Breve historia de la Revolución industrial
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Breve historia de la Revolución industrial

Luis E. Íñigo Fernández

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Breve historia de la Revolución industrial

Luis E. Íñigo Fernández

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Conozca el decisivo cambio que hizo posible el mundo tal como lo conocemos, sus inventos geniales y sus innovaciones afortunadas, del paso del taller a las fábricas; las luces y las sombras de un progreso que separó definitivamente a los países pobres de los ricos

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Información

Año
2019
ISBN
9788499674148
1

Un concepto escurridizo

¿Por qué y cómo? Tales son los dos conceptos que obsesionan la mente.
La Revolución Industrial, 1978
Claude Föhlen

EL MUNDO ANTES DE LA REVOLUCIÓN

Corre el quinto año del reinado del faraón Tutmosis, el tercero de ese nombre. Restan aún quince siglos para que un individuo extraordinario llamado Cristo holle con su pie de gigante el suelo polvoriento de Galilea. Como cada mañana, poco antes del amanecer, el campesino sale de su fresca casa de adobe encalado. La fría brisa de la noche le acaricia la cara. Pero no es, bien lo sabe él que jamás lo ha abandonado, sino una engañosa promesa que el desalmado desierto incumple día tras día. En unas horas, un asfixiante calor se habrá apoderado de aquella tierra a un tiempo venturosa y maldita, que rinde cosechas fabulosas sólo a cambio de un trabajo extenuante. A unos minutos de marcha le esperan sus campos de labor. Por entonces, en plena estación de peret, toca ya preparar los predios para depositar con largueza sobre ellos las semillas de trigo y cebada que asegurarán a los campesinos, y a sus señores, la comida y la bebida de todo el año. Tiene que esforzarse mucho para que la cosecha sea buena, y le duele pensar que la mitad de lo que obtenga será para el templo que posee sus tierras en nombre de Amón, el dios poderoso que parece haberse enseñoreado de todos los campos de Egipto. Pero le consuela saber que al regreso, cuando Ra muestre al fin un poco de piedad hacia los simples mortales y el calor del día se haga más llevadero, podrá cuidar un poco de su huerto y dar de comer a sus animales rodeado de su familia.
Sí, todo va bien ahora. Ya casi ha olvidado cuando, siendo él todavía un muchacho, el padre Nilo decidió privar por algún tiempo a la vieja Kemet de su benéfica inundación. Las malas cosechas se sucedieron. Las plagas y el hambre se extendieron sin tasa por el país de la tierra negra, y muchos campesinos fueron víctimas de las epidemias y del hambre. Su padre le explicó entonces que tal era la voluntad de los dioses y no cabía hacer nada para cambiarla. Como su padre le había dicho antes a él, y a su padre el suyo, durante incontables generaciones había sido así y durante incontables generaciones lo seguiría siendo.
Y él había aprendido muy bien la lección. No en vano, había sido su padre quien se la había enseñado.
Han pasado más de tres mil años. En el trono de Francia se sienta un hombre mansurrón y pusilánime que sin duda habría preferido ser un simple relojero. Pero ahora, igual que ha sucedido siempre, la soberanía se hereda, como la condición de noble o la de campesino y esas cosas, claro, no pueden cambiarse.
Como cada día desde que alcanzó uso de razón y sus brazos se volvieron lo bastante fuertes para trabajar, Jacques sale de su casa poco antes del amanecer. La fría brisa que le azota la cara anticipa ya los primeros hielos del invierno. Debe darse prisa, o los campos no estarán sembrados antes de las primeras heladas, como ocurrió aquel año, no recordaba muy bien cuándo, en que la mayor parte de las semillas murieron antes de germinar. Las cosechas fueron tan pobres que casi todas las familias de la aldea perdieron entonces a uno o más de sus miembros y durante muy largo tiempo el registro de entierros de la parroquia superó en mucho al de bautismos. Pero por lo que él sabía, esas desgracias sucedían de vez en cuando, con la misma previsible certeza que las golondrinas retornaban del sur tras los fríos del invierno. El hambre, la enfermedad y la muerte eran tan naturales como la vida y formaban parte de la voluntad de Dios. O al menos eso decía siempre el padre Villiers, el párroco del pueblo, cuando les hablaba desde el púlpito con su voz grave y sonora que parecía llegar del mismo cielo. Quizá lo fueran también los impuestos del rey y los derechos señoriales.
Siempre habían existido los pobres y los ricos, ¿no es cierto? Y ¿acaso podía hacerse algo para cambiarlo?
Nuestros dos protagonistas, egipcio uno, francés el otro, están separados por más de tres mil años. Y sin embargo, como resulta fácil apreciar, sus vidas se parecen mucho. Y es que el Egipto del faraón Tutmosis III y la Francia de Luis XVI no eran tan distintos en el fondo. De hecho, la vida de nueve décimas partes de la humanidad, los hombres y las mujeres que alimentaban con su trabajo al resto de la sociedad, apenas había cambiado nada desde que, unos ocho mil años antes, el género humano comenzara a producir sus propios alimentos.
Es cierto que la sociedad del siglo XVIII es mucho más compleja y diversa, en su estructura económica y política y en sus manifestaciones culturales, que las sencillas aldeas de agricultores y ganaderos que surgieron entonces en el Próximo Oriente y, un poco más tarde, en diversos lugares del planeta, desde China a Mesoamérica. Pero en lo esencial, la relación del hombre con la naturaleza nada había cambiado. El producto social de cualquier estado del mundo a finales de la Edad Moderna seguía procediendo, en un abrumador porcentaje, del sector primario, en especial de la agricultura. Era esta actividad la que daba empleo a la inmensa mayoría de la población activa, que vivía con sus extensas familias en aldeas y pueblos mal comunicados y de pequeño tamaño. Por supuesto, las actividades relacionadas con las manufacturas y el comercio habían experimentado un importante desarrollo, al menos en las sociedades más avanzadas. Pero el porcentaje de la población que dedicaba su tiempo a estos menesteres, y su peso en el producto social global, conservaba un papel secundario. La Tierra seguía siendo en 1800, como lo era siete mil años antes, un planeta de campesinos.
