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Un mundo de señales
«El orden no es un objeto». FRIEDRICH A. HAYEK, 1968
«El orden es adaptación». JAN TUMLIR, 1980
En 1970, la época de los imperios casi había terminado. Al margen de las colonias portuguesas en África y el persistente gobierno de las minorías blancas en gran parte del sur de África, el mundo de antiguos imperios en expansión había quedado segmentado en un mundo de Estados nación. La ola de descolonización transformó la afiliación de las organizaciones internacionales. El número de países de las Naciones Unidas había aumentado de los cincuenta y uno originales a ciento veintisiete, y los países africanos, asiáticos y latinoamericanos constituían una clara mayoría. En el transcurso de la década de 1960, los países en vías de desarrollo, organizados como el grupo de los 77 (G-77), pasaron de ser menos de la mitad de los miembros contratantes del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) a ser más de dos tercios.
Ni un asiento en la ONU ni una voz en el GATT suponían poder automático, pero la independencia nacional posibilitaba nuevas estrategias políticas. Envalentonados por el «poder de los productos básicos» que exhibieron los países árabes productores de petróleo en el embargo petrolero de 1973-1974, los países del sur global se unieron en lo que en 1976 el economista Mahbub ul Haq llamó un «sindicato de los países pobres». Blandiendo la soberanía estatal «como un escudo y una espada», utilizaron el foro de la Asamblea General de la ONU para aprobar en 1974 resoluciones sobre un «Nuevo Orden Económico Internacional» (NOEI) y una «Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados», y exigieron justicia redistributiva, indemnizaciones coloniales, soberanía permanente sobre los recursos naturales, estabilización de los precios de los productos básicos, un incremento de las ayudas y una mayor regulación de las corporaciones transnacionales.
Los pensadores neoliberales creían que las preferencias comerciales «eurafricanas» de la Comunidad Económica Europea (CEE) para con los países poscoloniales demostraban que el colonialismo no había terminado de manera limpia. Los delegados del G-77 también argumentaban que los imperios no habían desaparecido con la soberanía formal. «Ahora se considera a las inversiones privadas, que en modelos pasados seguían a la bandera, como precursoras de ella, y el neocolonialismo taimado ha reemplazado al colonialismo descarado», observó en 1977 Jagdish Bhagwati. En un precoz e influyente tratado, Kwame Nkrumah, presidente de Ghana, escribió que la abdicación de la administración aniquilaba la necesidad siquiera de un ejercicio vacío de responsabilidad. El neocolonialismo era «la peor forma de imperialismo —escribió—: Para quienes lo practican, supone poder sin responsabilidad, y para quienes lo padecen, explotación sin compensación». El gobierno del dominium podía ser aún más espantoso que el del imperium.
El NOEI buscaba aliviar la sensación de impotencia aprovechándose de los votos de la ONU. La Declaración de 1974 sostenía que «los vestigios de dominación extranjera y colonial, ocupación extranjera, discriminación racial, apartheid y neocolonialismo» continuaban reproduciendo la desigualdad tras la independencia. Dada la patente negativa del norte global de cumplir con sus propios principios liberales mediante la práctica real del libre comercio en sectores clave, como la agricultura, hacía falta desviarse más de los principios liberales para justificar la desigualdad consecuencia de la trayectoria dependiente. Como lo expresó un delegado indio del GATT, «la igualdad de trato no es equitativa más que entre iguales». Dado que esa igualdad no existía de manera real, los países del sur global tenían que garantizar el derecho a adaptar las normas o garantizar excepciones a ellas.
Inevitablemente, las exigencias del NOEI planteaban desafíos para el derecho internacional. Los principios existentes, como afirmó en 1973 cierto experto, restringían «la posibilidad de las medidas de descolonización económica interna que hacían falta para dotar de complemento económico a la independencia legal». En 1972, el jurista senegalés Kéba M’baye propugnó un «derecho al desarrollo», que fue adoptado en 1977 por la Comisión de Derechos Humanos y, en 1986, por la Asamblea General de la ONU. A mediados de la década de 1970, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas se puso a trabajar en artículos para dotar de peso jurídico a las exigencias del NOEI. El NOEI buscaba nuevos estándares jurídicos que permitieran desviaciones del libre comercio y facilitaran la nacionalización de propiedades extranjeras. Esas eran precisamente las infracciones del dominium que más temían los neoliberales.
La retórica del sur global se reflejaba en la práctica. Las adquisiciones de empresas estadounidenses en el extranjero alcanzaron su punto álgido con la declaración del NOEI. Entre 1967 y 1971 se expropiaron setenta y nueve empresas estadounidenses; entre 1972 y 1973, cincuenta y siete. En casi todos los casos los inversores recibieron una compensación igual a la incautación, pero la incertidumbre producida por la aparente desestabiliz...