013
ISBN
9788446038498
Edición
1
Categoría
Historia
I. Los siete velos de la fantasía
«La verdad está ahí fuera»
Cuando, hace un par de años, la revelación de la supuesta «inmoralidad» de la conducta privada de Michael Jackson (sus juegos sexuales con niños menores de edad) asestó un golpe a su inocente imagen de Peter Pan, que hasta entonces lo había mantenido al margen de diferencias (o cuestiones) sexuales y raciales, algunos comentaristas mordaces plantearon una pregunta que caía su peso: ¿a qué viene tanto alboroto? ¿Es que lo que ahora se conoce como «la cara oculta de Michael Jackson» no estuvo siempre a la vista en los vídeos que acompañaban a sus discos, repletos de imágenes de violencia ritualizada y de gestos obscenos (sobre todo en el caso de Thriller y Bad)? Lo inconsciente no se esconde en profundidades insondables, sino que está en la superficie, o, para decirlo con el lema de Expediente X, «La verdad está ahí fuera».
Al analizar el modo en que la fantasía se relaciona con los antagonismos intrínsecos a toda construcción ideológica resulta sumamente fructífero centrarse, como acabamos de hacer, en la exterioridad material. ¿Acaso la yuxtaposición de los proyectos arquitectónicos de Adolfo Coppede (1928) y Giuseppe Teragni (1934-1936) para la Casa del Fascio (sede local del partido fascista), de estilos opuestos entre sí (pastiche neoimperial en el caso del primero, invernadero transparente de aire vanguardista en el caso del segundo), no muestra la contradicción intrínseca al proyecto ideológico fascista, que aboga al mismo tiempo por una vuelta al corporativismo organicista premoderno y por una insólita movilización de todas las fuerzas sociales en pro de una rápida modernización? Mejor aun es el ejemplo de los grandes proyectos de edificios públicos de la Unión Soviética de la década de 1930, sobrios bloques de oficinas y muchos pisos de altura rematados por una gigantesca estatua del Nuevo Hombre o de una pareja: en apenas un par de años se puso de manifiesto la tendencia a construir edificios de oficinas (lugar de trabajo real de la gente de carne y hueso) cada vez más austeros, reducidos a servir de mero pedestal de estatuas de dimensiones sobrehumanas. ¿Acaso esta característica externa y material del diseño arquitectónico no revela la «verdad» de la ideología estalinista, en que la gente real, de carne y hueso, queda reducida a mero instrumento, es sacrificada para convertirse en el pedestal del fantasma del Nuevo Hombre del futuro, monstruo ideológico que aplasta bajo sus pies a los hombres reales de carne y hueso? La paradoja es que, si en la Unión Soviética de la década de 1930 alguien hubiera dicho sin tapujos que la visión del Nuevo Hombre del socialismo era un monstruo ideológico que aplastaba a la gente real, de inmediato se le hubiera encarcelado. Sin embargo, se permitía manifestar tal cosa –e incluso se animaba a ello– mediante el diseño arquitectónico… De nuevo, «la verdad está ahí fuera». Así pues, no solo afirmamos que la ideología impregna los estratos de la vida cotidiana supuestamente ajenos a la ideología, sino que la materialización de la ideología en la materialidad externa revela antagonismos intrínsecos que la formulación explícita de la ideología no puede permitirse el lujo de reconocer: por lo visto, para que una construcción ideológica funcione «con normalidad», debe obedecer a algo así como a un «demonio de la perversidad» y desplegar en la exterioridad de su existencia material el antagonismo que le es intrínseco.
Esta exterioridad, en la que la ideología se materializa de forma directa, también se oculta bajo el disfraz de la «utilidad». Es decir, en la vida cotidiana, la ideología anida sobre todo en la referencia, aparentemente inocente, a la pura utilidad. No hay que olvidar nunca que, en el universo simbólico, el concepto de «utilidad» es de índole reflexiva, es decir, que entraña siempre la afirmación de la utilidad como significado (por ejemplo, un hombre que viva en una gran ciudad y sea propietario de un Land Rover no solo vive de forma sensata y «con los pies en la tierra»; sucede más bien que es propietario de un coche como ese para señalar que su vida se rige conforme a una actitud sensata y «con los pies en la tierra»). El maestro insuperable de ese tipo de análisis fue, desde luego, Claude Lévi-Strauss, cuyo triángulo semiótico sobre la preparación de los alimentos (crudos, asados, hervidos) demostró que la comida sirve también como «alimento para el pensamiento». Probablemente todos recordemos la escena de El fantasma de la libertad, de Luis Buñuel, en la que se invierten las relaciones entre comer y defecar: los comensales se sientan en sus inodoros alrededor de una mesa mientras conversan agradablemente y, cuando tienen ganas de comer, preguntan en voz baja al anfitrión: «¿Dónde están… ya sabe?», y se meten sigilosamente en una pequeña habitación que hay a sus espaldas. Así pues, se tiene la tentación de proponer la idea, complementaria a la de Lévi-Strauss, de que la mierda también puede servir de matière-à-penser: ¿acaso los tres tipos elementales de inodoro no forman algo así como un contrapunto o un correlato excrementicio al triángulo culinario de Lévi-Strauss?
