El baile tras la tormenta
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El baile tras la tormenta

José Miguel Cejas Arroyo

  1. 304 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El baile tras la tormenta

José Miguel Cejas Arroyo

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Para reunir esta galería de relatos inolvidables, el autor ha viajado durante tres años por Estonia, Letonia y Lituania, y el sur de Noruega y Finlandia, hasta la frontera con Rusia. Algunos de sus personajes han sufrido cárcel, destierro o tortura. Otros han padecido el ostracismo social y las deportaciones a Siberia. Todos han tenido que enfrentarse a lo políticamente correcto. Son músicos, pintores, directores de cine o actores de teatro. Otros, reporteros de guerra, médicos, católicos, ortodoxos o luteranos, cantantes de rock o de rap. Les une su rebeldía y su fidelidad a las propias convicciones. Son... disidentes.Sus vidas muestran la fe de una Europa desconocida, llena de vigor y creatividad, que contrasta con la decadencia y el cansancio vital de tantos otros lugares de Occidente.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432144318

I. ENTRE LA CRUZ Y EL MARTILLO:
PAÍSES BÁLTICOS

I. LITUANIA

1. LOS GENERALES SE RIERON

VIDMANTAS STASYS VALIUSAITIS[2]
Como sabes, Lituania fue incorporada a Rusia durante el siglo XVIII, bajo el reinado de Catalina II. Durante los siglos siguientes se puso en marcha una intensa política de rusificación. Se prohibió hablar en lituano durante cuarenta años, desde 1864 hasta 1904, y se estableció oficialmente el alfabeto cirílico.
Durante el siglo XIX intentaron «cortarle la cabeza» al país: solo permitían que ejercieran su trabajo dentro de Lituania los médicos y los sacerdotes; el resto —ingenieros, profesores, científicos, artistas, etc.— se vio obligado a emigrar a Polonia, a San Petersburgo o a Moscú; a las ciudades del Cáucaso o a Norteamérica...
Ante esa situación, los padres empezaron a enseñar el lituano a sus hijos en sus casas. Si visitas el museo de Kaunas, encontrarás un cuadro en el que se ve a una campesina del XIX hilando, con un pañuelo típico en la cabeza. A su lado, hay un niño sentado en el suelo, que lee un libro titulado Escuela Lituana.
Gracias a la resistencia pasiva de gran parte de la población, fuimos una de las pocas naciones europeas en las que hubo contrabando de libros. Algunos lituanos que vivían fuera del país imprimían diccionarios y misales en nuestra lengua que luego, de mano en mano, hacían llegar hasta aquí. Y en algunas zonas se distribuían periódicos clandestinos escritos en lituano.
La Lituania moderna empezó a forjarse a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando un ingeniero que había hecho fortuna en Rusia construyendo puentes se atrevió a plantear, en 1904, un pleito contra el Estado por la prohibición de hablar y escribir en lituano. ¿En qué fundamento jurídico —preguntaba— se basa esta prohibición? Como no había ninguno, sorprendentemente, ganó el pleito; y creó un periódico en lituano —Noticias de Vilnius— para reforzar nuestra identidad como país.
Y durante las dos primeras décadas del siglo pasado, aprovechando el debilitamiento del poder zarista —que tenía muchos problemas internos y no podía ejercer la presión monolítica de épocas anteriores—, fueron apareciendo grupos de arte, pintura y música con un marcado acento patriótico.
En 1915, un año después de que comenzase la I Guerra mundial, Lituania fue ocupada por Alemania. Y cuando finalizó la contienda, un pequeño grupo político declaró la independencia, el 16 de febrero de 1918.
Fue un acto de audacia, porque en Vilnius solo había un 20 % de lituanos, frente a un 50 % de polacos y un 30 % de judíos; además, estábamos rodeados por tres grandes potencias —Rusia, Alemania y Polonia— que podían haber abortado aquella declaración en cualquier momento.
Por esa razón, la situación de Lituania desde 1918 a 1920 fue muy precaria. No contábamos con un ejército fuerte y tanto los bolcheviques como los polacos intentaban hacerse con el poder. A partir de aquellos años el sentimiento antipolaco sustituyó al sentimiento anti-ruso, hasta en los aspectos más anecdóticos: por ejemplo, había dos letras del alfabeto latino que se escribían en lituano igual que en polaco, y las tomamos del alfabeto checo solo para diferenciarnos.
La independencia y el proceso de lituanización duró poco tiempo. Bielorrusia y Polonia no la aceptaron; y tras una breve guerra en la que se acordó un alto el fuego, Vilnius cayó en manos de Polonia, que creó el 12 de octubre de 1920 un estado títere polaco: la República de Lituania Central. Dos años después esta república fue anexada a Polonia.
