Historia de Rusia
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Historia de Rusia

Paul Bushkovitch, Herminia Bevia Villalba, Antonio Resines Rodríguez

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Historia de Rusia

Paul Bushkovitch, Herminia Bevia Villalba, Antonio Resines Rodríguez

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Mediante una impactante e imparcial panorámica de la historia rusa desde el siglo ix, Paul Bushkovitch nos ofrece un profundo y objetivo análisis de la evolución política de una de las mayores potencias mundiales, así como los cambios habidos en su literatura, arte y ciencia. Dejando de lado a héroes y villanos para centrarse en lo que hoy son hechos, y no especulaciones, el autor hace un relato vívido, a veces crudo, que permite comprender el radical giro experimentado por este gigante como consecuencia de la caída de la Unión Soviética en 1991. De este modo, los precedentes de la Revolución de 1917, acontecimiento crucial como lo sería posteriormente la Guerra Fría, se presentan como bloques llenos de significado único, relevantes en sí mismos, y no como un mero preludio de lo que en un futuro se manifestaría como el peso pesado de la historia rusa: el poder bolchevique. Una obra definitiva en la que el lector encontrará los más novedosos datos referidos a la etapa soviética que han permitido un nuevo acercamiento al pasado y al presente ruso.

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Información

Año
2013
ISBN
9788446043461
Edición
1
Categoría
Historia
14
Rusia como imperio
Las guerras libradas durante siglos en el extranjero por Rusia sentaron los cimientos para su expansión hasta incluir la totalidad del norte de Eurasia. Por supuesto, en comparación con el estándar británico, los resultados no eran muy impresionantes. Siberia estaba constituida en su mayor parte por bosques, al parecer impenetrables, y tundra. Las últimas adquisiciones rusas en Asia central eran pobres y estaban escasamente pobladas, nada equivalente a India o incluso a Birmania. El Estado incluía extensas áreas fronterizas con poblaciones no rusas. A todos los efectos, dos imperios: uno tradicional en Europa y un intento de imitar el ejemplo británico en Asia central. Tanto en el oeste como en el sur, la política interior y la política internacional estaban inextricablemente ligadas.
Nicolás I había comprendido que las posibilidades de expansión del Imperio ruso eran muy limitadas. A partir de 1828, sus principales esfuerzos se centraron en someter a los pueblos caucásicos de montaña, que ya estaban dentro de Rusia, más que en la conquista de nuevos territorios. En Asia central, el ejército se concentró en el fortalecimiento de la frontera existente y el control de los kazajos de la estepa, sin emprender ningún intento serio de expansión. En los Balcanes, Nicolás había seguido una política de statu quo, prefiriendo mantener la influencia rusa en un Estado otomano unitario a correr el riesgo de poner en marcha políticas de partición. Incluso esta modesta política fue demasiado para Gran Bretaña y Francia, pero puso de relieve la prudencia estratégica del zar y sus torpezas tácticas. La nueva situación, tras Crimea, ofreció diferentes posibilidades.
El Tratado de París puso fin a la Guerra de Crimea y a toda esperanza de que Rusia se impusiera a los otomanos, dejando solo los movimientos nacionalistas serbios y búlgaros como aliados en potencia. Los nacionalistas balcánicos, bandas de insurgentes que pretendían instaurar repúblicas democráticas, eran improbables aliados para el Imperio ruso. La posición internacional y militar de este, debilitado por la derrota, sobrecargado de deudas y con un déficit enorme, hizo que su política respecto a Europa fuera fundamentalmente pasiva. La sensación de que la frontera occidental de Rusia con Europa era muy difícil de defender, dado que su longitud era enorme y cruzaba territorios con deficientes servicios de comunicaciones, hacía necesaria la estabilidad en dicha zona. La respuesta estaba en el ferrocarril, pero el tendido de las líneas exigía mucho tiempo. Las amenazas de Gran Bretaña y Francia durante la revuelta polaca de 1863-1864 eran una fuente de pesadillas para San Petersburgo. Al final quedaron en nada, en buena medida por la firme alianza de Rusia con Prusia, ahora bajo el canciller Otto von Bismark. La alianza con Prusia significaba que la frontera occidental era bastante segura. Bismark derrotó a los rivales de Rusia, Austria y a Napoleón III, generando en el proceso el nacimiento de un nuevo y poderoso Estado en forma de la Alemania imperial unificada, por el momento, amiga de Rusia.
