Leonora Carrington
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Leonora Carrington

Una vida surrealista

Joanna Moorhead

  1. 280 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Leonora Carrington

Una vida surrealista

Joanna Moorhead

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Pintora y escritora extraordinaria, pionera del surrealismo y figura crucial del arte del último siglo, Leonora Carrington tuvo una vida siempre a contracorriente, tan surrealista como su pintura. Nació en Inglaterra en una familia acomodada, de la que se fugó con apenas veinte años, y pasó temporadas en Francia, España y Portugal antes de embarcarse, junto con gran parte de su generación artística europea, rumbo a América, donde encontró una nueva vida.Una vida que, como las de Max Ernst, Marcel Duchamp, Frida Kahlo o Peggy Guggenheim, recorre gran parte de los avatares políticos y artísticos del siglo XX.Esta es su biografía más personal, escrita por su prima Joanna Moorhead, periodista inglesa que se enteró, ya de adulta, de que la famosa Leonora Carrington era familiar suya, y la acompañó durante sus últimos años.

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Información

Editorial
Turner
Año
2017
ISBN
9788416714896

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LA CASA DE ENFRENTE

El azar objetivo, esa misteriosa cualidad de la vida tan valorada por los surrealistas, había llevado a Leonora a un país con una escena artística particularmente vibrante y estimulante; lo paradójico fue que nunca se integró en ella por completo. Sus muchos años en México los viviría dentro de su propia corriente artística; se apartó de la tendencia principal y, si ya a edad avanzada se convirtió en hija predilecta de su país de adopción, ello se debió a su talento y al azar, no a una intención. Se relacionó lo menos que pudo con los llamados expertos de galerías y museos, o con historiadores del arte. Era una artista democrática interesada en dar voz a los otros, en lugar de confundirlos o abrumarlos. “Tu opinión es tan importante como la de cualquiera –me dijo–. Tienes el mismo derecho a decir lo que sientes respecto a una pintura que cualquiera”. Los historiadores del arte dictan las leyes –le dijo a la distinguida historiadora del arte Whitney Chadwick delante de una cámara de televisión–, pero yo no sigo las leyes”. Cuando Chadwick comentó que debía de resultarle difícil cuando los historiadores del arte criticaban su obra, Leonora respondió, en un tono que era a la vez divertido y resueltamente sincero: “No es difícil, porque ignoro qué dicen”.
Ignorar lo que el mundo del arte decía de ella es algo que había hecho desde sus primeros días en México; era considerada una intrusa, y trabajar por hacerse aceptar era algo que no le interesaba. En la década de 1940 el arte mexicano estaba dominado, como en las dos décadas precedentes, por los llamados Tres Grandes:* Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Siqueiros. Sus estilos eran muy distintos, pero los unía el hecho de que los tres eran muralistas y estaban muy influidos por la reciente revolución. Los tres eran de izquierdas y les interesaba reconstruir la historia de México y examinar la situación del mexicano indígena y la influencia perjudicial de los conquistadores españoles del siglo XVI. Hoy es difícil ir a Ciudad de México y no encontrarse con alguna obra de los Tres Grandes. Son enormes y complejas, pero al mismo tiempo accesibles, con pinturas que cubren paredes enteras de edificios importantes como el Palacio Nacional, en la plaza principal, o el Zócalo, el Palacio de Bellas Artes y el Colegio de San Ildefonso, histórica institución jesuita. Estas obras, en especial las del más conocido de ellos, Diego Rivera, proporcionan un resumen sucinto y colorido de la historia de México, sus gentes y la injusticias que han sufrido a lo largo de los siglos.
La rica contribución del muralismo a mediados del siglo XX impulsó las carreras de muchos otros artistas y ayudó a hacer de México el país que es hoy, famoso por la diversidad de sus artes visuales. Entonces, sin embargo, el principal motivo de orgullo de los Tres era que operaban fuera de la “burbuja” europea; querían crear arte en la tradición mexicana y buscaban la inspiración recurriendo al arte prehistórico de su país en lugar de a las tradiciones de otro continente. Con estas premisas, no debe sorprender que no se forjaran relaciones cercanas entre los artistas exiliados, con sensibilidades formadas en Europa, y los mexicanos ya consagrados. Gunter Gerszo, el artista que recogió en un cuadro los primeros días del grupo en la calle Gabino Barreda, recordaba que los amigos se reunían cada sábado formaban “un grupo muy exclusivo; nunca salían, ni interactuaban con ningún mexicano y los sentimientos de amistad entre los miembros de su grupo eran muy intensos”.
