El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.
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El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.

Enrico Fubini, M. Josep Cuenca Ordinyana

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El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.

Enrico Fubini, M. Josep Cuenca Ordinyana

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Si en el Romanticismo la música estableció un franco diálogo con las demás artes y con la cultura en general, en el marco de la reflexión filosófica, en el siglo XX músicos, filósofos, críticos, literatos y artistas siguieron involucrados en esta tarea interdisciplinar. Se recogen en este volumen doce ensayos de Enrico Fubini que profundizan en aspectos como el simbolismo, el futurismo o la dodecafonía. El autor hace una necesaria revisión «dopo Adorno» de las relaciones entre música y filosofía. Nos presenta un análisis agudo y sistemático de material sonoro y biográfico de autores como Stravinsky, Wagner, Debussy o Schönberg en un intento de encontrar un hilo conductor que permita orientarse en la intrincada historia del siglo XX.

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IV.
¿Existe una estética de Stravinsky?
¿Existe una estética de Stravinsky? ¿Cuáles son los textos de los que deducirla? Estos problemas preliminares, pero no por ello menos molestos, surgen inevitablemente cuando nos proponemos trazar las líneas de un hipotético pensamiento estético de un músico como Stravinsky, igual como otros numerosos músicos que, más allá de obras musicales centrales en la civilización musical de su tiempo, nos han dejado también importantes escritos teóricos, autobiográficos y filosóficos y reflexiones sobre sus propias obras. A veces nos encontramos frente a escritos sistemáticos o casi sistemáticos y, a veces, frente a anotaciones carentes de rigor, aunque sean fascinantes como testimonio apto para dar luz sobre la personalidad artística, que deben considerarse como cuadros de un mosaico que el crítico puede intentar juntar pacientemente para reconstruir una línea ordenada. Hay muchos ejemplos en la historia antes de Stravinsky: de Monteverdi a Rameau, de Beethoven a Schumann, de Listz a Wagner, de Berlioz a Schönberg. Aparte del diferente grado de conciencia estética y filosófica presente en los escritos de estos músicos, unidos entre sí sólo por la exigencia común de proporcionar aclaraciones verbales a sus obras musicales, el problema quizás más relevante que surge para el crítico es establecer en qué medida la obra musical puede o debe ponerse en relación con los escritos de carácter estético y filosófico. Parece un problema con una respuesta obvia, pero en concreto en el caso de Stravinsky, el problema se plantea en toda su ambigua relevancia; no es infrecuente el caso de escritos que parecen total o parcialmente contradecir la obra, por lo que surge la duda sobre su pertinencia y la auténtica relación que éstos revelan entre filósofo y artista.
El texto base para delinear un pensamiento estético stravinskiano es, como se sabe, la Poétique musicale, que incluye las siete lecciones pronunciadas en Harvard en 1940. Las ideas que allí se expresan ya se pueden encontrar, aunque de manera embrionaria, en las Crónicas de mi vida de 1935 y serán retomadas con alguna pequeña corrección de ruta en los Coloquios con Robert Craft. Estas reflexiones se sitúan precisamente en el período neoclásico y no se puede dejar de entrever una relación incluso demasiado evidente entre la poética antiexpresiva de Stravinsky y sus más famosas obras neoclásicas. Sin embargo, esta lectura histórica de su estética, como testimonio y casi como una contraprueba de su manera artística de operar, puede parecer reduccionista y ciertamente sería rechazada por el propio Stravinsky, quien aspiraba a enunciar verdades válidas en un plano filosófico general. Los dos planos no se excluyen, sino que pueden integrarse quizás útilmente. Examinemos su pensamiento estético intentando, en un primer momento, separarlo de su actividad de músico, depurándolo, pues, de todas las aristas polémicas, de las relaciones contingentes con obras musicales propias y de otros músicos, de las expresiones destinadas a golpear a adversarios, para identificar su auténtico alcance filosófico.
