Spinoza
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Spinoza

Baruch Spinoza, Humberto Giannini Iñiguez, María Isabel Flisfisch Fernández

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Baruch Spinoza, Humberto Giannini Iñiguez, María Isabel Flisfisch Fernández

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El pensador que mejor supo unir racionalidad y alegría ética - Tratado teológico político - Tratado político.Sostuvo que el sabio es alegre por definición y se opone siempre a la tristeza, y que sin alegría el pensamiento es menos productivo y creador. Tan lejos del optimismo ingenuo como del pesimismo moral e ideológico, su objetivo fue comprender en vez de juzgar. Serenidad, cautela y honestidad fueron los valores que sustentaron la vida y la obra de Spinoza, con una coherencia poco frecuente en el mundo intelectual.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424930301
TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO
CON VARIAS DISERTACIONES EN QUE SE DEMUESTRA QUE LA LIBERTAD DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO NO SÓLO ES COMPATIBLE CON LA PIEDAD Y LA PAZ DEL ESTADO, SINO QUE ES IMPOSIBLE DESTRUIRLA SIN DESTRUIR AL MISMO TIEMPO ESA PAZ Y ESA PIEDAD
Traducción de
EMILIO REUS Y BAHAMONDE
PREFACIO
1.Si los hombres fuesen capaces de dirigir siempre su conducta por un deseo moderado y la fortuna se les apareciese siempre favorable, su alma estaría libre de toda superstición. Pero como a menudo se ven en tan miserable estado que no pueden tomar ninguna resolución racional; como flotan casi siempre entre la esperanza y el miedo, por bienes inciertos que no saben desear con medida, su espíritu se abre a la credulidad más extrema; vacila en la incertidumbre; el menor impulso le mueve en mil diversos sentidos, y las agitaciones del temor y de la esperanza se añaden a su inconsistencia. Observadle si no en circunstancias cambiadas; lo encontraréis confiado en el porvenir, lleno de jactancia y de orgullo.
2.Son hechos estos que nadie desconoce, aunque la mayor parte de los hombres, a mi entender, viven en la ignorancia de sí mismos. Nadie que haya tratado los hombres habrá dejado de notar que, cuando viven en la prosperidad, los más de ellos se engríen, por ignorantes que sean, con unas pretensiones tales de sabiduría, que tomarían como injuria un consejo. Cuando el día de la adversidad los sorprende, no saben por qué partido decidirse, y se les ve mendigar de cualquiera un consejo, que siguen ciegamente, por frívolo y por absurdo que sea. Bien pronto, sin embargo, y según la pasajera impresión de las apariencias, se les ve aguardar un porvenir más lisonjero o recelar desventuras mayores.
3.Que les ocurra, en efecto, mientras son presa del recelo, algo que recuerde males o bienes ya pasados, y sobre ello augurarán si ha de serles el porvenir propicio o funesto; y engañados cien veces por los sucesos no dejarán de creer en los buenos como en los malos presagios. Son testigos de cualquier hecho extraordinario, que los llena de admiración y a sus ojos es un prodigio que anuncia la ira de los dioses, del ser supremo. Y no templar su cólera por plegarias y por sacrificios parece una impiedad a esos hombres que la superstición conduce y que no conocen qué es y qué significa la religión. Quieren hacer a la naturaleza entera cómplice de su delirio, y fecundos en ridículas ficciones, la interpretan de mil modos maravillosos.
4.Se ve en esto que los hombres más ligados a todo género de supersticiones son los que desean sin medida bienes inciertos. Cuando un peligro los amenaza, no pudiendo socorrerse ellos mismos, imploran el socorro divino con lágrimas y plegarias; llaman ciega a la razón, que no puede en efecto indicar un camino seguro hacia los humanos objetos de sus apetitos, y cosa inútil a la sabiduría humana y en cambio los delirios de la imaginación, los sueños, las puerilidades de todo género son a sus ojos la respuesta que da Dios a sus súplicas. Dios aborrece a los sabios. No es en nuestras almas donde ha grabado sus decretos, sino en las fibras de los animales. Los idiotas, los locos, las aves, he aquí los seres que anima con su aliento y que nos revelan el porvenir.
