La máscara de Ripley
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La máscara de Ripley

Patricia Highsmith, Jordi Beltrán

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  1. 352 páginas
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La máscara de Ripley

Patricia Highsmith, Jordi Beltrán

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En esta novela, de un suspense trepidante, encontramos de nuevo a Tom Ripley –el protagonista ambiguo y fascinante de El talento de Mr. Ripley – algunos años después, con una reputación intachable y casado con una joven y hermosa heredera francesa. En su lujosa finca cerca de París, Ripley lleva una existencia apacible, cuidando el jardín, pintando, estudiando francés y escuchando música.

Un día le telefonean de Londres sus socios de la Buckmaster Gallery, marchantes de Derwatt, un misterioso pintor que se oculta en un ignorado rincón de México mientras el precio de sus cuadros sube vertiginosamente. Sin embargo, un coleccionista americano sospecha que le han vendido un cuadro de Derwatt falsificado, por lo que urge la aparición del pintor para disipar sospechas... pero por desgracia Derwatt ha muerto. Y ahí entra en acción Tom Ripley.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433936776

1

Tom se hallaba en el jardín cuando sonó el teléfono. Dejó que madame Annette, el ama de llaves, lo contestase y siguió raspando el húmedo musgo que se adhería a los lados de los peldaños de piedra. El mes, octubre, se había presentado lluvioso.
M’sieur Tome! –oyó decir a madame Annette con su voz de soprano–. ¡Londres al aparato!
–Ya voy –respondió Tom.
Tiró la paleta al suelo y subió los peldaños.
El teléfono de la planta baja estaba en la sala de estar. Tom no se sentó en el sofá de raso amarillo porque llevaba los pantalones sucios.
–Hola, Tom. Aquí Jeff Constant. ¿Recibiste...? –Se oyó un ruido.
–¿Puedes hablar más alto? La comunicación es muy mala.
–¿Está mejor así? Yo te oigo muy bien.
El teléfono siempre se oía bien en Londres.
–Un poco.
–¿Recibiste mi carta?
–No –dijo Tom.
–¡Oh! Tenemos problemas. Quería ponerte al tanto. Hay un...
Se oyó crepitar el aparato, luego un zumbido seguido de un chasquido sordo y la comunicación quedó cortada.
–¡Maldita sea! –musitó Tom.
¿Al tanto de qué?, se preguntó. ¿Es que algo iba mal en la galería? ¿Se trataba de Derwatt Ltd.? ¿Y por qué tenían que advertirle a él precisamente?
Tom apenas estaba involucrado. Ciertamente él había dado con la idea de Derwatt Ltd., y ello le proporcionaba algunos ingresos, pero... Tom miraba el teléfono, esperando que volviese a sonar de un momento a otro.
Quizá debiera llamar a Jeff, pensó.
Desechó la idea. No sabía si Jeff estaba en su estudio o en la galería. Jeff Constant era fotógrafo.
Tom se dirigió hacia la puerta vidriera que comunicaba con el jardín posterior.
Rasparé un poco más de musgo, decidió.
Tom cuidaba el jardín para pasar el rato. Le gustaba dedicar una hora diaria a esa tarea. Cortaba el césped con la segadora manual, pasaba el rastrillo, quemaba ramitas y arrancaba las malas hierbas. Era un buen ejercicio que, además, le permitía soñar despierto. Apenas llevaba unos instantes trabajando con la paleta, cuando el teléfono volvió a sonar.
Madame Annette estaba entrando en la sala de estar con un plumero para quitar el polvo. Era una mujer de escasa estatura y cuerpo robusto, de unos sesenta años y más bien alegre. No conocía ni una sola palabra de inglés y parecía incapaz de aprender incluso a decir «buenos días», lo cual convenía perfectamente a Tom.
–Yo responderé, madame –dijo Tom, tomando el aparato.
Allô! –se oyó decir a Jeff–. Escucha, Tom, me pregunto si puedes venir a Londres. A Londres, yo...
–Tú, ¿qué?
La comunicación era deficiente otra vez, aunque no tanto como la anterior.
