Breve historia de los sumerios
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Breve historia de los sumerios

Ana Martos Rubio

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Breve historia de los sumerios

Ana Martos Rubio

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Descubra la primera civilización que surgió en la Tierra: los primeros ingenieros de caminos, de minas y agrícolas, los primeros arquitectos, matemáticos, médicos, farmacéuticos y astrónomos… La increíble historia de un pueblo pionero en conocimientos, pero que realizaba sacrificios humanos

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Información

Año
2019
ISBN
9788499673653
1

Antes del diluvio

En el principio, antes de que el cielo y la tierra tuvieran siquiera un nombre, existía Nammu, el agua, el océano infinito, la diosa que da vida. De su seno surgió la Montaña Cósmica, el cielo y la tierra fundidos en una amalgama, que procrearon a An, dios del cielo y a Enlil, dios del aire. Cada dios apartó para sí un elemento y de esta forma separaron el cielo de la tierra.
Así es como empieza el poema Gilgamesh, Enkidu y el Infierno y así es como empiezan muchos otros poemas sumerios y babilónicos, con independencia de su contenido:
Cuando el cielo se hubo alejado de la tierra…
Cuando la tierra se hubo separado del cielo…
Cuando se hubo fijado el nombre del hombre…
Cuando An se hubo llevado el cielo…
Cuando Enlil se hubo llevado la tierra…
Así fue como se inició la creación, dando origen a los cuatro elementos primordiales: cielo, tierra, aire y agua. Enlil y su madre, la Tierra, dieron origen al universo organizado, donde más tarde nacería el primer hombre. De estos dioses principales nacieron las restantes divinidades responsables de todo cuanto existe en el universo, cincuenta de ellos, importantes, según reza una tablilla sumeria: «Los grandes dioses, cincuenta en total…».
Pero la creación del mundo sumerio no fue tan simple ni tan placentera, sino que fue el resultado de una batalla indescriptible entre fuerzas divinas enfrentadas, que se disputaron el señorío de los cuatro elementos. Este mito bélico de la creación no aparece en los poemas sumerios, sino en un poema babilónico muy posterior, que data del II milenio a. C. y que se conoce como Enuma elish o Poema babilónico de la Creación. En este poema aparece la figura de Marduk, un dios que los babilonios adoptaron de los nómadas del desierto y al que situaron a la cabeza de su panteón. No es, en todo caso, un dios sumerio, pero debemos tener en cuenta que los asirios y los babilonios, civilizaciones que siguieron a la civilización sumeria, absorbieron su cultura, adecuándola a su tiempo y traduciendo los nombres de sus dioses y de sus héroes. Exactamente lo mismo hicieron los romanos con la cultura griega. Copiaron sus dioses, sus héroes e incluso su epopeya principal, la Eneida, es una copia casi literal de la Odisea, la cual, a su vez, recoge los mitos de la Epopeya de Gilgamesh.
El universo surgió, como en el mito sumerio, de un caos acuoso. El dios de las aguas dulces, Apsú, unió su linfa con la diosa de las aguas saladas, Tiamat, dando vida a todos los dioses. En aquel tiempo, la tierra se debatía entre remolinos de agua dulce y abismos de agua salada, hasta que Ea, el dios de la vasta inteligencia, recurrió a un sortilegio invencible con el que consiguió adormecer a Apsú, su padre, para darle muerte. Libre ya el barro de las aguas dulces, hubo de enfrentarse a las aguas del mar porque Tiamat se enfureció de tal manera por la muerte de su esposo, que el mismo Ea no fue capaz de darle muerte, sino que hubo de recurrir a la ayuda de su propio hijo Bel Marduk1, el más sabio, fuerte y poderoso de los dioses.
Marduk, nacido en ese santuario de la fatalidad que es el fondo del mar, persiguió tridente en mano a Tiamat, que se defendió arrojando conjuros y maldiciones, pero finalmente hubo de sucumbir porque así sucumbieron las aguas embravecidas para liberar a la tierra seca. Sin asomo alguno de piedad, el dios dividió en dos el cadáver de la diosa muerta, como se separan las dos partes de un pescado, para formar con la parte superior la bóveda celeste y, con la inferior, la tierra seca aislada de las aguas.