En un inodoro alemán tradicional, el agujero por el que desaparece la mierda cuando tiramos de la cadena está en la parte frontal, para que primero podamos olerla e inspeccionarla, no sea que presente síntomas de alguna enfermedad; sin embargo, en el típico inodoro francés el agujero se encuentra en la parte posterior, para que la mierda desaparezca lo más rápidamente posible; por último, el inodoro anglosajón (inglés o estadounidense) presenta algo así como una síntesis, una mediación entre esos dos polos opuestos: la taza del inodoro está llena de agua, de modo que la mierda flota en ella y resulta visible, pero no se presta a la inspección. No es de extrañar que Erica Jong, en el célebre repaso a los diferentes inodoros europeos con el que comienza su medio olvidada Miedo a volar, afirme burlonamente: «En los inodoros alemanes está la verdadera clave de los horrores del Tercer Reich. Un pueblo capaz de construir inodoros como esos es capaz de todo». Es evidente que no cabe explicar el diseño de ninguno de esos modelos ateniéndose a criterios puramente utilitarios: salta a la vista que presentan cierta concepción ideológica del modo en que el sujeto debería relacionarse con los desagradables excrementos que proceden del interior de nuestro organismo. Por tanto, por tercera vez, «la verdad está ahí fuera».
Hegel fue uno de los primeros que interpretó la tríada geográfica Alemania-Francia-Inglaterra como expresión de tres actitudes diferentes ante la existencia: alemán es el rigor reflexivo; francés, el apresuramiento revolucionario; inglés, el moderado pragmatismo utilitario. Desde un punto de vista político, se puede interpretar la triada afirmando que lo propio de lo alemán es el conservadurismo; de lo francés, el radicalismo revolucionario; de lo inglés, el liberalismo moderado. Por último, desde el punto de vista del predominio de una de las esferas de la vida social sobre las otras, la poesía y la metafísica alemanas se oponen a la política francesa y a la economía inglesa. La referencia a los inodoros no solo nos permite discernir la misma tríada en el ámbito más íntimo de la consumación de la función excrementicia, sino también sacar a la luz el mecanismo que subyace a esta tríada y que se manifiesta en tres actitudes hacia el exceso excrementicio: la ambigua fascinación contemplativa; el intento apresurado de deshacerse del exceso desagradable tan rápidamente como sea posible; la solución pragmática que trata al exceso como un objeto ordinario que hay que colocaren el lugar que le corresponde. Así pues, nada más fácil para un profesor universitario que afirmar, en una mesa redonda, que vivimos en un universo posideológico; en cuanto concluya la acalorada discusión y el profesor vaya al baño, estará de ideología hasta las rodillas. El valor ideológico de tales referencias a la utilidad queda atestiguado por su carácter dialógico: el inodoro anglosajón solo adquiere pleno significado en virtud de su relación diferencial con los modelos francés y alemán. Si disponemos de tantos modelos de inodoro es porque existe un exceso traumático que cada uno de ellos trata de acomodar; Lacan afirma que una de las características que distingue a los seres humanos de los animales es justamente que, para los primeros, deshacerse de la mierda es una cosa problemática.
Lo mismo vale para las diferentes formas existentes de lavar los platos: en Dinamarca, por ejemplo, un conjunto de características específicas distingue el modo en que se lavan allí los platos del modo en que se hace en Suecia; un análisis atento revela enseguida que esta oposición se emplea para catalogar los rasgos fundamentales de la identidad nacional danesa, definida en contraposición con la sueca1. Pero, ¿es que acaso –para adentrarnos en un ámbito todavía más íntimo– no encontramos el mismo triángulo semiótico en las tres formas principales que puede presentar el vello púbico femenino? El vello crecido y descuidado indica la naturalidad y espontaneidad característica de la actitud hippie; las yuppies prefieren el cuidado meticulo-so del jardín francés (se rasura el vello de la zona más próxima a las piernas, de modo que solo quede una estrecha franja en el medio, con los bordes bien definidos); en el estilo punk, la vagina se presenta completamente afeitada y adornada con anillas (normalmente sujetas a un clítoris perforado). ¿Acaso no tenemos aquí una nueva versión del triángulo semiótico de Lévi-Strauss, en la que el vello salvaje equivaldría a lo «crudo», el vello más cuidado correspondería a lo «asado» y el afeitado, a lo «hervido»? Con ello se pone de relieve que hasta la forma más íntima de relacionarnos con nuestro propio cuerpo sirve para hacer una proclama ideológica2. Así pues, ¿de qué modo se relaciona la existencia material de la ideología con nuestras convicciones conscientes? Hablando del Tartufo de Molière, Henri Bergson insistió en que si Tartufo resulta divertido, no es a causa de su hipocresía, sino porque queda atrapado en la máscara del hipócrita:
Hasta tal punto se mete Tartufo en el papel del hipócrita que, por así decirlo, acaba interpretándolo con absoluta convicción. Por eso y solo por eso resulta divertido. Sin esa convicción puramente material, sin la actitud y el modo de expresarse que, gracias a la incesante práctica de la hipocresía, acaban por convertirse en un modo natural de actuar, Tartufo resultaría sencillamente repulsivo3.