Y sin embargo y como era inevitable, había algunos vínculos. La mujer de Diego Rivera era Frida Kahlo, otra artista que celebraba sus raíces mexicanas; nunca se había recuperado por completo de las graves heridas que sufrió en un accidente de autobús en la década de 1920, y en la de 1940 su salud era cada vez peor y a menudo pintaba con un caballete apoyado en la cama. Sus obras, que desde su muerte en 1954 la han convertido en la artista mexicana más famosa de todos los tiempos (algo que ninguno de sus contemporáneos habría predicho, puesto que vivió siempre ensombrecida por la fama de Rivera), se centran sin tapujos en ella misma y su rica biografía, que incluyó muchos amantes, grandes dosis de angustia y una relación complicada y fascinante con sus raíces y su país. Diego y ella habían tenido amistad con André Breton; de hecho, Breton había visitado a la pareja y a su famoso huésped, Leon Trotski, a finales de la década de 1930. Ahora, sin embargo, Trotski había muerto, asesinado por orden de Stalin. Kahlo, que cada vez pasaba más tiempo en casa, sin duda tuvo noticias de los recién llegados de Europa, y no le despertaron demasiadas simpatías. En el transcurso de una estancia en París en 1939 le había escrito a su entonces amante Nickolas Muray: “No tienes ni idea de lo perra que es esta gente. Me dan ganas de vomitar. Son malditos ‘intelectuales’ y tan podridos que no puedo soportarlos por más tiempo. De veras que es demasiado para mi carácter. Prefiero estar sentada en el suelo del mercado de Toluca vendiendo tortillas que tener tratos con esas perras ‘artísticas’ de París”.
Las mujeres que había conocido en París eran, en opinión de Frida, privilegiadas y pretenciosas, así que cuando algunas se instalaron en México a principios de la década de 1940 no sintió el más mínimo interés por relacionarse con ellas. Pero Leonora no era ni intelectual ni podrida, y parece que Frida hizo una excepción. Leonora visitó a Frida, para entonces obligada a guardar cama, varias veces en la Casa Azul donde Kahlo había nacido y donde murió. Recordaba también haber conversado con Diego Rivera en una fiesta; fue una conversación larga, llena de chismorreos y Rivera le resultó muy divertido, animado y vital. En general, no obstante, Leonora prefería a Frida a su marido; y admiraba su obra, por lo común muy distinta de la suya aunque parecida en un sentido: ambas artistas estaban decididas a reflejar la vida bajo el prisma de la experiencia femenina.
Para Leonora, la experiencia más intensa de este periodo de su vida fue la maternidad, que también le resultó una revelación. No había tenido expectativas al respecto, pero resultó que abrió una parte de ella que no sabía que existía. Después del nacimiento de Gabriel, en 1946, pronto se quedó embarazada de nuevo y su segundo hijo, Pablo, nació solo dieciséis meses más tarde. La maternidad, decía, “fue sin duda una gran conmoción” y “no sabía lo que era el instinto maternal hasta que tuve a mis hijos”. En tanto alguien que siempre se había guiado por sus instintos, se adaptó enseguida al hecho de ser madre; también parece que asumió sin esfuerzo ese requerimiento esencial de la maternidad, la capacidad de hacer muchas cosas a la vez. Sin duda habría estado de acuerdo con esta impresión de la escultora Barbara Hepworth, madre de cuatro hijos, tres de ellos trillizos: “A una mujer artista no le perjudica cocinar y tener hijos, tampoco cuidar a niños con sarampión (aunque sea por triplicado). De hecho esta vida tan rica la alimenta, siempre que pueda trabajar un poco todos los días, aunque sea solo media hora, de manera que las imágenes se desarrollen en la cabeza”. Este parece haber sido también el enfoque de Leonora. Tenía un talento natural para salir adelante y, siempre que su familia estuviera bien, podía concentrarse en su trabajo y, al igual que Hepworth, seguir progresando. “Pinto –escribió pocos meses después de nacido Gabriel– con el bebé en una mano y el pincel en la otra”.
La persona a la que dirigió esta frase era un amigo nuevo que se convertiría en uno de los grandes confidentes de su vida. Se habían conocido en una playa en Acapulco en 1944; más tarde él diría: “Me pareció una mujer altiva, frágil, ingeniosa pero ligeramente arrogante […] una intelectual inglesa despiadada que renegaba de la hipocresía de su país natal, de los miedos burgueses y de la falsa moral de su educación convencional e infancia protegida”. Se trataba de Edward James, de familia anglo-americana. Había crecido en Sussex y heredado dos grandes fortunas, que dedicaba en parte a coleccionar arte surrealista. Importante mecenas del belga René Magritte, James ha pasado a la historia sobre todo por ser el modelo de la obra de este Reproducción prohibida (1937), que muestra a un hombre de espaldas mirándose a un espejo invertido, de manera que en lugar de ver la cara del hombre vemos un reflejo imposible: un duplicado de su nuca. Edward había permitido a Magritte vivir en su casa de Londres sin pagar alquiler para que pudiera pintar; también había ayudado a Salvador Dalí, comprando toda su producción durante un año.
