Ópera y drama
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Ópera y drama

Richard Wagner, Ángel Fernando Mayo Antoñanzas

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Ópera y drama

Richard Wagner, Ángel Fernando Mayo Antoñanzas

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Tras los acontecimientos revolucionarios que tuvieron lugar en Dresde en la primavera de 1849, Wagner se vio forzado a exiliarse en Zurich. En esta ciudad suiza, entre los meses de octubre de 1850 y enero de 1851, llevó a cabo la redacción de la que está considerada como la obra clave de su pensamiento teórico-musical: Ópera y drama.A lo largo de las tres partes en que se articula, el genial alemán lleva a cabo una sopesada exposición de las ideas que, a su juicio, debían sostener cualquier creación operística que realmente se considerase tal: la unión íntima de texto y melodía; el problema de las arias como elementos de distorsión de la unidad del discurso musical; la importancia de los motivos musicales a la hora de dotar de coherencia y sentido pleno a la obra... Testimonio de la importancia que concedía Wagner a este texto, en el que no escatima ataques a la producción contemporánea, encarnada especialmente en la figura de Meyerbeer, son las palabras con las que, tras concluirlo, se lo presentó a Theodor Uhlig: "Aquí tienes mi testamento, ahora puedo morir".Obra fundamental para entender en su justa medida el significado y la transcendencia del drama musical de Richard Wagner en la historia de la cultura universal, la presente edición recupera la excepcional traducción anotada que realizó en el año 1995 el eximio wagneriano Ángel Mayo, hito indiscutible e insuperado de los estudios sobre el compositor alemán en lengua castellana.