La «convicción puramente material» de la que habla Bergson encaja perfectamente con el concepto de Aparato Ideológico de Estado acuñado por Althusser para caracterizar el ritual externo en el que la ideología adquiere existencia material: el sujeto que se mantiene al margen de ese ritual ignora que el ritual le domina desde dentro. Ya lo dijo Pascal: si no crees, arrodíllate, actúa como si creyeras y la creencia surgirá por sí sola. A eso mismo se refiere el «fetichismo de la mercancía» del que hablaba Marx: en su autoconciencia explícita, un capitalista es un nominalista corriente y moliente, pero la «convicción puramente material» de sus actos pone al descubierto los «caprichos teológicos» del universo de las mercancías4. El verdadero locus de la fantasía en el que se cimenta la construcción ideológica no son las convicciones y deseos internos que hay en lo más profundo del sujeto, sino la «convicción puramente material» del ritual ideológico externo.
Se suele considerar que la fantasía se manifiesta en la ideología al modo de una trama fantasmática que oculta el horror de una situación dada: en lugar de mostrar sin cortapisas las fuerzas antagónicas que hay en nuestra sociedad, preferimos concebirla como un todo orgánico que se mantiene unido por vínculos de solidaridad y cooperación… Sin embargo, también en este caso resulta más fructífero buscar la manifestación de esa fantasía allí donde no se esperaría encontrarla: en las situaciones insignificantes y, a primera vista, puramente utilitarias. Baste con recordar las instrucciones de seguridad que se dan a los pasajeros antes de que un avión emprenda el vuelo. ¿Acaso no se basan en una trama fantasmática sobre el aspecto que presentaría un accidente aéreo? Tras amerizar suavemente (¡se supone que el aterrizaje forzoso siempre va a producirse, milagrosamente, en el mar!), cada pasajero se coloca su chaleco salvavidas, se desliza, como en un tobogán acuático, en el agua y nada, como en unas gratas vacaciones en un lago en las que practicase natación en compañía de otras personas y bajo la guía de un experto instructor. ¿Acaso la «gentrificación» de una catástrofe (un suave aterrizaje sin complicaciones, azafatas que apuntan hacia las señales de «Salida» con la elegancia de unas bailarinas) no es ideología en estado puro? Sin embargo, el concepto psicoanalítico de fantasía no se puede reducir al de una trama fantasmática que oculta el horror de una situación dada; lo primero que cabe añadir es que, obviamente, la relación entre la fantasía y lo que encubre –el horror de lo Real– resulta mucho más ambigua de lo que parece a primera vista: la fantasía encubre ese horror, pero, al mismo tiempo, alumbra aquello mismo que supuestamente encubre, su punto de referencia «reprimido» (¿acaso las imágenes de la más horrenda de las Cosas, desde el calamar gigante que habita en las profundidades de los mares hasta el mortífero tornado que todo lo devasta, no son creaciones fantasmáticas par excellence?)5. En consecuencia, habrá que caracterizar el concepto de fantasía por medio de sus rasgos constitutivos6.
1. El esquematismo trascendental de la fantasía
Lo primero que cabe señalar es que la fantasía no se limita a consumar un deseo de forma alucinatoria; su función resulta más bien similar a la del «esquematismo trascendental» kantiano: nuestro deseo está constituido por una fantasía que le proporciona sus coordenadas, es decir, que literalmente «nos enseña cómo hay que desear». Por ello, el papel de la fantasía resulta, en cierto sentido, análogo al de la malhadada glándula pineal en la filosofía de Descartes, en la que servía de mediadora entre la res cogitans y la res extensa: la fantasía sirve de intermediaria entre la estructura simbólica formal y el carácter positivo de los objetos que encontramos en la realidad, es decir, proporciona un «esquema» conforme al cual algunos objetos positivos de la realidad pueden funcionar como objetos de deseo capaces de llenar los huecos abiertos por la estructura simbólica formal. Para decirlo de forma un poco simple: por fantasía no debemos entender cosas como que, si me apetece tarta de fresa y no puedo obtenerla en la realidad, fantasearé con comérmela; el problema, más bien, es el siguiente: ¿cómo sé que lo que más me apetece es tarta de fresa? De eso es de lo que la fantasía me informa. Este papel de la fantasía reposa en el hecho de que «no exista relación sexual», fórmula o matriz universales capaces de garantizar una relación sexual armoniosa con nuestra pareja: la falta de esa fórmula universal hace que cada sujeto deba inventar su propia fantasía, su «fórmula» privada para las relaciones sexuales. Un hombre solo puede mantener relaciones sexuales con una mujer que encaje en su fórmula.
Hace poco, unas feministas eslovenas protestaron enérgicamente contra un gran cartel publicitario de una compañía de productos cosméticos que, para anunciar una ...

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