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Posada Hazte Sitio
Aproximadamente a una hora de Los Ángeles circulando tierra adentro, una cadena montañosa se alza frente a los vehículos que se dirigen hacia el norte por la carretera interestatal 210, la Foothill Freeway, e interrumpe bruscamente la sucesión de barrios residenciales. Esa zona agreste corresponde al extremo meridional de la sierra de San Bernardino, una «alta mole escarpada», en palabras del Servicio Geológico de Estados Unidos, parte de una formación que comenzó a levantarse hace once millones de años, paralela a la falla de San Andrés, y aún sigue creciendo unos pocos milímetros cada año como fruto del roce entre la placa tectónica del Pacífico y la norteamericana. Pero la altura de los picos parece aumentar mucho más deprisa cuando el coche avanza directamente hacia ellos. Es uno de esos panoramas que te obligan a erguirte en el asiento, mientras sientes que se te hincha el pecho, como si un globo de helio capaz de arrastrarte por los aires ocupara toda tu caja torácica.
Linda May se aferra al volante y contempla las montañas cada vez más próximas a través de unas gafas bifocales con montura rosa. Una diadema de plástico mantiene apartada de su cara la melena plateada que le cae por encima de los hombros. Deja la Foothill Freeway para continuar por la carretera 330, conocida también como City Creek Road. La ruta es ancha y llana durante los primeros kilómetros. Luego se transforma en una empinada cuesta serpenteante con solo un carril en cada sentido y comienza el ascenso hasta el Bosque Nacional de San Bernardino.
La abuela de sesenta y cuatro años conduce un todoterreno Grand Cherokee Laredo, adquirido en un desguace y reparado tras un choque que lo había dejado destrozado. La lucecita que indica un posible fallo del motor es quisquillosa —a menudo se enciende cuando en realidad todo está en orden— y una mirada atenta revela que la pintura blanca del capó, que estaba abollado y hubo que cambiar, es de una tonalidad algo más clara que el resto de la carrocería. Pero tras varios meses de reparaciones, el vehículo está por fin en condiciones de circular. Un mecánico le instaló un árbol de levas y alzaválvulas nuevos. Linda adecentó como pudo los faros velados restregándolos con una camiseta vieja impregnada de repelente contra insectos, un truco casero. El todoterreno arrastra por primera vez su vivienda: un pequeñísimo remolque de color amarillo pálido que ella ha bautizado The Squeeze Inn («Posada Hazte Sitio»). (Cuando una visita no lo capta a la primera, se lo aclara: «¡Hazte sitio, que cabemos de sobra!», y su sonrisa revela una trama de profundas arrugas). La caravana es una reliquia de fibra de vidrio, una Hunter Compact II de 1974 que en su momento se anunció como «un logro espectacular para los viajes de placer» que «te seguirá como un gatito por las carreteras despejadas y trepará como un tigre cuando la ruta se vuelva escarpada». Cuarenta años después, el pequeño refugio tiene la apariencia de una encantadora cápsula de supervivencia retro: un cubículo con los bordes redondeados y las paredes inclinadas, cuya geometría recuerda las cajas de poliespán de los puestos de hamburguesas que se abrían y cerraban como una almeja. Por dentro mide unos tres metros de un extremo al otro, más o menos la misma longitud interior que el carromato entoldado que transportó a la tatarabuela de Linda a través del país más de un siglo atrás. Contiene algunos toques personales: un forro acolchado de cuero sintético color crema recubre las paredes y el suelo luce un revestimiento de linóleo con un estampado en tonos mostaza y aguacate. El techo tiene la altura justa para que pueda permanecer de pie. Linda la describió así en Facebook después de comprarla en una subasta por mil cuatrocientos dólares: «Mide un metro sesenta de altura interior y yo, uno cincuenta y ocho; como hecha a la medida».
Linda May con Coco, su perrita.
Linda avanza cuesta arriba remolcando su habitáculo rumbo a Hanna Flat, un campamento en medio del pinar que se extiende al noroeste del lago Big Bear. Corre el mes de mayo y su intención es quedarse hasta finales de septiembre. Pero, a diferencia de los miles de visitantes que cada año, durante los meses cálidos, se desplazan por placer hasta el Bosque Nacional de San Bernardino —una franja boscosa más extensa que el estado de Rhode Island—, Linda se dirige allí para trabajar. Será el tercer verano que pasará en el campamento contratada como anfitriona, un empleo de temporada que incluye a partes iguales las funciones de conserje, cajera, encargada de mantenimiento, vigilante y comité de recepción. Está encantada con la perspectiva de empezar a trabajar ya y cobrar el aumento anual en concepto de antigüedad que elevará su sueldo hasta 9,35 dólares la hora, veinte centavos más que el año anterior. (En aquel momento, el salario mínimo estaba fijado en California en 9 dólares la hora). Y aunque su contrato y el del resto del personal de recepción del campamento tiene carácter «discrecional», como reza la política de empleo de la empresa consignada por escrito —lo cual significa que esta puede despedirlos «en cualquier momento sin necesidad de que medie causa justificada ni aviso previo»—, le han asegurado que puede contar con que trabajará la jornada completa de cuarenta horas semanales.
Quienes se incorporan por primera vez a las tareas de recepción del campamento llegan a veces con la expectativa de pasar unas vacaciones pagadas en el paraíso. Y es difícil echárselo en cara. El empleo se anuncia con un gran despliegue de fotos de arroyos resplandecientes y praderas salpicadas de flores silvestres. Un folleto de California Land Management, la concesionaria privada que ha contratado a Linda, presenta un grupo de mujeres de pelo canoso sonrientes a orillas de un lago bañado por el sol, cogidas del brazo cual amigas del alma en un campamento de verano. «¡Ve de camping y cobra un sueldo!», promete la seductora campaña publicitaria de American Land & Leisure, otra empresa que contrata personal anfitrión. Debajo se reproducen algunas declaraciones personales: «Nuestros empleados dicen: “¡Nunca me había divertido tanto desde que me jubilé!”. “Hemos hecho amistades para toda la vida”. “Hacía años que no estábamos tan en forma”».
Las novatas suelen protestar —y a veces se marchan— cuando descubren los aspectos menos atractivos del trabajo: encargarse de campistas ruidosos borrachos, recoger grandes pilas de cenizas y cristales rotos en los espacios reservados para hacer fuego (a veces, campistas con ganas de juerga arrojan botellas a las llamas para verlas explotar) y limpiar los escusados tres veces al día. Aunque limpiar los lavabos sea la tarea menos apreciada por la mayoría de las anfitrionas, a Linda no la amilana e incluso se precia de realizarla a conciencia. «Quiero que estén limpios, porque mis clientes los usan —afirma—. No soy germófoba; basta con ponerse unos guantes de goma y manos a la obra».
Cuando Linda llega a la sierra de San Bernardino, las vistas sobre el valle son sublimes, pero distraen la atención. Los arcenes son estrechos, apenas una franja ínfima de tierra. En algunos trechos, más allá de la cinta asfaltada que se aferra a la ladera solo se abre el vacío. Hay señales de aviso: «Riesgo de ...