Cartas desde el fin del mundo
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Cartas desde el fin del mundo

Por un superiviviente de Hiroshimia

Ogura, Toyofumi, Cores, Laura

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Cartas desde el fin del mundo

Por un superiviviente de Hiroshimia

Ogura, Toyofumi, Cores, Laura

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"Cuando acabé de leer este libro me sentía como si el cerebro se me hubiera chamuscado… La verdad de esta crónica, escrita con el corazón y rebosante de sentimientos reales, me sacudió el alma. Con un estilo muy sencillo, el autor va dejando constancia de sus propias experiencias. El horror me extremeció profundamente al entender que lo que él creía la explosión de un polvorín había sido una aniquilación por bomba atómica sin precedentes en el mundo entero.... Si la muerte cruel de tantas personas no ayuda a alumbrar el camino hacia una humanidad pacífica, ¿para qué servirá?"

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Información

Año
2021
ISBN
9788494289095

Carta 1

UN ESCENARIO DE NUBES Y LUZ
—Pensé que había destellado un relámpago enorme. Entonces perdí el conocimiento. Estaba delante de los almacenes Fukuya...
Fumiyo:
Eso era lo que decías entrecortadamente cuando por fin te encontré, todavía viva, el 7 de agosto por la noche. La mañana del 6 de agosto, cuando estabas delante de Fukuya, en Hatchōbori, yo me encontraba por casualidad cerca de Mukainada, caminando en dirección a Hiroshima.
Era una mañana despejada, típica de Hiroshima, húmeda y sin viento. Los rayos de sol de pleno verano inundaban el cielo, como queriéndolo desbordar. Aquel cielo profundo, de un azul intenso aunque con una ligera neblina, brillaba tanto que molestaba a la vista. No habría pasado una hora, ni treinta minutos, desde que se había levantado la alerta. Caminaba distraído por el asfalto seco y polvoriento.
Al llegar a donde empieza el puente de Shin’ozu, me detuve un momento y contemplé el brillo de las olas en alta mar. En ese mismo instante noté un destello de luz blanca azulada, como el que produce la ignición del polvo de magnesio, y un fulgor inundó el cielo a mi derecha, encima de Hiroshima. Instintivamente me tiré al suelo boca abajo.
Contuve el aliento un momento, pero en seguida levanté la cabeza para mirar a la ciudad. Al oeste, en el cielo que acababa de ver azul, de repente había aparecido una enorme masa de nubes, o más bien de humo, en forma de cumulonimbo. Destelló un anillo de luz parecido al halo de la luna cuando anuncia lluvia y el cielo se abrió como un arco iris. La masa de nubes blancas se extendía rápidamente hacia los lados al mismo tiempo que se arremolinaba, como engullida hacia el centro.
Inmediatamente después, por debajo de esa zona apareció una inmensa montaña de nubes, una enorme columna de llamas de color rojo brillante y una gran humareda, como si un volcán suspendido en el aire hubiese entrado en erupción. No sé cómo expresarlo. El indescriptible cumulonimbo hervía con furia, elevándose hacia lo alto. Subía rápidamente, y su volumen era tal que cubría casi todo el cielo. Poco después la parte superior se desparramó hacia los lados, tal como se descompone la nube de un chaparrón. Por encima de la primera masa de nubes se formó un hongo monstruoso del que descendía un pie muy ancho, parecido a un tornado. Las dos masas, una encima de otra, se convirtieron en una gigantesca columna de nubes que llegaba hasta el suelo. Se movía sin cesar y los colores cambiaban vertiginosamente; aquí y allá brillaban pequeños destellos.