ENTRE LA TIERRA Y EL ABISMO

Los intelectuales de la Antigüedad no disponían de las cifras objetivas ni de los argumentos científicos de que disponemos hoy en día para entender y explicar las cosas. No podían, por tanto, narrar los hechos de la forma en que los narramos hoy ni explicar la cosmología como la explicamos ahora. Los pensadores sumerios del III milenio a. C. no eran, como dice Samuel Kramer, filósofos que buscaran la verdad y razonaran los hechos, sino poetas que utilizaron la imaginación para exponer los sucesos acaecidos y conseguir que los oyentes los incorporasen a su bagaje cultural, ya que así era como se explicaba en las escuelas. Y, como todos los intelectuales antiguos, los pensadores sumerios crearon sus narraciones para glorificar a sus dioses.
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En los mitos mesopotámicos, la creación del mundo se llevó a cabo como una batalla espantosa entre los elementos de la naturaleza, representados por dioses sólidos, líquidos y gaseosos. Este bajorrelieve que se conserva en el Museo Británico de Londres muestra a Marduk luchando contra Tiamat, la serpiente. Es un dios babilonio, no sumerio. Si fuera sumerio, no llevaría barba.
Los mitos, por tanto, no son fábulas ni historias inventadas, sino maneras literarias de contar la historia encarnando en personajes hechos, generaciones o episodios sucedidos hace mucho tiempo y utilizando metáforas o parábolas. De hecho, hay mitos que han evolucionado para adaptarse a las circunstancias cambiantes. El mito de Inanna que veremos más adelante, por ejemplo, cambió con el paso del tiempo para representar diferentes situaciones sociopolíticas en Mesopotamia. Otro ejemplo es el mito bíblico de Isaac, que representa la transformación de las costumbres del pueblo hebreo, el cual, como todos los pueblos semitas, sacrificaba a los dioses al hijo primogénito pero, una vez en contacto con los civilizadísimos egipcios que no admitían sacrificios humanos, modificó su costumbre y empezó a ofrendar víctimas animales. En el mito, Abraham cambia a su hijo primogénito por un carnero2.
Los mitos de la creación sumerios y babilónicos narran la historia de Mesopotamia, que se inició hace cien mil años, cuando los hombres prehistóricos se cobijaron en las numerosas grutas que ofrecen las montañas kurdas, al norte de Irak, que fue el único lugar habitable hasta que finalizó el último período glacial y empezó a secarse la parte baja para formar una llanura. Los utensilios de piedra hallados en las cuevas de Barda Balka dan testimonio de su presencia. No fueron, sin embargo, los primeros en llegar. Grupos neandertales vivieron en las cuevas de Shanidar, en los montes Zagros del Kurdistán. Sometidos algunos esqueletos a la prueba del carbono 14, han sido datados entre treinta y cinco y sesenta mil años de edad.
Desde que los primeros pobladores llegaron a las montañas kurdas hasta que se formó la llanura que se extiende entre el Éufrates y el Tigris, verdadero asentamiento de aquel semillero de civilizaciones que fue Mesopotamia, pasaron miles de años y se produjeron los cataclismos que los pensadores sumerios trataron de explicar a la posteridad con su lenguaje metafórico y poético.
El final de la última glaciación, que se produjo hace entre doce y diez mil años, empezó a secar las tierras bajas de Mesopotamia hasta entonces cubiertas de agua, agua que los sumerios llamaron Nammu, que en su lengua significa el ‘mar primitivo’. El agua es, en todas las culturas, el origen de la vida. Por eso Nammu era la diosa creadora. Del agua surgió la Montaña Cósmica que tenía la tierra por base y el cielo por cima. Enlil, cuyo nombre significa ‘aire, viento, soplo, espíritu’ (el pneuma de los griegos, el espíritu de Jehová flotando sobre las aguas), se llevó la tierra consigo y la apartó del cielo. El aire quedó, pues, separando el cielo de la tierra.