James era un personaje complejo y torturado cuya vida temprana, a pesar de su fortuna, había sido difícil. Era el hermano más pequeño y el único varón de cinco hijos. De su madre se había rumoreado que era bien la hija, bien la amante del rey Eduardo VII, visitante asiduo de West Dean, su vasta mansión con fachada de pedernal en los South Downs, cerca de Chichester. Este vínculo suponía que el joven Edward era hijo o nieto del monarca; él prefería la segunda posibilidad, y guardaba un decidido parecido físico con este rey con fama de mujeriego.
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La giganta, 1947, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP / Colección privada. Témpera sobre tabla.
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Té verde, 1942, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Óleo sobre lienzo.
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Leonora en la luz de la mañana, 1940, de Max Ernst.
Imagen por cortesía de Sotheby’s/© adagp, París, y dacs, Londres 2017. Óleo sobre lienzo.
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Retrato de Max Ernst, 1939, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Óleo sobre lienzo.
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La casa de enfrente, 1945, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Témpera sobre tabla.
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Crookhey Hall, 1947, de Leonora Carrington.
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Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Caseína sobre masonita.
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El tocado de la novia, 1940, de Max Ernst.
Fundación Peggy Guggenheim, Venecia, Italia / © adagp, París, y dacs, Londres 2017. Óleo sobre lienzo.
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Chiki, tu país, 1947, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Óleo sobre lienzo.
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La cocina aromática de la abuela Moorhead, 1975, de Leonora Carrington.
Copyright © Estate of Leonora Carrington / VEGAP. Óleo sobre lienzo.
Para 1944, Eduardo VII había muerto; su nieto legítimo, Jorge VI ocupaba el trono y la vida de Edward James era un desastre debido a un matrimonio equivocado, cuando tenía poco más de veinte años, con una bailarina llamada Tilly Losch. Lo que empezó como un enamoramiento degeneró en una relación en la que Edward, que casi con seguridad era homosexual, al parecer se hartó de tener que apoyar económicamente la carrera de Tilly, financiando producciones teatrales en las que hiciera de protagonista. Finalmente Tilly tuvo una aventura y en 1934 llegó un juicio por divorcio de lo más hostil que estuvo acompañado de pésima publicidad. Cuando todo terminó, James dejó Inglaterra y se embarcó en una serie de largos viajes, primero a Estados Unidos y a continuación a México, donde, a principios de 1940, conoció a un empleado de oficina de correos llamado Plutarco Gastélum, con quien emprendió una expedición en busca del emplazamiento idóneo para su siguiente proyecto favorito: un jardín de orquídeas. Terminaron por instalarse en un rincón pintoresco en la ladera de una montaña en el bosque tropical a las afueras de Tampico, junto a una pequeña localidad llamada Xilitla; Plutarco pasaría allí el resto de su vida, mientras que Edward estuvo yendo y viniendo también hasta su muerte. A principios de 1960 un huracán destruyó las orquídeas y Edward y Plutarco decidieron no replantar otra cosecha que sería vulnerable a las inclemencias del tiempo: por el contrario, usaron cemento para crear un jardín de esculturas surrealistas que es hoy lugar de visita obligada en las guías turísticas de México.
Tanto Leonora como Edward parecen haber sido conscientes desde el primer momento del potencial y la importancia de su amistad. James rectificó enseguida su primera impresión, escribió más tarde, al darse cuenta de que Leonora “no es en absoluto arrogante cuando la conoces. Es tímida. Eso es lo que es. Y tiene una gran humildad interior. Casi siempre anda escasa de dinero y, sin embargo, su marido y ella siempre están dispuestos a ayudar a artistas en apuros”.