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Información

Año
2013
ISBN
9788446037989
Edición
1
Categoría
Opera Music
Tercera parte
La Poesía y la Música en el drama del porvenir
I
El poeta ha buscado hasta aquí poner de acuerdo hacia dos lados el órgano del entendimiento, el lenguaje verbal absoluto, con la expresión del sentimiento, en la que este órgano debía ayudar al poeta a la comunicación al sentimiento: por la medida del verso… del lado de la rítmica; por la rima consonante… del lado de la melódica.
En la medida del verso, los poetas de la Edad Media se atuvieron aún con resolución a la melodía, tanto en lo que concernía al número de sílabas como sobre todo a la acentuación. Después de que la dependencia del verso de una melodía estereotipada, con la que sólo le unía un lazo puramente exterior, hubo degenerado en la pedantería más servil –como en las escuelas de los maestros cantores[1]–, en tiempos más recientes fue realizada a partir de la prosa una medida del verso absolutamente independiente de cualquier melodía real, a causa de que se tomó como modelo la estructura del verso de los latinos y griegos, así como la tenemos ahora ante los ojos en la Literatura. Los intentos de imitación y apropiación de este modelo se relacionaron por de pronto con lo más afín y se ampliaron de manera tan paulatina, que después pudimos llegar a percibir plenamente el error en que esto se basaba sólo cuando tuvimos que alcanzar, de un lado, el conocimiento cada vez más íntimo de la rítmica antigua y, del otro, por nuestros intentos de imitarla, la inteligencia de la imposibilidad y la esterilidad de esta imitación. Sabemos ahora que lo que producía la variedad infinita de la métrica griega era la acción combinada, viva e inseparable, del gesto de la danza con el lenguaje de las palabras y el de los sonidos, y todas las formas de versos resultantes de ello se producían sólo por medio de un lenguaje que, gracias a esta acción recíproca, se había formado justamente de tal manera que, desde nuestro propio lenguaje, cuya motivación causal era tan enteramente otra, casi no podemos comprenderlo en su peculiaridad rítmica.
Lo singular de la cultura griega es que dedicó a la pura manifestación física del hombre una atención tan preferente que hemos de considerar ésta como la base de todo el arte griego. La obra de arte lírica y dramática fue la espiritualización, hecha posible por el lenguaje, del movimiento de esta manifestación física, y el arte plástico monumental, en fin, su franca deificación. Los griegos se sintieron empujados al cultivo de la música sólo en tanto había de servirles de apoyo al gesto, cuyo contenido expresaba ya melódicamente el lenguaje. En el acompañamiento del movimiento de la danza por el lenguaje verbal musical, éste adquirió una medida prosódica tan firme, es decir, un peso[2] tan precisamente equilibrado, puramente físico, para lo pesado o lo liviano de las sílabas, según el cual se ordenaba la relación recíproca de éstas dentro de la duración, que frente a esta precisión puramente física (que no era arbitraria, sino derivada, también para el lenguaje, de la propiedad natural de las vocales sonoras en las sílabas raíces[3], o de la posición de estas vocales en relación a las consonantes reforzadas) el acento tónico espontáneo, por el cual llegan a ser acentuadas también sílabas a las que el peso físico no asigna acentuación alguna, tenía incluso que posponerse, una inversión en el ritmo que la melodía compensaba de nuevo, sin embargo, por medio de la elevación del acento tónico. Pero los metros de la estructura del verso griego han llegado a nosotros sin esta melodía conciliadora (como la arquitectura sin su antiguo adorno polícromo), y el cambio infinitamente variado de estos metros mismos de nuevo podemos explicárnoslo aún menos por el cambio del movimiento de la danza, porque éste ya no lo tenemos ante los ojos, como aquella melodía no la tenemos ya ante los oídos. Una medida del verso abstraída de la métrica griega bajo tales circunstancias tenía que reunir en sí, en consecuencia, todas las contradicciones concebibles. Para su imitación, ante todo se necesitaba una determinación de nuestras sílabas en largas y breves que era absolutamente contraria a la condición natural de estas sílabas. En un lenguaje que se ha descompuesto ya en una prosa absoluta, las elevaciones y las bajadas del tono sólo las impone aún el acento que ponemos en las palabras o en las sílabas con la finalidad de la inteligibilidad. Mas este acento no es en absoluto uno que sea válido de una vez para siempre como el peso de la prosodia griega era válido en todo caso, sino que cambia enteramente en la medida en que esta palabra o esta sílaba son, con la finalidad de la inteligibilidad, de una importancia mayor o menor en la frase. Nosotros podemos imitar en nuestro lenguaje un metro griego sólo si, de una parte, transformamos voluntariamente el acento en el peso prosódico o si, de otra, sacrificamos el acento a un peso prosódico imaginado. En los intentos realizados hasta aquí han sucedido ambas cosas alternativamente, así que la confusión que producían en el sentimiento tales versos que debían ser rítmicos sólo podía ser solucionada por la disposición arbitraria del entendimiento, que, para la inteligibilidad, ponía el esquema griego sobre el verso y por medio de este esquema se decía más o menos lo que aquel pintor dijera a uno que miraba un cuadro suyo, debajo del cual el pintor había escrito estas palabras: «Esto es una vaca».