Tal es el exceso de delirio en que el temor arroja a los hombres.
5.La causa verdadera de la superstición que la conserva y que la mantiene es, pues, el miedo. Si no bastan las pruebas que ya he dado y se quieren ejemplos particulares, citaré a Alejandro, que no fue supersticioso ni llamó a su lado a los adivinos hasta que concibió temores sobre su fortuna en las mismas puertas de Sussa.1 Una vez vencido Darío, cesó otra vez de consultarlos hasta el momento en que la defección de los bactrianos, los escitas que le acosaban y su herida que le sujetaba en el lecho vinieron a arrojar de nuevo del temor en su alma: «Rursus ad superstitionem, humanarum mentium ludibria, revolutus, Aristandrum, cui credulitatem suam addixerat, explorare eventum rerum sacrificiis jubet».2
6.Podría citar otra infinidad de ejemplos que prueban del modo más claro que la superstición no entra en el corazón de los hombres sino con el miedo, y que todos estos objetos de falsa adoración no son sino fantasmas, hijos de un alma tímida que la tristeza arroja al delirio. Y en fin, que los adivinos sólo han gozado de crédito en las grandes calamidades de los imperios, y sólo entonces se han hecho temibles a los reyes. Mas siendo estos ejemplos perfectamente conocidos, no es necesario insistir sobre ellos.
7.De la explicación que acabo de dar de la causa de la superstición resulta que todos los hombres están sujetos a ella naturalmente (por más que digan los que sólo aciertan a ver en la superstición una señal de la idea confusa que todos los hombres tienen de la divinidad). Resulta también que debe ser por extremo variable e inconstante como todos los caprichos del alma humana y todos sus movimientos impetuosos, y en fin, que sólo la esperanza, el odio, la cólera y el fraude pueden hacerla subsistir; pues que no procede de la razón, sino de las pasiones más fuertes.
8.Así, tan fácil como es a los hombres dejarse llevar por todo género de supersticiones, tanto les es difícil persistir en una sola; añadid que el vulgo, siempre igualmente ignorante, no puede nunca permanecer en reposo, que corre hacia las cosas nuevas que todavía no le han engañado, y veréis cómo esta inconstancia ha producido un sinnúmero de tumultos y de guerras. Porque, como hemos hecho ya notar, según la observación profunda de Quinto Curcio,3 «no hay medio más eficaz que la superstición para dirigir las muchedumbres». Y he aquí lo que lleva tan comúnmente al pueblo a adorar a sus reyes como a dioses o a detestarlos como azote del género humano.
9.Con intenciones de evitar este mal se ha tenido gran cuidado de rodear la religión verdadera o falsa de un gran aparato o de un culto pomposo para darle una gravedad constante, que imprima a todos un profundo respeto; cosa, que dicho sea de pasada, se ha conseguido perfectamente en Turquía, donde la discusión es un sacrilegio y el espíritu de todos está ocupado por tantos prejuicios, que ni tiene lugar la razón, ni hay espacio para la duda.
10.Pero si el gran secreto del régimen monárquico y su interés principal consisten en engañar a los hombres y en disfrazar con el hermoso nombre de religión el miedo con que los esclavizan, de tal modo que creen combatir por su salvación cuando combaten por su servidumbre, y que el acto más glorioso sea dar su sangre y su vida para servir al orgullo de un hombre, ¿cómo concebir nada semejante en un estado libre, ni empresa más desdichada que la de esparcir en él tales ideas puesto que nada es más contrario a la libertad general que limitar por prejuicios, o de otro modo, el vuelo de la razón de cada uno?