Lo primero que pensé es que se parecía a una manifestación del monte Sumeru de la antigua cosmología india, que se alzaba a 84.000 yojanas del suelo.[4] Evoqué en mi memoria los dibujos de ese monte que había visto alguna vez, pero no se trataba de lo mismo. Me imaginé la columna de nubes que vio Moisés en el Antiguo Testamento, pero tampoco coincidía. Las ideas y fantasías sencillas de los tiempos antiguos no servían para explicar esa nueva y repentina manifestación de la mitología del siglo XX: un escenario de nubes y luz que se desplegaba por todo el cielo.
Durante un tiempo me quedé atónito, embelesado. Pero en seguida me despertó la conciencia de «guerra». A toda prisa empecé a darle vueltas a cuanto sabía sobre bombardeos aéreos.
«Una baliza en pleno día no puede ser.»
«Ni una bomba incendiaria, ni una bomba normal.»
«En cualquier caso, no he visto ningún avión.»
«Entonces, ¿qué era esa luz? ¿Y esas nubes?»
«...........»
«¡El rayo de la muerte!»
Al topar con estas palabras, sentí una especie de descarga eléctrica desde la coronilla hasta la punta de los pies. Mi conocimiento sobre el «rayo de la muerte» se limitaba a esas cuatro palabras. Me embargó la angustia.
Miré mi reloj; justo pasaban las ocho y cuarto.
Fue entonces.
Oí un estruendo sordo pero muy fuerte, y al mismo tiempo una presión violenta me cortó de golpe la respiración. Era sin duda la onda expansiva de una bomba.
Me quedé inmóvil en el suelo. Creo que, además del estruendo y la onda expansiva, oí también el tremendo estrépito de los chasquidos, crujidos y estallidos de las casas al ser destruidas y volar por los aires puertas, ventanas y muebles. Me parece que también advertí gritos lastimeros. Pero es posible que todo esto se haya colado en mis recuerdos con posterioridad, o que sea producto de mi imaginación.
Sin embargo, con toda seguridad oí voces gritar «¿Qué es eso?», «¿Qué pasa?». Vi gente salir precipitadamente de sus casas a la calle. Me había levantado sin darme cuenta y estaba mirando a mi alrededor. En aquel momento no llegué a advertir casas destruidas ni incendios, solo veía gente que se había echado a la calle. Justo donde yo estaba, al pie del puente de Shin’ozu, una carretera conducía en línea recta hasta la ciudad de Hiroshima. Como a ambos extremos del puente las casas estaban dispersas, pude distinguir a la gente que salía al exterior, como hormigas sacudidas de la rama de un árbol.
Empecé a pensar otra vez.
«Un estruendo y una onda expansiva.»
«Una ráfaga de luz y una humareda.»
A la velocidad del rayo me vinieron a la mente fragmentos de viejos recuerdos.
«¡La explosión de un polvorín!»
Eso es. Recordé las explosiones de Hirakata, en Osaka, y de Uji, en Tokio, aunque había olvidado cuántos años habían pasado desde entonces.
«¡La explosión de un polvorín!»
«Seguro que es eso.»
«Aunque ha sido en la zona del Patio Occidental de Armas.»
«¿La explosión de un polvorín allí?»
Pero yo no sabía absolutamente nada sobre los secretos militares. Según el sentido común, también podía pensarse que, por razones ocultas, se hubiera ubicado bajo tierra, justo en el centro de la ciudad.
Volví a mirar el «escenario de nubes». Mientras lo contemplaba, empecé a reflexionar desesperadamente sobre las historias que había oído de los desastres de Uji y Hirakata.
Entonces, cerca de mí, oí unas voces trastornadas.
—‌¿Qué ha sido eso?
—‌¿Dónde habrá sido?
Al darme la vuelta, vi a dos hombres de unos sesenta años y de estatura media, que debían ser campesinos de la zona.
—‌Supongo que habrá sido cerca del Patio Occidental de Armas.
—‌Así que por allí...
—‌¿Crees que ha sido una bomba?
—‌No...
Contuve mis palabras, pensando que no debía decir nada a la ligera. Como bien sabrás, en aquella época la suspicacia acerca de los «rumores infundados» en Hiroshima era extrema. Y seguramente no había más remedio. Después de la derrota, un oficial del ejército me explicó que si en aquellos días Hiroshima solo había sido atacada con dos o tres bombas aisladas, mientras que todas las principales ciudades del país ha...

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