Cuán incapaz es nuestro lenguaje de toda manifestación rítmicamente bien determinada en el verso, se muestra de la manera más evidente en la métrica más sencilla, con la que él se ha habituado a vestirse para mostrarse –tan modestamente como sea posible– con cualquier vestimenta rítmica. Pensamos en el llamado yambo, con el cual el lenguaje cuida de presentarse frecuentísimamente a nuestros ojos y –por desgracia también– a nuestros oídos como un monstruo de cinco patas. La fealdad de este metro, tan pronto como es presentado –como en nuestras piezas teatrales– sin interrupción, es en sí y por sí ofensiva para la sensibilidad; pero si ahora –como no es posible de otra manera–, por amor de su monótono ritmo, se violenta el acento tónico vivo de la manera más sensible, entonces la audición de estos versos se convierte en el más acabado tormento; pues el oyente, desviado por el acento truncado de la correcta y rápida comprensión de lo expresado, es obligado entonces a entregar su sensibilidad exclusivamente a la cabalgada dolorosamente fatigosa sobre el renco yambo, cuyo trote cencerreante tiene al fin que robarle el sentido y el entendimiento. Una actriz inteligente estaba tan angustiada con los yambos, cuando éstos fueron introducidos en el escenario por nuestros poetas, que para sus papeles se hizo transcribir en prosa estos versos, para por medio de su vista no ser inducida a renunciar al acento tónico natural frente a un escandir del verso perjudicial para la comprensión. Ciertamente, con este sano proceder la artista descubrió al instante que el pretendido yambo era una ilusión del poeta, la cual desaparecía en el acto cuando el verso era transcrito en prosa y esta prosa era declamada con expresión inteligible; ciertamente, halló que cada verso, cuando era pronunciado por ella según el sentimiento espontáneo y acentuado sólo con consideración de la manifestación convincentemente comprensible del sentido, contenía tan sólo una sílaba o a lo máximo dos en las que era necesario al mismo tiempo una detención preferente con acentuación intensificada; que, en relación a esta sola o a estas dos sílabas acentuadas, las restantes sílabas se comportaban sólo con un subir y bajar, con un ascender y caer simétricos, ininterrumpidos por detenciones intermedias, pero que por debajo de ellas podían salir a la luz las sílabas largas y breves prosódicas sólo de manera que fuera impreso a las sílabas raíces un acento enteramente extraño a nuestros modernos hábitos del lenguaje, perturbador, sí, absolutamente destructor de la inteligibilidad de una frase, esto es, un acento que tendría que manifestarse como una detención rítmica en beneficio del verso.
Convengo que los buenos versificadores se diferenciaban de los malos precisamente en que ponían las largas del yambo sólo en sílabas raíces, y las breves, por el contrario, en sílabas finales o iniciales: pero si las largas así determinadas son declamadas, como es inherente al propósito del yambo, con exactitud rítmica –aproximadamente con el valor de redondas a blancas[4]–, justamente se manifiesta entonces en esto una infracción de nuestros usos lingüísticos, que nos impide enteramente una expresión verdadera e inteligible, correspondiente a nuestro sentimiento. Si a nuestro sentimiento se le hiciera presente una cantidad de sílabas raíces prosódicamente aumentada, al músico tendría que haberle sido entonces del todo imposible hacer expresar aquellos versos yámbicos según el ritmo discrecional, pero sobre todo tratar también la diferente cantidad de estos versos tal como él aplica a las sílabas imaginadas en el verso como largas y breves notas igualmente largas y breves. Pero el músico estaba atado sólo al acento, y este acento de sílabas, que en el lenguaje corriente –como una cadena de momentos rítmicos del todo iguales– se comporta en relación al acento principal como una parte débil del compás reforzadora, alcanza importancia sólo en la música, porque tiene que responder aquí al peso rítmico de las partes de compás fuertes y débiles, y lograr una diferenciación significativa por medio de la subida o la bajada del sonido. Mas, por lo común el poeta se vio también forzado en el yambo a prescindir de la determinación de la sílaba raíz como la larga prosódica, y a elegir de una serie de sílabas, acentuadas igual a capricho o según un orden dispuesto al azar, ésta o aquélla a la que él concedía el honor de una larga prosódica, mientras que era obligado de inmediato a reducir una sílaba raíz a la breve prosódica por razón de un, para la inteligibilidad, necesario orden de las palabras. El secreto de este yambo ha sido revelado en nuestros teatros de verso. Actores inteligentes, a quienes les importaba el comunicarse al entendimiento del oyente, lo han dicho como simple prosa; los insensatos, que ante el ritmo del verso no eran capaces de comprender su contenido, lo han declamado como melodía sin sentido y sin sonido, tan incomprensible como no melodiosa.
Allí donde jamás fue intentada en el verso hablado una rítmica basada en las largas y breves prosódicas, como en los pueblos latinos, y donde el verso estaba determinado, en consecuencia, según el número de sílabas, la rima consonante se ha establecido como condición indispensable del verso en general.