–Decía que... Te lo he explicado en mi carta. Ahora no puedo darte detalles. Pero se trata de algo importante, Tom.
–¿Es que alguien ha metido la pata? ¿Bernard, quizá?
–En cierto modo. Un hombre está en camino desde Nueva York, probablemente llegará mañana.
–¿Quién es?
–Te lo explicaba en mi carta. Ya sabes que la exposición de Derwatt se inaugura el martes. Intentaré mantenerlo alejado hasta entonces. Ed y yo estaremos demasiado ocupados para recibir visitas.
La voz de Jeff denotaba ansiedad.
–¿Estás libre, Tom?
–Pues... sí, lo estoy.
Pero Tom no tenía el menor deseo de ir a Londres.
–Intenta ocultárselo a Heloise. Me refiero a tu viaje a Londres.
–Heloise está en Grecia.
–¡Oh, magnífico!
Por primera vez el tono de Jeff reflejaba cierto alivio.
Aquella tarde, a las cinco, llegó la carta de Jeff, por correo urgente y certificada.
104 Charles Place
N. W. 8
Apreciado Tom:
La nueva exposición de Derwatt se inaugura el martes día 15. Es la primera en dos años. Bernard tiene diecinueve telas nuevas y contamos con que nos presten otras. Ahora vamos con las malas noticias.
Se trata de un americano llamado Thomas Murchison; no es un marchante, sino un coleccionista retirado y muy rico. Hace tres años nos compró un Derwatt. Lo ha comparado con un Derwatt de una época anterior que acaba de ver en Nueva York, y ahora dice que se trata de una falsificación. Es cierto, desde luego, ya que es uno de los que pintó Bernard. Me escribió una carta a la Buckmaster Gallery diciendo que, en su opinión, el cuadro que le vendimos no es auténtico, porque la técnica y los colores corresponden a una época cinco o seis años anterior en la obra de Derwatt. Tengo un claro presentimiento de que Murchison viene con la intención de armar jaleo. ¿Qué podemos hacer al respecto? A ti siempre se te ocurren buenas ideas, Tom.
¿Puedes venir para hablar con nosotros? Todos los gastos irán a cargo de la Buckmaster Gallery. Más que nada necesitamos una inyección de confianza. No creo que Bernard haya metido la pata en ninguna de las nuevas telas. Pero se le ve muy excitado y no queremos tenerle aquí durante la inauguración, especialmente durante la inauguración.
Por favor, ¡ven enseguida si puedes!
Saludos,
Jeff
P. D. La carta de Murchison era cortés, pero supongamos que sea la clase de individuo capaz de insistir en entrevistarse con Derwatt en México para asegurarse, etc.
Esta última observación era muy acertada, pensó Tom, porque Derwatt no existía. El cuento (inventado por Tom) hecho público por la Buckmaster Gallery y por la pequeña banda de leales amigos de Derwatt era que éste se había retirado a un pueblecito de México y no recibía a nadie, carecía de teléfono y había prohibido a la galería dar cuenta de su dirección. Bien, si Murchison se trasladaba a México iba a cansarse de tanto buscar y tendría trabajo para toda una vida.
Lo que Tom veía como si ya estuviese sucediendo es que Murchison, que probablemente se traería el cuadro de Derwatt, empezaría a hablar con otros marchantes y finalmente con la prensa. Ello podría levantar sospechas y traer consigo el final del mito Derwatt. ¿Se vería metido en el asunto por el gang?, pensó Tom. (Tom empleaba siempre la palabra gang cuando pensaba en el grupo de habituales de la galería, los viejos amigos de Derwatt, a pesar de que detestaba este término siempre que lo empleaba.) Además, se temía Tom, Bernard podía citar el nombre de Tom Ripley, no con mala intención sino a causa de su insensata, casi divina, honradez.
