Breve historia de la Filosofía Occidental
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Breve historia de la Filosofía Occidental

Vicente Caballero de la Torre

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Breve historia de la Filosofía Occidental

Vicente Caballero de la Torre

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La historia del pensamiento occidental y su influencia en la metafísica, la ciencia, la estética, la ética y la política. Desde Platón y Aristóteles, Descartes, Kant, Marx, Nietzsche o Schopenhauer, hasta el siglo XX con la posmodernidad, el pragmatismo y filosofía analítica. Una revisión actualizada de las propuestas filosóficas esenciales.Breve Historia de la Filosofía occidental ofrece un recorrido amplio por el mundo del pensamiento occidental, haciendo hincapié en los distintos sistemas filosóficos que se conocen por su gran influencia en otras ramas del saber. Ofrece una nueva revisión de un tema que puede ser conocido para el lector, relacionando a los filósofos con su época y la impregnación que esta hace del contexto cultural que la conforma, poniendo énfasis en los momentos de crisis.La obra nos irá llevando desde los primeros intentos por hallar la estructura de la realidad material indagando en los elementos naturales hasta la constatación, por parte de Platón y Aristóteles, atravesando san Agustín, Hume, Schopenhauer; hasta el siglo xx con todas sus contradiccionesA través de nuestro libro, podrá conocer cómo se ha ido desenvolviendo con mucha dificultad el pensamiento crítico y toda la asimilación que del mismo ha hecho Occidente hasta la fecha en la que nos encontramos.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499679488
Categoría
Storia

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Pensarlo todo por primera vez

La historia de la filosofía occidental arranca en Grecia allá por el siglo VI antes de Cristo. Discutir sobre qué motivó el pensamiento filosófico puede ser una pérdida de tiempo si lo que nos interesa es conocer la semblanza o el retrato psíquico, por decirlo así, de los primeros pensadores. Su mundo está ya tan alejado del nuestro en tantos aspectos…, la virginidad con la que su mirada se dirigía hacia todo hacía de la imagen que recogía algo tan prístino que, para las inteligencias ya moldeadas del mundo moderno, es muy complejo sospechar sus intuiciones. Ahora bien, los filósofos presocráticos o pensadores iniciales (como también se los conoce) no albergaban un saber casi místico ni eran unos iluminados. Estos pensadores fueron unos pioneros en una forma de pensar que, partiendo de la vida práctica (uso de ciertas técnicas, discusión de problemas prácticos, etc.), era capaz de desengancharse de las necesidades a las que responde tal pensamiento para intentar, por primera vez, que este se dirigiera a las cosas mismas y no a las cosas en tanto que útiles o prácticas. Pongamos el caso del pensamiento del herrero que, en la fragua, ha de forjar algún útil a partir del hierro. El pensamiento del filósofo que por vez primera procura componer una explicación de cómo a partir del fuego pudo originarse todo el universo no dista tanto del pensamiento del herrero que controla todos los pasos de la producción manejando las técnicas precisas. La diferencia radica en que el pensamiento del pensador se mueve, partiendo de la observación de lo que hace el herrero, en el plano de lo universal y lo desinteresado, es decir, de algo que concierne a todo el cosmos y cuya única finalidad es satisfacer la curiosidad (sin tener una aplicación práctica inmediata).
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Jonia, actual Turquía, en la costa de Asia Menor, es la cuna de la filosofía occidental. Las colonias griegas establecidas allí vieron aparecer la moneda, la filosofía y la geometría casi al mismo tiempo.
Otro lugar de discusión entre historiadores de la filosofía y también entre filósofos profesionales es cómo clasificar a estos primeros pensadores. Obviamente, lo más fácil es seguir un criterio cronológico para exponerlos. Sin embargo, en muchos casos solo se sabe de ellos alguna fecha significativa en relación con sus trayectorias, pero se desconoce la edad exacta que tenían en la misma. Por otro lado, no aparece un hilo conductor definido que permita considerar que la exposición en orden cronológico de sus pensamientos nos vaya a llevar en una dirección clara. Otros criterios consisten en aplicar conceptos filosóficos posteriores a estos pensadores y decir que unos eran, por ejemplo, materialistas (físicos en sentido literal) y otros, en cambio, espiritualistas. Por simplificar un poco y a la vez dar un enfoque que nos parece más adecuado a lo que fue el despertar de la conciencia filosófica en la Grecia anterior a Sócrates y la ilustración griega, los dividiremos en los siguientes apartados:
  • Pensar la materia
  • Pensar el número
  • Pensar el devenir
  • Pensar el ser