Existe una versión divulgativa de la estética formalista –igual como existe una divulgación paralela de la estética de la expresión–, por la que se tiende a resumirla en la fórmula de que la música no expresa nada. El propio Stravinsky, con la perentoriedad de algunas afirmaciones, dio cuerpo a esta banalización del formalismo y de su pensamiento. Muchas veces se encuentra citado, para resumir emblemáticamente su estética, el famoso fragmento de las Crónicas de mi vida, uno de los textos, como dice A. Gólea, «tristemente célebres»:
Yo considero la música, a causa de su esencia, impotente para expresar cosa alguna: un sentimiento, una actitud, un estado sicológico, un fenómeno natural, etc. La expresión nunca ha sido una propiedad inmanente de la música. La razón de ser de ésta no está condicionada en modo alguno por aquélla. Si, como sucede casi siempre, la música parece expresar alguna cosa, se trata de una ilusión y no de realidad. Simplemente, es un elemento adicional que, por una convención tácita e inveterada, le hemos prestado, impuesto; casi una etiqueta, un protocolo, en resumen, una exterioridad y que, por costumbre e inconsciencia, hemos acabado confundiendo con su esencia.1
Si la estética de Stravinsky fuese resumible en estas frases, realmente sería bastante pobre conceptualmente y quizás no valdría la pena ocuparse de ella. Pero, en realidad, su formalismo es más complejo y hunde sus raíces sólidamente en una tradición de pensamiento estético y filosófico que se origina mucho antes del propio Hanslick y que seguirá más allá de la Poétique musicale. Por ello puede ser lícito considerar su pensamiento no sólo como la expresión o la teorización de un período creativo, sino como un pensamiento dotado de completud y autosuficiencia.
Los dos puntos centrales del pensamiento estético de Stravinsky, estrechamente conectados entre sí, tratan: 1) de la concepción poética del arte, arte como hacer, como construir, como relación con el material y como desafío a sus leyes y exigencias; 2) de la concepción de la construcción musical como organización del tiempo, como intento de establecer «un orden entre el hombre y el tiempo». El trasfondo sobre el que se articulan estas dos obras fundamentales de su pensamiento es filosóficamente bastante amplio, y parece claro que la afirmación de que la música es «por su esencia, impotente para expresar cosa alguna» es extremadamente reductiva y no va mucho más allá de la boutade escandalosa o la daga polémica antirromántica de la que podemos encontrar otros muchos ejemplos en sus páginas, si no se relaciona con el contexto conceptual general.
En cuanto al formalismo musical que desde el Romanticismo en adelante goza de una ilustre tradición, no hace falta referirse a Hanslick, punto de referencia muy conocido; es oportuno recordar aquella tradición cultural típicamente francesa en la que se ha desarrollado en el XX una estética que ha enriquecido el formalismo de Hanslick con nuevas perspectivas, relacionándose con el espiritualismo bergsoniano, el formalismo, el decadentismo y el experimentalismo lingüístico de las vanguardias de las primeras décadas del siglo. Las reflexiones sobre el problema del tiempo se muestran como las más fecundas para enriquecer el formalismo con nuevos y más amplios contenidos.