Tom había mantenido su nombre y su reputación intachables, sorprendentemente intachables si se tenía en cuenta todo cuanto había hecho. Resultaría muy embarazoso que los periódicos franceses publicasen que Thomas Ripley, de Villepercesur-Seine, casado con Heloise Plisson, hija de Jacques Plisson, millonario y dueño de la empresa Pharmaceutiques Plisson, era el cerebro creador del lucrativo fraude llamado Derwatt Ltd., y llevaba años percibiendo un porcentaje del mismo, aunque se tratase solamente de un diez por ciento. El asunto resultaría excesivamente vil. Incluso Heloise, cuyo sentido de la moralidad era, en opinión de Tom, prácticamente inexistente, reaccionaría ante el hecho, con toda probabilidad. Su padre, por supuesto, ejercería presión sobre ella (suprimiéndole su asignación) para que se divorciase.
Derwatt Ltd. era ya una empresa de envergadura y su caída provocaría repercusiones. Con ella se derrumbaría el provechoso negocio de materiales para artistas que se vendían con la marca Derwatt y que proporcionaba también un porcentaje, en concepto de derechos de explotación, a Tom y al gang. Luego estaba la Escuela de Arte Derwatt en Perusa, destinada a acoger principalmente a viejecitas simpáticas y a jóvenes americanas de vacaciones en Europa pero, así y todo, una buena fuente de ingresos. Las ganancias de la escuela no eran, en su mayoría, producto de las enseñanzas de arte que en ella se impartían ni de la venta de los productos Derwatt, sino que procedían principalmente de su labor de intermediaria en la búsqueda de alojamiento en casas y apartamentos amueblados, siempre los más caros, para los turistas-estudiantes de bolsillos forrados de dinero que a ella acudían. La escuela percibía una parte del dinero del alquiler. Su dirección estaba a cargo de dos «locas» inglesas que no tenían conocimiento del fraude Derwatt.
Tom no acababa de decidirse sobre si debía o no ir a Londres. ¿Qué podía decir a los demás? Por otro lado, no acababa de comprender el problema. ¿Acaso un pintor no podía volver a emplear una técnica ya superada en uno de sus cuadros?
–¿M’sieur prefiere chuletas de cordero o jamón frío esta noche? –preguntó madame Annette a Tom.
–Chuletas de cordero, creo. Gracias. Por cierto, ¿cómo está su muela?
Aquella mañana madame Annette había visitado al dentista del pueblo, en quien tenía depositada una confianza inmensa, para que le examinase una muela que no la había dejado dormir en toda la noche.
–Ya no duele. ¡Es tan simpático, el doctor Grenier! Me dijo que se trataba de un absceso, pero abrió la muela y me dijo que el nervio caería solo.
Tom asintió con la cabeza y se preguntó cómo diablos el nervio podía caer por sí solo. Seguramente por la fuerza de la gravedad. Una vez le habían tenido que extraer un nervio, también de una muela superior, con gran esfuerzo.
–¿Eran buenas las noticias de Londres?
–No, es decir... Era simplemente la llamada de un amigo.
–¿Hay noticias de madame Heloise?
–Hoy no.
–¡Ah, imagínese el sol! ¡Grecia!
Madame Annette estaba frotando la superficie ya rutilante de una gran cómoda de roble colocada al lado de la chimenea.
–¡Fíjese! No hay sol en Villeperce. Ya tenemos el invierno encima.
–En efecto.
Madame Annette llevaba ya varios días diciendo lo mismo cada tarde.
Tom no esperaba ver a Heloise hasta cerca de Navidad. Aunque, por otro lado, era capaz de presentarse repentinamente, sin avisar, por haber tenido una riña, intrascendente pero irreparable, con sus amigos, o sencillamente por haber cambiado de parecer sobre los largos cruceros marítimos. Heloise era muy impulsiva.
Tom puso un disco de los Beatles para levantarse el ánimo; luego, con las manos en los bolsillos, paseó de un lado a otro por el espacioso cuarto de estar. Le gustaba la casa. Era un edificio de dos plantas, de forma más bien cuadrada y construido en piedra gris, con cuatro torreones sobre otras cuatro habitaciones circulares, situadas en las esquinas de la planta alta, que daban a la casa el aspecto de un pequeño castillo. El jardín era inmenso y la finca había costado una fortuna, incluso para un americano. El padre de Heloise la había entregado como regalo de boda hacía tres años. Antes de casarse, Tom había estado necesitado de dinero, ya que el de Greenleaf no le bastaba para disfrutar del tipo de vida que le gustaba, y ello le había inducido a aceptar una parte en el asunto Derwatt. Ahora se arrepentía de ello. Se había conformado con un diez por ciento incluso cuando este porcentaje representaba muy poco. Ni él se había percatado de que el asunto Derwatt florecería de modo semejante.