La preocupación en Europa por Alemania e Italia y la política pacifista del ministro de Exteriores ruso, el príncipe Gorchákov, aseguraron la paz durante la década de 1860. Poco a poco, Rusia pudo ir aplicando reformas y reconstruyendo su ejército de acuerdo con criterios más modernos, aunque una crisis en los Balcanes provocó un nuevo dilema. Los revolucionarios serbios y búlgaros habían protagonizado sucesivas algaradas dentro de los territorios otomanos, llamando a los pueblos eslavos y ortodoxos a alzarse contra sus amos turcos. La respuesta fueron represalias cada vez más salvajes, hasta que en 1875 los serbios de Bosnia se levantaron de nuevo y consiguieron mantener sus posiciones durante varios meses antes de que los otomanos los aplastaran, perpetrando el mayor genocidio de la historia del mundo hasta la Primera Guerra Mundial. Al año siguiente, los búlgaros se sublevaron también. Unidades irregulares turcas exterminaron pueblos enteros y la opinión pública británica empezó a desconfiar de los turcos. Se presentó una ocasión para que Rusia se reafirmara y obtuviera influencia en los Balcanes. En 1877, Rusia propuso a los turcos otorgar un estatus autónomo a las áreas rebeldes. Los otomanos se negaron y Rusia les declaró la guerra. La contienda subsiguiente fue sanguinaria, pero relativamente breve. Los turcos tenían fortalezas de primera categoría, estaban abastecidos de armas europeas y luchaban con su coraje y determinación habituales. El ejército ruso, aunque mayor, se encontraba en pleno proceso de reforma y cargaba con el lastre de generales anticuados y poco imaginativos. Tras una serie de sangrientos asaltos contra fortalezas turcas, los rusos lograron abrirse camino hasta el otro lado de las montañas y llegaron cerca de Estambul en 1878. Firmaron un tratado con los turcos que establecía a Bulgaria como principal Estado eslavo de los Balcanes, uno que presumiblemente se volvería amigo de Rusia. Esto sembró la alarma en Gran Bretaña y Austria: la consecuencia fue el Tratado de Berlín, que creó una Bulgaria mucho más pequeña con un monarca alemán. Se aceptó que Austria se quedara con Bosnia como protectorado. Todo esto, que fue obra de Bismark, supuso una derrota para Rusia después de todos los sacrificios y el heroísmo derrochados durante la guerra.
El Imperio ruso se transformó en un conglomerado de dos tipos de imperio muy diferentes, cada uno de los cuales planteaba sus propios problemas en lo que a San Petersburgo se refería. Simultáneamente al fracaso en los Balcanes, en Asia central los generales rusos aplastaron a los kanatos locales de Kokand, Bujará y Jiva. El primero fue anexionado por completo al imperio, mientras que los otros dos, con un territorio muy reducido, se convirtieron en protectorados rusos. En la década de 1880 toda Asia central estaba, directa o indirectamente, bajo el mandato de Rusia. En una explícita imitación de la India británica, Rusia se lanzó a la construcción de un imperio colonial moderno.
En la frontera occidental, los temas candentes eran los relacionados con el nacionalismo, no con el colonialismo. Los polacos representaron el principal problema nacional durante todo el siglo XIX y, mediado el siglo, pasaron a serlo los judíos. Por muy distintos motivos, ni los polacos ni los judíos encajaban bien en la estructura imperial. En el gobierno se consideraba a los polacos elementos hostiles, y para muchos funcionarios, los judíos eran incapaces de asimilarse a la población y explotaban al campesinado local. Las revueltas polacas y los pogromos contra los judíos añadieron un elemento de violencia ausente en las relaciones con las demás minorías europeas del imperio. Finlandia, por contraste, permaneció en paz y en gran medida fiel al zar hasta la década de 1890. Tanto Polonia como Finlandia eran importantes por razones militares, ya que ambas formaban parte de la crucial frontera occidental. Las economías de los dos territorios fronterizos contribuyeron a la prosperidad general del imperio, pero los rusos contaban con pocas inversiones en ellos, tanto en el campo como en la industria. En cuanto a población total, los polacos y finlandeses representaban menos de un 10 por 100 del imperio. El mayor grupo no ruso de la parte europea era el de los ucranianos (alrededor de un 17 por 100), cuya etnia y consciencia social ambiguas los mantuvo en los márgenes de la política rusa hasta 1905.
La integración de las tierras fronterizas del oeste por parte del Imperio ruso venía dependiendo desde el siglo XVIII de la inclusión de elites locales en la estructura de poder imperial. Los círculos gobernantes del San Petersburgo del siglo XIX distaban mucho de ser uniformemente rusos. Entre los alemanes prominentes estaban el ministro de Finanzas de Nicolás, Georg Kankrin, el ministro de Exteriores, Karl von Nesselrode, y el jefe de la Tercera Sección, Alexander von Beckendorf. Entre los ucranianos pertenecientes a la elite imperial estaban el ministro del Interior, Viktor Kochubei, y el triunfante mariscal de campo, Iván Paskevich, virrey de Varsovia desde 1830. Los finlandeses ocupaban puestos importantes en el ejército y la marina, y dos de ellos (Arvid Adolf Etolin y Johan Hampus Furuhjelm) fueron gobernado­res de Alaska durante el periodo ruso de esta. Dentro del núcleo diplomático, había varios príncipes, Lieven, el barón Nikolái y otros muchos, al igual que en la corte y el ejército. Solo la nobleza polaca, leal a las tradiciones estatalizadoras de Polonia, rehuyó el servicio a Rusia, al margen de algunas destacadas excepciones.