11.En cuanto a las sediciones que se promueven bajo pretexto de religión, no derivan sino de una causa; y es, que se quiere regularla por leyes el mundo de la especulación, y que, desde luego, muchas opiniones son consideradas como crímenes y castigadas como atentados. Pero no es a la salus populi a quien se inmolan las víctimas; es al odio, a la crueldad de los perseguidores. Si el derecho del estado se limitase a reprimir los actos dejando impunidad a las palabras, sería imposible dar a estos conflictos el pretexto del interés del mismo estado, y las controversias no se convertirían en sediciones.
12.Habiendo alcanzado la rara felicidad de vivir en una república en que cada uno dispone de libertad perfecta para pensar y adorar a Dios como le plazca, y donde nada hay más querido a todos, ni más dulce, que la libertad, he creído hacer una buena obra, y de alguna utilidad, tal vez, enseñando que la libertad de pensar, no tan sólo puede conciliarse con la paz y salvación del estado, sino que no puede destruirse sin destruir al mismo tiempo esa paz del estado y la piedad misma.
13.He aquí lo principal que yo he deseado establecer en este tratado. Para esto he juzgado necesario desvanecer antes diversos prejuicios, que se han formado sobre la religión, restos los unos de nuestra antigua esclavitud, fundados los otros sobre el derecho de los poderes soberanos. Vemos, en efecto, a ciertos hombres entregarse con extrema licencia a toda clase de manejos para apropiarse la mayor parte de ese derecho, y bajo el manto de la religión extraviar al pueblo, que no está bien curado todavía de la antigua superstición pagana, de la obediencia a los poderes legítimos, a fin de sumirlo de nuevo en la esclavitud. Qué orden he de seguir en la exposición de estas ideas, es lo que diré a su tiempo en pocas palabras; pero antes quiero explicar los motivos que me han determinado a escribirlas.
14.Me ha sorprendido a menudo ver a hombres que profesan la religión cristiana, religión de paz, de amor, de continencia, de buena fe, combatirse los unos a los otros con tal violencia y perseguirse con tan terribles odios, que más parecía que su religión se distinguía por este carácter que por los que antes señalaba. Las cosas han llegado a tal punto, que no se puede ya distinguir un cristiano de un turco, de un judío o de un pagano, sino por la forma exterior del traje, por la iglesia que frecuenta, o sabiendo qué sentimientos le dominan, y sobre los libros de qué maestro jura. En cuanto a la práctica de la vida, no veo entre ellos ninguna diferencia.
15.Indagando la causa de este mal, he encontrado que proviene, sobre todo, de que se colocan las funciones del sacerdocio, las dignidades y los deberes de la iglesia en la categoría de las ventajas materiales, y en que el pueblo imagina que toda la religión consiste en los honores que tributa a sus ministros. Así han comenzado los abusos en la iglesia, y se ha visto a los hombres más despreciables animados de un prodigioso deseo de entrar en el sacerdocio; el celo por la propagación de la fe convertirse en ambición y sórdida avaricia; degenerar el templo en teatro, donde se escuchan, no ya doctores eclesiásticos, sino oradores, de los cuales ninguno se cuida de instruir al pueblo, sino solamente de hacerse admirar, de cautivarle, apartándose de la doctrina corriente, y de enseñarle novedades y cosas extraordinarias que le llenen de admiración. De aquí las disputas, las envidias y los odios implacables que el tiempo no borra.
16.No es de extrañar, después de esto, que no quede en la antigua religión sino el culto exterior (que, en verdad, es menos un homenaje a Dios que una adulación), y que la fe se halle reducida a prejuicios y credulidades. ¡Y qué prejuicios! Prejuicios que cambian a los hombres de seres racionales en brutos, quitándoles el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, el libre uso de su juicio, y que parecen haber sido forjados a propósito para ahogar y extinguir la antorcha de la razón humana.
17.La piedad, la religión, se han convertido en un conjunto de absurdos, ri...

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