En esta rima se caracteriza la esencia de la melodía cristiana, como cuyo residuo lingüístico ha de ser considerada. Su importancia nos la imaginamos tan pronto como nos representamos el canto llano de la Iglesia. La melodía de este canto permanece del todo indecisa rítmicamente; avanza paso a paso con la misma constante longitud de compás, para detenerse sólo al final de la respiración para cobrar nuevo aliento. La división de las partes del compás en fuertes y débiles es un modo de interpretar de una época posterior; la melodía sacra original no sabía nada de tal división: para ella, las sílabas raíces y las de enlace valían exactamente igual; para ella, el lenguaje no tenía justificación alguna, sino sólo la capacidad de disolverse en una expresión del sentimiento cuyo contenido era el temor al Señor y el anhelo de la muerte. Sólo allí donde la respiración se agotaba al final de la sección melódica, el lenguaje de las palabras tomaba parte en la melodía por medio de la rima de la sílaba final, y esta rima servía tan decididamente sólo a la última nota de la melodía, que en las llamadas desinencias femeninas era necesario rimar justamente sólo la breve sílaba mordente final, y la rima de una tal sílaba correspondía válidamente a una sílaba final masculina precedente o subsiguiente: una prueba clara de la ausencia de toda rítmica en esta melodía y en este verso.
El verso separado al fin de esta melodía por el poeta profano habría sido, sin la rima, totalmente irreconocible como verso. El número de sílabas en las que era detenido uniformemente sin distinción alguna, y según las cuales era determinado exclusivamente el verso, no podía separar los versos los unos de los otros de manera reconocible, pues la sección respiratoria del canto no se diferenciaba tan perceptiblemente como en la melodía cantada, si la rima consonante no señalaba el momento audible de esta separación, de tal manera que esta rima suplía el momento de la melodía que faltaba, el cambio de respiración en el canto. La rima consonante recibió así, puesto que se hacía parada en ella al mismo tiempo que sobre la pausa que separa el verso, una significación tan importante para el verso hablado, que todas las sílabas del verso tenían que valer sólo como un ataque preparatorio a la sílaba final, como un antecompás prolongado de la precipitación en la rima[5].
Este movimiento sobre la sílaba final respondía enteramente al carácter de las lenguas de los pueblos latinos, las cuales, después de la más diversa mezcla de componentes lingüísticos ajenos y caducos, se habían formado de tal manera que en ellas permanecía impedida al sentimiento la comprensión de las raíces primitivas. De la manera más clara reconocemos esto en la lengua francesa, en la que el acento tónico ha devenido el contrario absoluto[6] de la acentuación de las sílabas raíces, como tenía que ser natural para el sentimiento en cualquier relación aún existente con la raíz lingüística. El francés no acentúa jamás otra cosa que la sílaba final de una palabra, por mucho que la raíz esté también más adelante en las palabras compuestas o alargadas, y aunque la sílaba final sea también sólo una sílaba accesoria sin importancia. Pero en la frase comprime todas las palabras en un ataque monótono y crecientemente acelerado de la palabra conclusiva, o mejor, de la sílaba final, sobre la que se detiene con un acento fuertemente marcado, incluso cuando esta palabra conclusiva –como es habitual– no es en absoluto la más importante de la frase, pues, por entero opuesto a este acento tónico, el francés construye la frase con continuidad, de manera que comprime hacia adelante sus elementos determinantes, mientras que, por ejemplo, el alemán traslada éstos al final de la frase[7]. Esta contradicción entre el contenido de la frase y su expresión por el acento prosódico podemos explicárnosla fácilmente por la influencia del verso de rima consonante en el lenguaje corriente. Tan pronto como éste se muestra con una especial excitación en la expresión, se manifiesta espontáneamente según el carácter de aquel verso, es decir, según el residuo de la melodía arcaica, así como, por el contrario, el alemán se expresa en el mismo caso con aliteraciones, por ejemplo, Zittern y Zagen, Schimpf y Schande[8].
Mas lo más característico de la rima consonante, en consecuencia, es que sin relación íntima con la frase aparece como una ayuda primaria para la producción del verso, a cuyo uso se ve empujada la expresión del lenguaje corriente cuando quiere manifestarse con una excitación aumentada. El verso de rima consonante es, frente a la expresión del lenguaje corriente, el intento de comunicar un objeto elevado de manera que éste produzca en el sentimiento una impresión correspondiente, y en verdad de tal modo que la expresión del lenguaje se comunique de una manera distinta a la de la expresión cotidiana. Mas esta expresión cotidiana era el órgano de comunicación del entendimiento al entendimiento; por medio de una expresión elevada y diferente de aquélla quería el comunicante apartarse en cierta medida del entendimiento, es decir, volverse justamente a lo diferente del entendimiento, al sentimiento. Buscó alcanzarlo de tal modo que despertara a la conciencia de su actividad al órgano sensorial de la percepción del lenguaje, el cual recibía la comunicación del entendimiento con total e indiferente inconsciencia, mientras que el comunicante buscaba producir en este órgano un placer puramente sensorial de la expresión en sí. Ahora bien, el verso concluyente con la rima consonante es capaz de determinar a la atención al órgano sensorial del oído hasta el punto en que éste pueda sentirse atraído por la escucha del regreso de la parte rimada de la palabra: pero con el...

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