Pero los elementos no se separaron y diferenciaron con tanta facilidad ni la tierra seca surgió sin esfuerzo del agua que inundaba Mesopotamia durante el período glacial. El mito babilónico de la creación refleja precisamente la transición del pantano a la tierra seca.
Para desembocar en el golfo Pérsico, el Éufrates y el Tigris tuvieron que abrirse paso por entre inmensas ciénagas y lo hicieron con todo el vigor de sus aguas que no viajaban vacías, sino arrastrando tierras y materiales acumulados desde lugares más altos. Pero aquel correr de aguas y tierras no duró eternamente, sino que llegó un tiempo en que, finalizado el período glacial, las enormes ciénagas se llegaron a secar, convirtiendo el terreno pantanoso en una llanura y formando una serie de terrazas aluviales de fertilidad extrema.
Esto no sucedió por casualidad, sino porque otros dos ríos, el Karu y el Wadi al-Batin, que desembocan también en el golfo Pérsico, prácticamente uno frente al otro, arrastraron grandes cantidades de limo con el que se formó una barrera que impidió que los otros aluviones, los que traían consigo el Éufrates y el Tigris, llegaran al mar, por lo que quedaron en la albufera, donde, con el paso del tiempo, se fueron depositando y elevaron el nivel de la tierra hasta convertir las aguas profundas en pantano y, después, en tierra seca.
La primera zona que se secó fue, precisamente, la que tropezaba con la barrera formada por los aluviones de los otros ríos y por eso fue la primera tierra que se pobló. Al principio, surgieron una serie de islotes amenazados por las aguas, cuyos habitantes debieron vivir en pugna permanente contra los elementos. El agua dulce de los ríos se enfrentaba al mar tempestuoso y amenazaba con arrastrar gentes, viviendas y tierras hacia el abismo, hacia el fin del mundo sumerio, que eran la orilla del Mediterráneo por un lado y el fondo del golfo Pérsico por el otro lado.
La lucha entre los elementos resulta gráfica y vívida en los poemas mesopotámicos. Marduk avanza precedido por huracanes y envuelto en relámpagos que iluminan su rostro dotado de cuatro ojos y cuatro orejas, para verlo y oírlo todo, y sus labios se entreabren para dejar escapar ráfagas de fuego. Tiamat, que es el mar embravecido, le opone su ejército de serpientes monstruosas y seres horrendos por cuyas venas circula veneno en lugar de sangre.
No resulta difícil imaginar semejante epopeya para los habitantes de la primera ciudad sumeria, Eridu, nombre que se podría traducir por ‘ciudad buena’, en cuyas excavaciones se encontraron al menos dieciséis templos. El más antiguo es un santuario de adobe construido sobre una plataforma con escaleras y rampas de acceso. La estatua del dios se alojaba en una hornacina en el muro interior y el altar de las ofrendas estaba situado enfrente. La epopeya Enmerkar y el señor de Arata cuenta que fue el rey Enmerkar, de Uruk, quien mandó construir el templo de Eapzú para honrar al dios de la sabiduría, Enki.
Sin embargo, Eapzú era ‘la casa de la profundidad del agua’ y Eridu, en los textos caldeos, es la ciudad que se halla al borde del agua, ciudad erigida en una isla surgida en medio del remolino que arrastraba tierras, objetos y todo cuanto encontraba a su paso, para arrojarlo al profundo mar. Por tanto, suponemos que habría también un culto importante dedicado a Ea, como dios del abismo. Ea no era un dios sólido, sino gaseoso, un soplo que sobrevuela el abismo y lo devora como remolino activo.
No cabe duda de que la mayor preocupación de los sumerios fue el agua que rodeaba su tierra y sus ciudades. Es lógico. Los egipcios no tuvieron que domesticar las aguas del Nilo, que se desborda cada año sobre la superficie de un estrecho valle. Sin embargo, el Éufrates y el Tigris se desbordan para inundar toda la superfic...

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