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Roland Barthes

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Roland Barthes

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Sarrasine, una novela corta de Balzac que relata los enredos de un joven burgués con un castrado, le permitió a Roland Barthes llevar a cabo un proyecto largo tiempo acariciado: hacer el microanálisis de un relato en su totalidad. "El año en que comencé a escribir el libro fue tal vez el más denso y el más feliz de mi vida de trabajo", declaró. "Tuve la impresión exaltante de que comenzaba con algo verdaderamente nuevo, en el sentido exacto del término, es decir, que no había sido hecho jamás."Original experiencia de trabajo critico y de escritura, S/Z aporta una nota de inspirada renovación a la exégesis de la literatura gracias a procedimientos que el autor usa con mano maestra: la argumentación apoyada en un itinerario de citas, los comentarios que reflejan fruición lectora además de rigor analítico, y una meticulosa lectura frase por frase que logra relacionar cada unidad de sentido con la trama discursiva, cultural e ideológica de una sociedad.A diferencia de la gran mayoría de los libros del género, en éste crítica y literatura comparten un mismo espacio, pues el texto de Balzac se reproduce completo al final. Esto permite apreciar cabalmente el trabajo de Barthes: su capacidad para "maltratar" y quebrar la literatura que más admira como un modo de desnaturalizarla, de sacarla del lugar intocable de "clásico" y hacerla hablar los lenguajes más insospechados.