Stravinsky cita al amigo filósofo y musicólogo Pierre Suvscinsky, autor del famoso ensayo aparecido en la Revue Musicale en 1939 con el título «La notion de temps et la musique», del que extrajo explícitamente inspiración para algunas de las páginas más significativas de la Poétique musicale; pero, en lo que respecta al concepto de tiempo ontológico y su distinción del tiempo psicológico, deberíamos remitirnos a las memorables páginas de la estética hegeliana. No se puede captar el alcance de las reflexiones sobre el valor del tiempo que encontramos en Suvscinsky, en Stravinsky y, pocos años más tarde, reprofundizada, en los amplios escritos de Gisèle Brelet, de Boris de Schlözer, y también de Claude Lévi-Strauss, por citar sólo los nombres más conocidos, sin referirnos a algunas páginas de Hegel sobre las que quizás se ha reflexionado demasiado poco, fuente indudable de desarrollo para el pensamiento formalista. En la primera parte de la Estética afirma lo siguiente:
Así pues, la batuta se muestra como algo hecho puramente por el sujeto, de modo que, al escucharla, tenemos la certeza inmediata de tener en esta regulación del tiempo sólo algo subjetivo o, mejor, el fundamento de la pura igualdad con sí mismo, que el sujeto tiene en sí mismo como unidad e igualdad consigo mismo y su recurrencia en toda diversidad y en las más variadas multiplicidades. Por eso la batuta resuena en lo más profundo del alma y nos conmueve en esta peculiar subjetividad; sobre todo, abstractamente idéntica a sí misma. Por este aspecto lo que nos habla en los sonidos no es el contenido espiritual, ni el alma concreta del sentimiento; igualmente, no es el sonido como tal lo que nos conmueve en lo más íntimo, sino que es esa unidad abstracta, situada en el tiempo por el sujeto, para encontrar resonancia en la igual unidad del sujeto.2
En este fragmento ya se encuentra embrionariamente el concepto fundamental de la separación y oposición entre el tiempo como duración psicológica y el tiempo como duración ontológica. El tiempo como duración psicológica es el tiempo de nuestros sentimientos y sigue su desarrollo, oposición, cambio, su surgir y desaparecer. En su dinámica temporal, la música puede expresar el tiempo psicológico y el ontológico. Pero éste último ya no está vinculado a la mutabilidad de nuestros estados emotivos, sino a nuestra interioridad más profunda, a aquella esencia temporal en la que consiste nuestra vida espiritual. Hegel añadía en la Estética:
Si por ello la particularidad del sentimiento no puede faltar a lo melódico, sin embargo, la música, dejando fluir en sonidos pasión y fantasía, debe elevar el alma más allá del sentimiento en el que ésta se sumerge, debe liberar al alma más allá de su contenido, creando así, para ella, una región en la que pueda tener un lugar tranquilo el retorno de su ensimismamiento y el puro sentimiento de sí. Eso es lo que constituye propiamente lo cantable, el canto de una música. En tal caso, lo que se convierte en fundamental no es sólo el camino del sentimiento determinado como tal, el amor, la tristeza, la melancolía, etc., sino el interior que está por encima de ello, que se expande en su sufrimiento y en sus alegrías y goza de sí mismo. [ . . . ] La simple determinación de la expresión, aun existiendo, se elimina al mismo tiempo, por cuanto el corazón no está inmerso en nada, en lo determinado, sino en la percepción de sí mismo, y únicamente así, igual como el autointuirse de la pura luz, ésta da la más alta representación de una feliz intimidad y conciliación.3
Probablemente, Stravinsky no conocía estos fragmentos de Hegel dedicados a la música, arte del tiempo, pero los conocía Suvscinsky. La idea de la obra musical como forma inexpresiva adquiere su significado real sólo si se relaciona con el concepto paralelo de la música como forma sensible del tiempo ontológico y del tiempo de la música. La música, como ya afirmaba Hegel, está vinculada tanto al tiempo psicológico como al ontológico o, mejor dicho, la música representa o encarna la relación entre los dos y se inclina, según la personalidad del compositor, más por uno o por otro.