PENSAR LA MATERIA

La despersonalización de los elementos naturales llevada a cabo por los primeros pensadores fue el gran logro de estos, a pesar de los muchos errores cometidos. En Asia Menor, al otro lado del mar que baña las costas de Grecia, unos colonos griegos de la ciudad-Estado de Mileto, se aventuraron a desmitificar los elementos materiales y a pensarlos como algo que obedece a una serie de leyes o procesos naturales y no a la voluntad de los dioses. El primero de ellos fue Tales de Mileto, allá por el siglo VI a. C. Para Tales, el principal problema era comprender cómo podían reducirse todos los aspectos aparentes de la materia a un solo elemento subyacente. Otro misterio es, como es obvio, el de la aparición de la vida a partir de lo inerte. Encontrar el principio arquitectónico —que como piedra angular sostiene y fundamenta toda la demás materia— conlleva un esfuerzo de abstracción que Tales no realizó pero que sí llevó a cabo su discípulo Anaximandro. Tales postuló el agua en un sentido muy general (no solo como agua líquida que corre o se estanca, como estamos acostumbrados a tratar con ella) como principio fundamental del resto de elementos (aire, fuego y tierra). Para quien se queda en las apariencias de las cosas esto puede parecer una necedad: ¿cómo va el agua a estar en la base del fuego? Pero no lo es tanto si recuerda unas nociones de química elemental y se da cuenta de que —esto Tales no lo podía saber, pero quizá lo sospechaba— uno de los elementos del agua (el oxígeno) es necesario para la combustión.
Sea como fuere, Tales podía aducir a su favor que todo lo que está vivo contiene algún grado de humedad y, por ende, de agua, pero no podía explicar el ciclo de las transformaciones. Que el fuego no era un privilegio de los dioses que el titán Prometeo robó estaba claro para estos pensadores iniciales pero lo que ya no estaba tan claro es el hecho de que todos los elementos pudieran reducirse a uno solo que funcionase como su principio. Por eso el discípulo de Tales, al que se supone unos quince o veinte años más joven que él, tuvo una idea absolutamente brillante: el principio fundamental de la realidad no es ninguno de los cuatro elementos sino algo que, si bien es perfectamente real y material (lo más real, de hecho), solo puede captarse mediante el pensamiento. Anaximandro lo llamó άπειρον. Se pronuncia /ápeiron/ y significa ‘lo que carece de límites’. No es lo infinito. Lo infinito —tanto en un sentido espacial como temporal— no es un concepto propio de la Antigüedad grecorromana. Decir de algo que no tiene límites (como los límites que sí tiene una figura geométrica tridimensional, incluida la esfera), lo que equivale a decir que puede adoptar cualquier forma o figura o, mejor dicho, cualquier configuración: tierra, agua, fuego o aire. La posterior mezcla de estos cuatro elementos es la realidad tal como se deja percibir. Hoy sabemos algo que estos primeros pensadores no sabían: que el grado de estabilidad de los enlaces electrónicos está directamente relacionado con los estados de la materia. Algo semejante, pero más pedestre como explicación que lo que hoy nos dicen la física y la química, se le ocurriría casi dos siglos después de Anaximandro a Demócrito (lo veremos posteriormente). El problema de Anaximandro es que concebía la materia como un continuo y no como un cúmulo de realidades discretas, es decir, fragmentadas o divididas en paquetes de materia. Y con esa concepción era difícil comprender el cambio de estado de la materia y, por lo tanto, la forma en la que esta se nos presenta a la percepción por nuestros sentidos. No debe extrañarnos, pues, que algunos filósofos presocráticos posteriores (Parménides y Zenón de Elea) hayan incluso negado que los sentidos nos muestren el ser de las cosas tal como es, valga la redundancia. El discípulo de Anaximandro, Anaxímenes, acabará dando una solución dialéctica (como sostiene Gustavo Bueno): si dice la tesis que el primer principio es material, limitado y perceptible (el agua) y la antítesis que es material, ilimitado y no perceptible (el ápeiron), la síntesis dialéctica que propone Anaxímenes es que tal principio es material, ilimitado y perceptible solo bajo ciertas manifestaciones: el aire. Este aire no es solo el aire que se hace notar mediante el viento o cuando corremos y lo sentimos chocar contra nuestro rostro, sino que es el aliento vital que anima y da vida. Por esto último algunos historiadores de la filosofía han considerado que quizá Anaxímenes estaba abriendo una puerta a cierto espiritualismo con esta solución.