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Información

Anexo 1
Honoré de Balzac
(1) SARRASINE

(2) Yo estaba sumido en uno de esos ensueños profundos (3) que se apoderan de todo el mundo, aun de un hombre frívolo, en medio de las fiestas más tumultuosas. (4) Acababan de dar las doce de la noche en el reloj del Elysée-Bourbon. (5) Sentado en el hueco de una ventana (6) y oculto bajo los pliegues ondulosos de una cortina de muaré, (7) podía contemplar a mis anchas el jardín de la mansión donde pasaba la velada. (8) Los árboles, imperfectamente cubiertos de nieve, se destacaban débilmente sobre el fondo grisáceo de un cielo nublado, apenas blanqueado por la luna. Vistos en medio de esta atmósfera fantástica, semejaban vagamente espectros mal envueltos en sus mortajas, imagen gigantesca de la famosa danza de los muertos. (9) Después, volviéndome del otro lado, (10) podía admirar la danza de los vivos: (11) un salón espléndido con paredes de oro y plata, con arañas centelleantes, brillante de bujías. Allí hormigueaban, bullían y mariposeaban las mujeres más bellas de París, las más ricas, las más encopetadas, resplandecientes, vistosas, deslumbradoras con sus diamantes, con flores en la cabeza, en el pecho, en los cabellos, sembradas por los vestidos o en guirnaldas a sus pies. Leves estremecimientos, pasos voluptuosos hacían ondear los encajes, las blondas, la muselina alrededor de sus delicadas caderas. Aquí y allá, algunas miradas demasiado vivas se abrían camino, eclipsaban las luces, el fuego de los diamantes y animaban aún más a corazones demasiado ardientes. Se sorprendían también movimientos de cabeza significativos para los amantes y actitudes negativas para los maridos. Los gritos de los jugadores, a cada golpe imprevisto, el tintineo del oro, se mezclaban con la música, con el murmullo de las conversaciones; y para acabar de aturdir a esta muchedumbre embriagada por todas las seducciones que el mundo puede ofrecer, un vapor de perfumes y la general embriaguez actuaban sobre las imaginaciones enloquecidas. (12) De esta manera tenía a mi derecha la sombría y silenciosa imagen de la muerte y a mi izquierda las discretas bacanales de la vida: aquí, la naturaleza fría, lúgubre, enlutada; allá, los hombres jubilosos. (13) En la linde de estos dos cuadros tan dispares que, repetidos mil veces de distintas maneras, hacen de París la ciudad más divertida del mundo y la más filosófica, yo hacía una macedonia moral, mitad graciosa mitad fúnebre. Mientras con el pie izquierdo marcaba el compás de la música, me parecía tener el otro en un ataúd. En efecto, mi pierna estaba congelada por uno de esos vientos colados que hielan la mitad del cuerpo mientras que la otra siente el húmedo calor de los salones, accidente bastante frecuente en los bailes.
(14) —¿No hace mucho que el señor de Lanty posee esta mansión?
—Sí, bastante. Pronto hará diez años que se la vendió el mariscal de Carigliano…
—¡Ah!
—¡Esta gente debe de tener una fortuna inmensa!
—Sin duda.
—¡Y qué fiesta! Es de un lujo insolente.
—¿Usted cree que son tan ricos como el señor de Nucingan o el señor de Gondreville?
(15) —Pero ¿no sabe usted…?
Saqué la cabeza y reconocí a los dos interlocutores como pertenecientes a esa gente curiosa que en París se ocupa exclusivamente de los ¿por qué?, los ¿cómo?, ¿de dónde viene?, ¿quiénes son?, ¿qué sucede?, ¿qué ha hecho? Se pusieron a hablar bajo y se alejaron para seguir charlando más cómodamente en algún sofá solitario. Jamás se había abierto ante los buscadores de misterios una mina tan rica. (16) Nadie sabía de qué país procedía la familia Lanty, (17) ni de qué comercio, expoliación, piratería o herencia provenía una fortuna estimada en varios millones. (18) Todos los miembros de esta familia hablaban italiano, francés, español, inglés y alemán con la suficiente perfección como para suponer que habían residido largo tiempo entre esos diferentes pueblos. ¿Eran gitanos? ¿Eran filibusteros?
(19) —¡Por mí, que sea el diablo!, decían unos jóvenes políticos. Lo cierto es que reciben de maravilla.
—¡Aunque el conde de Lanty hubiese desvalijado a algún Casauba, me casaría con su hija!, exclamaba un filósofo.
(20) ¡Quién no se habría casado con Marianina, joven de dieciséis años cuya belleza hacía realidad las fabulosas concepciones de los poetas orientales! Como la hija del sultán en el cuento de la lámpara maravillosa, habría debido conservar el velo sobre la cara. Su canto hacía palidecer los talentos incompletos de las Malibrán, las Sontag y las Fodor, en las cuales una cualidad dominante ha excluido siempre la perfección del conjunto; mientras que Marianina sabía unir en igual medida la pureza del sonido, la sensibilidad, la precisión del movimiento y las entonaciones, el alma y la ciencia, la corrección y el sentimiento. Esta joven era el arquetipo de esa poesía secreta, vínculo común de todas las artes, que huye siempre de aquellos que la buscan. Dulce y modesta, instruida e ingeniosa, nadie podía eclipsar a Marianina a excepción de su madre.
(21) ¿Habéis encontrado alguna vez a una de esas mujeres cuya belleza fulminante desafía los ataques de la edad y que, a los treinta y seis años, parecen más deseables de lo que debieron de serlo quince años atrás? Su rostro es un alma apasionada, centellea; cada uno de sus rasgos brilla de inteligencia; cada uno de sus poros posee un resplandor especial, sobre todo bajo las luces. Sus ojos seductores atraen, rechazan, hablan o se callan; su andar es inocentemente sabio; su voz despliega las melodiosas riquezas de los tonos más coquetamente dulces y tiernos. Sus elogios, basados en comparaciones, halagan el amor propio más quisquilloso. Un movimiento de sus cejas, el menor juego de los ojos, un fruncimiento de sus labios infunden una especie de terror a los que hacen que dependa de ellas su vida y su felicidad. Una joven inexperta en el amor y dócil a la palabra puede dejarse seducir, pero con mujeres de esta clase un hombre tiene que saber, como el señor de Jaucourt, no gritar cuando, escondido en el fondo de un saloncito, la doncella le parte dos dedos al cerrar la puerta. ¿Amar a estas poderosas sirenas no equivale a jugarse la vida? Así era la condesa de Lanty.
(22) Filippo, hermano de Marianina, había heredado también la belleza maravillosa de la condesa. Para decirlo todo en una palabra, el joven era una imagen viviente de Antínoo, con formas más gráciles. Pero ¡cómo armonizan estas formas finas y delicadas con la juventud cuando una tez aceitunada, unas cejas vigorosas y el fuego de unos ojos aterciopelados prometen para el futuro pasiones viriles e ideas generosas! Si Filippo quedaba grabado en el corazón de todas las jóvenes como un arquetipo, perduraba de la misma manera en el recuerdo de todas las madres como el mejor partido de Francia.
(23) La belleza, la fortuna, el talento, el encanto de estos dos jóvenes provenían únicamente de su madre. (24) El conde de Lanty era bajo, feo y picado de viruelas; sombrío como un español, aburrido como un banquero. Tenía fama de político profundo, tal vez porque casi nunca reía y siempre citaba a Metternich o Wellington.
(25) Esta misteriosa familia tenía todo el atractivo de un poema de lord Byron, cuyas dificultades eran traducidas por cada persona del gran mundo de diferente manera: un canto oscuro y sublime de estrofa en estrofa. (26) La reserva que el señor y la señora de Lanty guardaban sobre su origen, sobre su existencia pasada y sobre sus relaciones con las cuatro partes del mundo no habría sido en París motivo de asombro por mucho tiempo. Acaso en ningún otro país se comprenda mejor el axioma de Vespasiano. Aquí los escudos, aunque estén manchados de sangre o barro, no delatan nada y lo representan todo. Con tal de que la alta sociedad conozca la cuantía de vuestra fortuna, estáis clasificados entre las sumas iguales a la vuestra y nadie os pide que enseñéis vuestros pergaminos, porque todo el mundo sabe cuánto cuestan. En una ciudad donde los problemas sociales se resuelven con ecuaciones algebraicas, los aventureros cuentan con excelentes oportunidades. Suponiendo que esta familia fuese de origen gitano, era tan rica, tan atractiva, que bien podía la alta sociedad perdonarle sus pequeños misterios. (27) Pero, por desgracia,...

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