La dependencia de la dinastía Romanov del apoyo de los nobles, que tanto éxito había cosechado, tenía una deficiencia. En el transcurso del siglo, el desarrollo del capitalismo industrial y después del comercial, por lento que fuera en comparación con los estándares europeos, transformó la sociedad. En las regiones fronterizas del oeste, la fortuna económica de la nobleza, principal apoyo del imperio, declinaba. Por contra, los hombres de negocios de Finlandia, Polonia y otras áreas occidentales se beneficiaban considerablemente del mercado imperial y estaban dispuestos a cooperar (dentro de ciertos límites). Sin embargo, el conservadurismo aristocrático de la corte y de la mayoría de la elite gobernante hacía difícil, o imposible, cualquier acuerdo con los nuevos grupos sociales. El Imperio ruso no podía romper radicalmente su alianza con los nobles locales, y tampoco ellos podían sobrevivir sin los zares. Todos juntos habrían de ser empujados al abismo en 1917.
POLACOS EN EL IMPERIO RUSO
Como consecuencia del Congreso de Viena, zonas históricamente polacas incorporadas al Imperio ruso se dividieron en dos áreas con caracteres y estatus muy diferentes: Polonia central (Polonia del Congreso) y los antiguos territorios del este de Polonia. Hubo poca cooperación de la nobleza polaca con el Imperio ruso en ambas regiones. En lugar de eso, aportó la base social necesaria para una revuelta nacionalista.
La parte central en torno a Varsovia constituía el Reino de Polonia, autónomo dentro de Rusia y con el zar como rey. Su población era abrumadoramente polaca y, hasta la rebelión de 1830, el Reino de Polonia tuvo gobierno, poder legislativo y ejército propios, supuestamente bajo el mando general del zar y su virrey en Varsovia. Una vez sofocado el levantamiento, el mariscal de campo Paskevich pasó a gobernar el área directamente, con la ayuda de funcionarios elegidos a dedo, como virrey ruso. Los emigrados polacos en Francia y Gran Bretaña formaron una serie de sociedades revolucionarias con objeto de poner fin a la gobernación rusa, pero ninguna de ellas tuvo éxito hasta después de la Guerra de Crimea. Los territorios orientales de la vieja Polonia, hoy Lituania, Bielorrusia y Ucrania occidental, tuvieron un destino muy diferente. Los polacos residentes en ellos eran, sobre todo, nobles de diferentes nacionalidades propietarios de siervos, cuya relación con la causa polaca iba de cierta simpatía en Lituania a gran hostilidad en Ucrania. Dado que los habitantes de las ciudades eran predominantemente judíos, y por tanto no formaban parte de la nación polaca a ojos de los revolucionarios, la base en potencia de la causa polaca era muy exigua. Para empeorar las cosas, estas áreas jamás fueron autónomas dentro del imperio, aunque las autoridades rusas siguieran aplicando la ley polaca en litigios civiles y criminales hasta la década de 1830.
El Reino de Polonia, donde la servidumbre había sido abolida por Napoleón, se desarrollaba más rápidamente que el interior ruso, lo que complicaba aún más la situación. Surgieron industrias de textiles en Varsovia, Lodz y otras ciudades, en su mayoría por iniciativa de empresarios inmigrantes (judíos, alemanes y de otras nacionalidades), que atrajeron a los trabajadores judíos y polacos. También se modernizaron las ciudades, desplazando los viejos centros con sus nobiliarios palacios y sus empobrecidos artesanos. Varsovia se convirtió en el núcleo de la agitación. La reacción de las autoridades rusas a la nueva revuelta de 1863-1864 fue una reducción de la limitada autonomía de Polonia, política que acabó recibiendo el nombre de «rusificación». Incluso se cambió el nombre oficial de Reino de Polonia por el de «Provincias del Vístula», y en adelante el sistema escolar tendría que enseñar ruso. El gobierno de Rusia dictó reformas sobre la tenencia de tierras más favorables para el campesinado, al que veía como posible contrapeso del poder de los nobles. La respuesta polaca a la derrota fue una generación que huía de la política y se fijaba objetivos menores, la construcción de una sociedad civil a través de la educación, aunque fuera en ruso, y sacar partido a su floreciente economía. La ironía era que buena parte de la prosperidad polaca era fruto del gigantesco mercado que representaba el Imperio ruso, donde las mercancías polacas, no competitivas en Europa occidental, encontraban una clientela favorable. En la década de 1890, con el renacer de la política polaca, nuevos grupos pasaron a la clandestinidad: los nacional-demócratas, un grupo nacionalista de clase media y los diversos partidos socialistas, todos los cuales desempeñarían un papel importante en 1905.