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Estatua de Prometeo en el Rockefeller Plaza (Nueva York). Fotografía de Andy C. bajo licencia Creative Commons BY-SA 3.0.
Como se adelantó unas líneas más arriba, quienes fueron capaces de entender que la materia se reducía a un principio discreto, siempre el mismo cualitativamente pero cuantitativamente ilimitado (se desconoce el número de unidades del mismo), fueron Leucipo y Demócrito. Leucipo fue también oriundo de Mileto (como Tales, Anaximandro y Anaxímenes) donde nació en el siglo v a. C. Hasta el hallazgo de ciertos datos (papiros de Herculano) algunas autoridades han tenido predicamento cuando sostenían que Leucipo nunca existió. Sin embargo, parece que Leucipo fue quien formuló los principios del atomismo: hay vacío, las partes materiales (a-tomos: ‘sin partes’) se mueven en ese vacío (si no hubiera vacío no habría movimiento) y, por lo tanto, lo que sucede responde a una razón mecánica (causa-efecto). Imaginemos un puñado de canicas (átomos de lo gaseoso y lo líquido) mezclado con otro puñado de elementos hechos de la misma materia pero con formas ganchudas que encajan entre sí (átomos de los sólido). Esto fue más o menos lo que imaginó Demócrito. Cuanto más ajustado y firme sea el enganche entre los átomos más estable será su realidad y su apariencia ante nuestros sentidos será más patente: sólida, duradera en su estado visible, etc. Cuanto menos, menos estable es esa realidad (como la corriente de un río) y su apariencia no acaba de cristalizar o de definirse. Los átomos son extensos y resistentes, indivisibles por su propia naturaleza, inalterables e incorruptibles y solo son diferentes entre ellos por su tamaño o magnitud, por su figura (más o menos lisa, más o menos ganchuda) y por su afinidad (los átomos esféricos y lisos se unen y permanecen en su unión entre ellos con más facilidad que si se unen con átomos ganchudos): lo semejante tiende a unirse a lo semejante. Además de presentar una figura y un tamaño y de ser resistentes, indivisibles, inalterables e incorruptibles (todo ello son propiedades intrínsecas), los átomos son susceptibles de movimiento y posición. Esto estaría en la base de ciertas sensaciones como el frío y el calor.
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Ilustración de Demócrito en la obra de Thomas Stanley, (1655), The history of philosophy: containing the lives, opinions, actions and discourses of the philosophers of every sect. Illustrated with effigies of divers of them (Historia de la filosofía: Con vida vidas, opiniones, actos y discurso de los filósofos de cada escuela, ilustrada con efigies de varios de ellos).
El atomismo tiene consecuencias devastadoras para la religión politeísta griega. Si la materia es la misma y todo sucede por necesidad, ¿cómo pueden los dioses romper el curso de esa necesidad? ¿Son los dioses impotentes? Y, si es así, ¿por qué seguir temiéndolos? El atomismo suponía un ataque a la moralidad griega —y a la forma de educar a los infantes (basada en los relatos míticos)— porque dejaba en suspenso y sin razón el temor a los dioses. Sin embargo, no era en absoluto un peligro para la vida ética. Al contrario. Pensemos que los dioses griegos carecían de ética y su código moral se basaba —como el de los capos y mafiosos de nuestra época— en el reconocimiento de su superioridad. Si este era negado se consideraba como un acto de intolerable deslealtad y el humano caía, supuestamente, en desgracia:
Encolerizándose le dijo Zeus al amontonador de nubes (a Prometeo): «T...

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