Historia de la física
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Historia de la física

Hasta mediados del siglo XX

James Hopwood Jeans, Mateo Hernández Barroso

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Hasta mediados del siglo XX

James Hopwood Jeans, Mateo Hernández Barroso

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Este compendio parte de los primeros estudios y descubrimientos en Babilonia, Egipto, Fenicia y Grecia para llegar a los sorprendentes hallazgos de la física moderna: la teoría de la relatividad, el extraño comportamiento de la materia, la teoría cuántica y otros prodigios del progreso científico.

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Informations

Année
2016
ISBN
9786071644831

VIII
LA ERA DE LA FÍSICA MODERNA
(1887-1946)

LOS DOS siglos transcurridos desde 1687 a 1887 pueden describirse propiamente como la edad mecánica de la física. La ciencia parecía haber descubierto que vivimos en un mundo mecánico, un mundo de partículas que se mueven como la fuerza de las demás partículas las obligan a moverse, un mundo en el cual el futuro está completamente determinado por el pasado. En 1687, los Principia de Newton habían interpretado con buen éxito el universo astronómico de esta manera. Antes de 1887 había interpretado Maxwell la radiación de manera esencialmente semejante, diciendo que consistía en perturbaciones que se propagaban a través de un éter sujeto a leyes mecánicas. Finalmente, en 1887 Hertz produjo radiación de tipo maxwelliano emanada de fuentes de electricidad en el laboratorio, y demostró su semejanza con la luz ordinaria. Pareció que esto proporcionaba la clave final al edificio levantado en los dos siglos precedentes.
La mayor parte de los físicos pensó tal edificio como cuadrangular, completo e inalterable. Era difícil imaginarse a los físicos del futuro ocupados en otra cosa que no fuera poner puntos sobre las íes y el travesaño en las tes de la explicación mecánica del universo, y expresar la medida de las cantidades físicas con mayor número de cifras decimales.
Nadie habría podido imaginar cuán diferente había de ser el verdadero curso de los acontecimientos. Sin embargo, en el año de 1887, en el cual se había provisto de una clave al edificio, al mismo tiempo se percibió que empezaba a tambalearse visiblemente; fue el año del famoso experimento Michelson-Morley, el cual demostró desde el principio que había alguna falla en los cimientos. Esto fue, como podemos ver, la culminación de la edad mecánica en la física y la inauguración de una era no mecánica.
Tal cosa no significa que la ciencia siguiera durante dos siglos un camino totalmente equivocado. Por lo menos, había descubierto un sistema de leyes que describían perfecta o casi perfectamente los movimientos de los planetas y de los proyectiles, de la caída de los cuerpos y de la rotación de las esferas; había demostrado que los objetos de moderada magnitud se comportaban, en general, de modo completamente mecánico, todo lo cual constituía un sólido progreso. Pero la ciencia estaba ahora comenzando a investigar la naturaleza bajo una categoría de condiciones de mucho mayor amplitud. El estudio de lo muy grande y de lo muy pequeño pudo, de manera fácil de concebir, mostrar que aún era adecuada una descripción mecánica, incluso en regiones que permanecían muy remotas de la directa experiencia humana; en verdad, lo que mostraba era el reverso: en conjunto, el panorama tenía necesidad de radical enmienda. La historia de la física desde el año 1887 consiste en gran parte en la narración de esta enmienda o rectificación.

ESPACIO ABSOLUTO. La primera gran rectificación por hacer era borrar del panorama el espacio absoluto que había expuesto Newton como armazón de su sistema. El éter, que presentaba un fondo despejado al panorama en su conjunto, se creyó que servía a un doble propósito: proporcionaba un fondo sobre el cual podían medirse las distancias en el espacio y transmitía la radiación en forma de ondas electromagnéticas. Pero no había prueba ninguna experimental de su existencia; era puramente hipotético. Michelson y Morley idearon un experimento para ponerse en más estrecha relación con dicho éter fugaz, en particular para medir la velocidad del movimiento de la Tierra a través de él.
Se suponía que la luz se propagaba a través del éter a la velocidad uniforme de 186 300 millas (unos 300 000 kilómetros) por segundo, que es lo que se llama velocidad de la luz. Pero esta velocidad puede parecer diferente a un observador que se halle sobre la Tierra en movimiento. Si ésta se moviera a través del éter en el mismo sentido que la luz, a una velocidad de x kilómetros por segundo, resultaría, después de un segundo, que la luz habría recorrido, a través del éter, 300 000 kilómetros; mas, como la Tierra habría avanzado recorriendo x kilómetros también a través del éter, la luz se hallaría en tal momento a 300 000 − x kilómetros delante de la Tierra. De esta suerte, la aparente velocidad de propagación de la luz (verdadera velocidad respecto de la Tierra) sería nada más que de 300 000 − x kilómetros por segundo. Si la luz avanzara en sentido opuesto a la Tierra, su velocidad relativa sería de 300 000 + x kilómetros por segundo. Supongamos ahora que se envía un rayo de luz desde una fuente de luz terrestre, propagándose en la misma dirección que la Tierra hasta que choca con un espejo que la refleja y la hace regresar a su origen. A la ida viajaría a 300 000 − x kilómetros por segundo, y a la vuelta a 300 000 + x kilómetros por segundo. Una sencilla operación aritmética demuestra que la doble jornada invertiría ligeramente algo más tiempo que si la Tierra estuviera en reposo respecto del éter,1 y que, cuanto más rápidamente se moviera la Tierra, mayor sería la pérdida de tiempo. De esta manera, por la cantidad de tiempo perdido, según la observación, debe ser posible, en principio, determinar la velocidad x del movimiento de la Tierra.