Tom pasó la velada del mismo modo que la mayoría de sus veladas, tranquilo y solo, pero sus pensamientos estaban agitados. Puso el tocadiscos estereofónico a poco volumen, mientras comía, y leyó a Servan-Schreiber en francés. Se encontró con dos palabras que desconocía. Las buscaría por la noche en el Harrap’s que tenía en la mesita de noche. Tenía una memoria muy buena para retener palabras que luego buscaba en el diccionario.
Después de cenar se puso un impermeable, aunque no llovía, y se dirigió a pie al pequeño café-bar situado a unos doscientos metros de distancia. Allí tomaba café algunas tardes, de pie en la barra. Invariablemente, Georges, el propietario, le hacía preguntas sobre Heloise, y se lamentaba de que Tom tuviese que pasar tanto tiempo solo. Aquella noche Tom dijo alegremente:
–Oh, no estoy seguro de que permanezca en ese yate un par de meses más. Se aburrirá.
Quel luxe! –murmuró Georges con expresión soñadora.
Era un individuo barrigudo y carirredondo.
Tom desconfiaba de su sempiterno buen humor. La esposa, Marie, una morena robusta y enérgica que usaba lápiz de labios de un tono rojo chillón, era una mujer decididamente dura, pero tenía una forma de reír estrepitosa y feliz que la hacía simpática. El bar era de los que frecuentan los obreros y ello le traía sin cuidado a Tom, pero no era su bar favorito. Simplemente era el que caía más cerca. Al menos Georges y Marie nunca habían mencionado a Dickie Greenleaf. En París, algunos conocidos suyos o de Heloise sí lo habían hecho, y lo mismo había sucedido con el propietario del Hotel St. Pierre, el único que había en Villeperce. El propietario le había preguntado: «¿A lo mejor es usted el míster Ripley que tenía amistad con el americano Greenleaf?» Tom había admitido que así era. Pero eso había sucedido tres años antes, y semejante pregunta, siempre y cuando se detuviese en aquel punto, no le ponía nervioso. De todos modos, prefería evitar el tema. Según los periódicos, había recibido una importante suma de dinero, unos ingresos regulares a decir de algunos, en el testamento de Dickie, lo cual era cierto. Al menos ningún periódico había hecho la menor insinuación en el sentido de que el mismo Tom había redactado el testamento, lo cual era igualmente cierto. Los franceses tenían siempre buena memoria para los detalles financieros.
Tras tomarse el café, Tom regresó a pie a casa, diciendo «Bonsoir» a uno o dos habitantes del pueblo que se encontró por el camino y resbalando de vez en cuando, por culpa de las hojas empapadas que cubrían el borde del camino. No había acera propiamente dicha. Llevaba consigo una linterna pequeña porque los faroles distaban demasiado entre sí. Vislumbró algunas familias cómodamente reunidas en la cocina, viendo la televisión y sentadas en torno a la mesa cubierta con un hule. En algunos patios se oía ladrar a los perros, sujetos con una cadena. Finalmente abrió la verja de hierro, de tres metros de altura, de su propia casa, y la grava crujió bajo sus zapatos. La luz de la habitación de madame Annette permanecía encendida. Madame Annette tenía su propio televisor. A menudo, Tom pintaba por la noche, solamente para distraerse. Sabía que como pintor era muy malo, peor que Dickie. Pero esa noche no estaba de humor. En lugar de pintar, escribió una carta a un amigo de Hamburgo, ...

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