LAS PROVINCIAS BÁLTICAS
En algunos aspectos, las provincias bálticas, Estonia, Livonia y Curlandia (hoy Estonia y Letonia), se vieron más profundamente afectadas por la evolución del Estado y la sociedad en el Imperio ruso que otras áreas europeas no rusas[1]. Alejandro I había abolido la servidumbre en estas provincias en 1816-1819. Aunque la emancipación sin tierras dejó a los campesinos estonios y letones como arrendatarios o aparceros de la nobleza alemana, a menudo obligados a prestar servicios laborales, puso en marcha el proceso de modernización. El papel de las provincias bálticas como puertos de acceso al Imperio ruso convirtió a Riga en un importante centro comercial y finalmente industrial a finales del siglo XIX. A la vez, la restauración de los privilegios nobiliarios bálticos bajo Pablo I dejó en manos de la nobleza las asambleas provinciales de nobles –todos ellos alemanes– y la reinstauración de formas tradicionales de gobierno: el control real quedó en manos de la nobleza y los miembros de la alta sociedad urbana. Las asambleas de nobles eran de libre elección. Trabajaban directamente con el zar, con frecuencia dejando al margen al gobierno central del área. Se trataba de instituciones de un tipo que no existía en el resto del imperio (salvo en Finlandia) y perpetuaban el dominio de una nobleza étnicamente distinta sobre la población rural.
A causa de la pervivencia de instituciones nobiliarias autónomas y la libertad de los campesinos, los efectos de las reformas de la década de 1860 fueron diferentes en las provincias bálticas que en el resto del imperio. Gracias al sistema legal local, la prensa floreció y se vio mucho menos restringida que en otros sitios. Junto a la anterior prensa alemana, aparecieron en Letonia y Estonia periódicos y revistas ofreciendo un foro para el debate político, así como para polémicas culturales y nacionales. Siempre había habido minorías de artesanos y pequeños comerciantes letones y estonios en las ciudades, y el desarrollo económico condujo a un rápido flujo de población del campo a la ciudad. A la vez, la extensión de la educación, como en otros lugares del imperio, hizo surgir una clase instruida entre los pueblos bálticos y sociedades culturales voluntarias transmitían ideas nacionalistas a estonios y letones. Para estas nacionalidades emergentes, el enemigo eran los alemanes, no el zar ruso ni el pueblo ruso. De hecho, los eslavófilos rusos creían que el gobierno imperial debía azuzar a los estonios y los lituanos contra los alemanes, pero las políticas conservadoras favorables a la nobleza de San Petersburgo, así como los excelentes contactos en la corte de los nobles bálticos, impidieron la plena implantación de semejante táctica por parte de las autoridades rusas.
Todos estos cambios condujeron a un conflicto entre San Petersburgo y la nobleza báltica, pero las asambleas locales de los nobles siguieron existiendo y funcionando. En el campo, la nobleza alemana seguía dominando por completo. En su mayoría, la elite aristocrática permaneció leal al imperio y seguían prestando servicio en el ejército o la administración rusos. La existencia de esta nueva Alemania unida a partir de 1870 representó un atractivo para algunos, pero en general la confianza en la nobleza fue una política exitosa en las provincias bálticas. La situación varió en 1900, cuando los cambios sociales y los movimientos nacionalistas situaron a las mayorías estonias y letonas en el centro del escenario de la sociedad y la política. Y no se trataba de nobles.
FINLANDIA
Como las provincias del Báltico, Finlandia mantuvo instituciones autónomas hasta el fin del imperio, pero estas instituciones y el pueblo finlandés eran muy distintos a los de las provincias bálticas. Finlandia, en palabras de Alejandro I, había sido «elevada al rango de nación» por su anexión por Rusia en 1809. Ya no era tan solo una extensión al este de Suecia con un idioma exótico hablado por campesinos, sino que era un país por derecho propio bajo el zar ruso. Alejandro también permitió a Finlandia la conservación de sus leyes y la religión luterana de sus tiempos suecos, un gobierno propio en Helsinki y un legislativo que usaba como modelo la vieja Dieta sueca. Al contrario que en las provincias bálticas, los campesinos finlandeses nunca habían sido siervos, sino arrendatarios o propietarios, y la Dieta finlandesa continuó con la práctica sueca de incluir a representantes de los campesinos.
Al principio, los zares rusos pudieron confiar en Finlandia sobre la base ...

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