Tras los pasos de Suvscinsky, Stravinsky pone de manifiesto con extraordinaria lucidez este mecanismo de relación entre el tiempo y la música. Ya había intuido vagamente este problema en las Crónicas de mi vida cuando afirmaba:
El fenómeno de la música nos ha sido dado con el único fin de establecer un orden en las cosas, incluyendo sobre todo, un orden entre el hombre y el tiempo. Para ser realizado, ello exige necesaria y únicamente una construcción. Hecha la construcción, se consigue el orden, todo está dicho. Sería vano buscar o esperar otra cosa. Y es precisamente esta construcción, este orden conseguido, lo que produce en nosotros una emoción de carácter completamente especial que no tiene nada en común con nuestras sensaciones corrientes y nuestras reacciones debidas a impresiones de la vida cotidiana. No se podría precisar mejor la sensación producida por la música que identificándola con la producida en nosotros por la contemplación de formas arquitectónicas. Lo entendía bien Goethe cuando decía que la arquitectura era una música petrificada.4
Cinco años después retomó estos conceptos en la Poétique musicale precisándolos y profundizando en ellos también a la luz evidentemente de otras lecturas estéticas:
Todos saben que el tiempo transcurre de manera que varía según las disposiciones íntimas del sujeto y los acontecimientos que impresionan su conciencia. La espera, el aburrimiento, la ansiedad, el placer y el dolor, la contemplación se revelan así como categorías diferentes en medio de las cuales nuestra vida pasa y cada una de ellas determina un proceso psicológico específico, un tiempo particular. Dichas variaciones del tiempo psicológico son perceptibles sólo en relación a la sensación primaria, consciente o no, del tiempo real, del tiempo ontológico. Lo que distingue el carácter específico de la noción musical del tiempo es que tal noción nace y se desarrolla tanto fuera de las categorías del tiempo psicológico como simultáneamente a éste. Cualquier música, por cuanto se vincula al curso normal del tiempo o por cuanto se detiene en él, establece una relación particular, una especie de contrapunto entre el transcurso del tiempo, su natural duración, y los medios materiales y técnicos en virtud de los cuales ésta se manifiesta.5
Y siguiendo y parafraseando una vez más a Suvscinsky, el músico concluye lo siguiente, hablando de dos tipos de música:
Una se desenvuelve paralelamente al desarrollo del tiempo ontológico y se compenetra con él haciendo nacer en el espíritu del oyente un sentimiento de euforia y, por así decir, de calma dinámica. La otra supera o contrasta este desarrollo sin aproximarse al momento sonoro; ésta traslada los centros de atracción y de gravedad y se establece en lo inestable, lo que la hace adecuada para expresar los primeros impulsos emotivos de su autor. Toda música en la que domina la voluntad de expresión pertenece a este segundo tipo.6
Hemos considerado oportuno citar por entero estos pasajes de Stravinsky porque son por sí mismos suficientes para sacar más claramente a la luz el alcance conceptual real de su formalismo, con demasiada frecuencia vulgarizado, banalizado y resumido en la desviante formulación de la impotencia expresiva de la música. De estas pocas pero fundamentales páginas sobre el tiempo musical, se puede partir y se pueden tomar como punto central para entender el significado de muchas otras posturas, tanto en el plano filosófico y estético como en el más estrictamente musical.
El primer equívoco que hay que disipar es que el formalismo de Stravinsky lleva a una suerte de esteticismo, a una concepción de la obra musical en la que la forma pura goza de una autosuficiencia propia y proporciona una satisfacción estetizante en el plano acústico perceptivo y también intelectual. Para desmentirlo, bastarían las genéricas aunque significativas afirmaciones de la Poétique musicale en la que se sostiene que la música «proviene del hombre total», pero es más importante referirse al contexto general de su pensamiento. Volviendo al concepto de tiempo musical, se aclaran muchas oposiciones conceptuales y aparentes o reales contradicciones presentes en su estética. La perentoriedad de la afirmación de la asemanticidad de la música queda un tanto mitigada o, mejor, corregida, en la Poétique musicale cuando Stravinsky distingue dos tipos diferentes de música: «La música vinculada al tiempo ontológico está generalmente dominada por el principio de semejanza; la que se refiere al tiempo psicológico procede con frecuencia por contraste. Con estos dos principios que dominan el proceso creativo se corresponden las nociones esenciales de variedad y uniformidad».7
No hace falta decir d...

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