Después de conocer al círculo de amistades de Leonora en una visita a México, enseguida trabó amistad con los otros, en especial con Kati Horna. Edward tenía una personalidad desbordante y extravagante, era ruidoso y dado a grandes gestos de excéntrica generosidad. El 1 de diciembre de 1947, Leonora le escribió a Pierre Matisse para comunicarle el nacimiento de Pablo: “Edward me ha mandado un telegrama y se supone que llega hoy a México. Siempre viene acompañado de muchas risas y alboroto y me encantará volver a verlo, aunque es posible que le ponga un poco de bromuro en la cerveza para tranquilizar un poco el ambiente”.
Leonora y Edward tenían mucho en común. Los dos procedían de hogares de clase alta adinerada en Inglaterra; los dos habían sentido desde muy jóvenes que no encajaban en el molde. Los dos habían terminado exiliados de sus familias y sus fortunas y en el mismo lugar, México, donde ambos tenían dificultades a la hora de hacerse comprender como británicos. Su sentido del humor, su mordacidad, su franqueza rayana en la mala educación eran todos atributos que se reconocían mutuamente, pero que desconcertaban a la mayoría de los mexicanos.
Y si James se convirtió en un aliado, y en un pedacito de Inglaterra tan lejos de casa, también fue un defensor entusiasta de la pintura de Leonora. Desde el principio de su amistad su obra lo cautivó, no solo lo que producía, sino su enfoque holístico del arte. Como mecenas siempre había percibido, decía, que había lo que él llamaba “una relación inversa” entre el lujo del estudio de un artista y los méritos de su trabajo. En ese sentido, el caótico estudio de Leonora le resultaba una delicia. Tenía “todo lo necesario para ser la auténtica matriz del arte verdadero. Extremadamente pequeño, era un cuarto mal amueblado y no muy bien iluminado. No tenía nada que le diera categoría de estudio, a excepción de unos pocos pinceles muy gastados y una serie de paneles de yeso, repartidos por un suelo lleno de perros y gatos, apoyados contra una pared encalada y desconchada. Era una mezcla de cocina, cuarto de los niños, dormitorio, perrera y tienda de baratijas. El desorden era apocalíptico: las dependencias de una desposeída”. Edward apenas podía contener su entusiasmo. “Mis esperanzas y expectativas –escribió– empezaron a crecer”.
Desde un punto de vista económico, la entrada en escena de Edward a mediados de la década de 1940 también resultó de lo más oportuna. Su interés por comprar obra de Leonora no podía haber llegado en mejor momento. Porque la vida en México primero con uno y, enseguida, con dos niños pequeños era aún más precaria económicamente. De Inglaterra no llegaba dinero; Chiki trabajaba como fotógrafo independiente, aceptando los trabajos que le surgían, y la familia necesitaba vender cuadros de Leonora para llegar a fin de mes. En noviembre de 1946, Leonora le escribió a James para decirle que Chiki y ella esperaban poder mudarse a otro apartamento. El actual lo describía así: “Ya no quedan casi cristales en las ventanas porque los entusiastas de jugar a la pelota en la calle los han roto. En el estudio casi no me puedo mover y tengo que saltar por encima de las cosas, ya que he comprado otro caballete por dos pesos (!!!) un tanto desvencijado, pero que sirve […] y el estudio está tan atestado que habría que ser acróbata para poder pintar”. En una posdata añade: “Acaba de llegar Chiki y no parece que vayamos a mudarnos al apartamento porque piden un alquiler de 450 pesos [no dice por cuántos meses]”. Pero unos días después le volvió a escribir “con miedo y esperanza y alegría” porque han alquilado el apartamento por 425 pesos. Un par de meses antes le había escrito a James contándole que había “empezado una marina de gran tamaño [probablemente Nunscape at Manzanillo] y creo que será bueno”. Pero Edward no debía, subraya, pensar en comprarlo hasta que no esté terminado y lo haya visto.
Las cartas que se escribieron Leonora y James son la correspondencia más completa, en gran medida porque él guardaba copias de las cartas que enviaba, y todas las que recibía. Leonora, en cambio, destruía su correo. El archivo en West Dean, la casa que heredó Edward de sus padres y donde fundó, hacia el final de su vida, una escuela de bellas artes, contiene once cajas de correspondencia entre los dos, la mayoría fechada en la década de 1940 y principios de la de 1950. Fueron amigos hasta la muerte de Edward, en 1984, pero es posible que desde la década de 1960 en adelante hablaran por teléfono en lugar de escribirse, y es posible también que en sus últimos años se vieran más a menudo. La correspondencia es esclarecedora, y...

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