EL EXPERIMENTO MICHELSON-MORLEY. Realizar el experimento en la sencilla forma que acabamos de describir, naturalmente, es por completo imposible; se necesitarían cronómetros de precisión increíble. Pero en el año de 1887 los dos profesores estadunidenses Michelson y Morley idearon una variante que parecía practicable, y que probablemente daría la información deseada. Hicieron que un haz de luz se dividiera en dos mitades, una de ellas destinada a hacer los trayectos de ida y vuelta del género que hemos descrito hace un instante, mientras que la otra, actuando como una especie de testigo, ejecutaba un doble trayecto de ida y vuelta de igual longitud, pero en ángulos rectos. Cuando las dos mitades del haz de luz volvían a su punto de origen, se las reunía y pasaban a través de un pequeño telescopio.
Si la Tierra estuviera en reposo en el éter, entonces, naturalmente, los dos haces de luz tardarían el mismo tiempo en realizar sus respectivos viajes; si comenzaron juntos, asimismo juntos regresarían al punto de origen. Mas, si la Tierra estuviera en movimiento, los tiempos invertidos en estos viajes serían ligeramente diferentes, y la diferencia podría mostrarse por interferencia (p. 290). La magnitud de la diferencia observada debía en tal caso acusar la velocidad del movimiento de la Tierra. Era tan sensible el método, que se podía observar una velocidad menor a un kilómetro por segundo.
Con tales esperanzas se proyectó y ejecutó el experimento. Mas no fue posible captar ninguna diferencia de tiempo; las cosas ocurrían exactamente igual que si la Tierra permaneciera inmóvil en el éter. Naturalmente que la Tierra podía haber estado en reposo en el momento del experimento, porque su movimiento de 30.5 kilómetros por segundo en su revolución alrededor del Sol podía neutralizarlo exactamente un movimiento del Sol de 30.5 kilómetros por segundo en sentido opuesto a través del espacio. Si así fuera, no había sino que esperar seis meses, y la Tierra estaría entonces moviéndose en el espacio a la velocidad de 61 kilómetros por segundo. Mas el mismo resultado se obtuvo precisamente cuando se repitió el experimento seis meses más tarde, y en varias ocasiones sucesivas; parecía, pues, que la Tierra estaba siempre inmóvil en el éter. Podía pensarse que la Tierra arrastrara consigo el éter si no se hubiera excluido esta posibilidad por el fenómeno de la aberración (p. 279); éste requería, de manera precisa, que la Tierra se moviera libremente a través del éter.
Durante algún tiempo pareció esta situación un completo misterio. Se aclaró cuando se propuso la solución independiente y casi simultáneamente por Lorentz de Haarlem (p. 316) y George Francis Fitzgerald (1851-1901), de Dublín. Los dos medios haces de luz habían empleado el mismo tiempo en realizar sus propagaciones de ida y vuelta, aunque sus velocidades medias habían sido diferentes, y de ello parecía inferirse que estas trayectorias tenían que ser de diferentes longitudes. La situación podía explicarse totalmente suponiendo que el movimiento de un objeto hacía que éste se contrajera en la dirección de su movimiento, pero no en dirección perpendicular, justamente lo bastante para compensar la diferencia de las velocidades de los dos semihaces de luz.2 Tal contracción jamás podía comprobarse por medición directa, puesto que la regla o metro se contraería exactamente lo mismo que el objeto que se estuviera midiendo. Pero Lorentz demostró que la teoría electromagnética de Maxwell predecía una contracción de la cuantía exacta requerida, de tal suerte que el experimento Michelson-Morley no podía haber dado otro resultado que el que dio; en realidad, no hizo sino confirmar aquella teoría.
Y, no obstante, si hubiera un éter, la Tierra tenía que moverse a través de él, y parecía inconcebible que ese movimiento borrara sus huellas tan completamente que pudiera eludir todos los recursos de la ciencia experimental. Sin embargo, lo inconcebible aconteció; se ideó un gran número de otros experimentos para descubrir el movimiento de la Tierra a través del éter, y todos dieron el mismo resultado; si hubiera un éter, las cosas se presentaban como si la Tierra estuviera permanentemente inmóvil dentro de él.

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD

En 1905 Albert Einstein imprimió un nuevo giro a toda esta discusión. Era entonces un inspector de patentes en la Oficina de Patentes de Berna. Había nacido de padres judíos en Ulm el día 14 de may...

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