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El mes de marzo en Las muy ricas horas del Duque de Berry, un libro ilustrado de plegarias para cada hora canónica del día realizado a comienzos del siglo XV por los hermanos Limbourg, que se conserva en la actualidad en el Museo Condé de Chantilly, en Francia. Las tareas de los campesinos, así como el conjunto de su vida, apenas habían cambiado desde la invención de la agricultura, miles de años antes.
Y se trataba, además, de campesinos pobres. No era tan solo que la distribución social de la renta fuera injusta, sino que –y sobre todo–, cualquier crecimiento de la producción, ya fuera debido a un pequeño avance tecnológico, ya a un período dilatado de buen tiempo que facilitara una afortunada concatenación de buenas cosechas, concluía invariablemente en una crisis alimentaria que daba al traste con los avances logrados en los años anteriores. Este proceso, que se conoce con el nombre de trampa maltusiana, afectaba a todas las sociedades preindustriales. Cuando las buenas cosechas se sucedían, los controles demográficos se relajaban. Nacían más niños y, mejor alimentados, vivían más tiempo, se casaban antes y procreaban, a su vez, una mayor descendencia. La población crecía entonces, animada por una ilusoria sensación de bienestar, pero las nuevas bocas que alimentar exigían cosechas más abundantes, lo que forzaba a los campesinos a explotar en exceso la tierra, impidiendo su recuperación, o a extender los cultivos a terrenos de peor calidad, como bosques o pastizales. Al cabo de cierto tiempo, los campos se agotaban y su producción caía en picado. El hambre se extendía entonces, debilitando los cuerpos y convirtiéndolos en presa fácil de la enfermedad y la muerte. En pocos años, todo había vuelto a la situación anterior. La sociedad preindustrial parecía incapaz de escapar de la invisible condena que pesaba sobre ella.
Como consecuencia de tan desafortunada evidencia, la humanidad apenas progresó en su nivel de vida real en el transcurso de ese prolongado lapso de tiempo que separa la Revolución neolítica del final de la Edad Moderna. Su supervivencia media no aumentó en absoluto. Un humilde morador de la aldea iraquí de Jarmo, que habitó allí siete mil años antes de Cristo, podía confiar ya en vivir unos treinta y cinco años, lo mismo que Jacques, el campesino francés de finales del siglo XVIII que coprotagonizaba el comienzo de nuestra historia. Tampoco le fue mucho mejor a su dieta o a su salud. En 1790, el inglés medio consumía el equivalente a 2.322 kilocalorías diarias, y los pobres habían de conformarse tan solo con 1.508, mientras las sociedades actuales de cazadores-recolectores alcanzan, e incluso superan sin problemas, las 2.300 kilocalorías. La talla media de la población, un indicador de alguna relevancia al respecto, no sólo no había aumentado desde la Prehistoria, sino que había disminuido. Cualquier cazador del Paleolítico Superior, unos quince mil años antes del presente, era bastante más alto y robusto que su lejano descendiente de la Francia prerrevolucionaria. Y en cuanto a la renta neta disponible, aunque experimentó avances puntuales de alguna duración en épocas de bonanza económica, su crecimiento en el transcurso de los siglos fue prácticamente nulo. La supervivencia, y no el consumo, fue siempre y en todo momento el objetivo último del ser humano medio hasta bien entrado el siglo XIX.
No era el único rasgo que compartían las sociedades preindustriales. Eran también todas ellas, sin excepción alguna, sociedades tradicionales en el pleno sentido de la palabra, pues eran las tradiciones, antes que las leyes, las que regían la vida cotidiana de los humildes, que nada sabían ni podían saber de textos escritos. Generación tras generación, la sabiduría se transmitía de padres a hijos, y la autoridad –cosa bien distinta del poder– permanecía vinculada con fuerza a la edad, en un contexto en el que a la juventud, aunque se envidiara su vigor y lozanía, se le reservaba un papel subordinado en las grandes decisiones, incluso aquellas que afectaban a lo más íntimo de su propia vida como el matrimonio. No es insólito, pues, que fuera la fe, antes que la razón, la rectora principal de los actos. Así había sido siempre y así debía seguir siendo. Ni cabe extrañarse tampoco de que, al menos en general, los humildes se sintieran bastante satisfechos con su condición, aunque no lo estuvieran casi nunca con su situación, pues consideraban que el orden de las cosas era natural y querido por la divinidad o divinidades, a las que atribuían el único y verdadero poder de decisión.
Por supuesto se objetará que a lo largo de un período tan dilatado se habían producido mejoras evidentes en otros campos, como la calidad de las viviendas, el ajuar doméstico, el vestido o incluso el ocio y las distracciones. Sin embargo, tales progresos fueron también relativos o, en el mejor de los casos, alcanzaron tan solo a una pequeña parte de las gentes, al igual que las grandes realizaciones culturales y artísticas, que en nada mejoraban la vida de los humildes, casi todos ellos analfabetos e incapaces de apreciarlas.
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Antoine Watteau, Partida de la isla de Citerea, 1717. Museo del Louvr...

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