En ese entorno surgió la figura de Pranas Dovydaitis, el primer ministro más joven de la historia de Lituania, que además de político, fue editor de prensa, profesor universitario y un católico consecuente con su fe.
Lituania estaba gobernada por unas élites de formación atea y el catolicismo aparecía ante la opinión pública como algo propio de campesinos atrasados y supersticiosos. El gran empeño de Dovydaitis fue formar un grupo de intelectuales que vivieran su fe con plenitud y estuvieran dispuestos a ayudar a los que le rodeaban a encontrar —o reencontrar— sus raíces cristianas, no mediante peroratas sentimentales, sino a través de la oración y la razón, con la reflexión y el estudio. Fundó una revista, El Futuro; impulsó, junto con otros, la creación de la Facultad de Filosofía y Teología en Kaunas; y se propuso traer a intelectuales de toda Europa para que ayudaran a paliar nuestro estado de indigencia cultural y espiritual.
Uno de esos intelectuales fue un suizo, Jozeph Ehret, gran amigo de un lituano católico, Mykolas Asmys. En 1918 residían los dos en Friburgo. Asmys contrajo la gripe que asoló a media Europa y cuando estaba a punto de morir le pidió a Ehret que viniese a Lituania para trabajar por su país y fortalecer en la fe a sus compatriotas.
Ehret cumplió su promesa y una de sus preocupaciones fundamentales fue la formación de los jóvenes. Publicó numerosos libros; puso en marcha una universidad popular de orientación cristiana, dirigida a los jóvenes campesinos, que llegó a contar con cien mil socios; fue uno de los fundadores de la Academia Lituana de la Ciencia; creó revistas para niños; alentó numerosas ligas y asociaciones deportivas y en 1920 fundó ELTA, la agencia de noticias más importante del país. Aunque solo estuvo veintidós años aquí, dejó una profunda huella en nuestra historia.
Para Casimiros Pastas, otra gran figura de esa época, la prioridad era la formación intelectual de los líderes lituanos. Pensaba que los dirigentes debían dar un salto de calidad si no querían verse aplastados ideológica, política y militarmente por los regímenes totalitarios que estaban surgiendo a su alrededor.
Pastas había viajado por todo el mundo, salvo por Australia, y conocía bien la realidad europea y americana, junto con los problemas de las diversas colonias africanas.
Intentó cambiar el punto de vista de los dirigentes de su época, que promovían una lituanización más que laica, laicista, y de signo anticatólico, desprovista de la grandeza de miras de la antigua Lituania imperial, que llegaba desde el Báltico hasta el Mar Negro.
Para Pastas la solución era volver a mirar al mar: «¡Tenemos cien kilómetros de costa! —recordaba—. ¡Somos demasiado pasivos y cautelosos! ¡Estamos llenos de recelos! Ahora que somos libres, actuamos con la misma mentalidad que teníamos cuando dependíamos de Rusia. ¡Debemos cambiar!
Una de sus propuestas fue cambiar la capitalidad: el centro del país debía estar en Klaipeda, una ciudad junto a la costa, para que la nación se abriese al Báltico. «Fijaos —decía—: ¡todas las capitales de esta parte del mundo están junto al mar: Copenhague, Estocolmo, Helsinki, Tallin, Riga!
Al ver el cariz que tomaba la revolución rusa, Pastas habló con los gobernantes y les propuso que evacuaran cuanto antes el oro de Lituania, para poder sobrevivir en un futuro inmediato, ya que era previsible que nos convirtiéramos de nuevo en una colonia rusa. «Tenemos un ejército pequeño que no podrá contener a las tropas extranjeras. Debemos crear una red de diplomáticos en el exterior, capaces de defender nuestros intereses en caso de una nueva invasión». Pero ningún político le hizo caso; y los generales se rieron.
Sus vaticinios se hicieron realidad, desgraciadamente. El 23 de marzo de 1939, Alemania ocupó Memel y obligó al gobierno a firmar un tratado de no agresión. Y el 15 de junio de 1940, después de que el gobierno lituano cediera ante un ultimátum soviético, siguiendo una cláusula secreta del Pacto Ribbentrop-Mólotov, la Unión Soviética ocupó Lituania, que fue forzada a formar parte de la U.R.S.S., bajo el nombre de República Socialista Soviética de Lituania.
Unos 60.000 lituanos huyeron a Occidente, temiéndose lo que luego sucedió. Y numerosos intelectuales, empresarios y creyentes de diversas religiones —es decir, cualquier persona que pudiese ejercer cierta influencia en los demás— fueron deportados.
Uno de ellos fue Pranas Dovydaitis, que fue arrestado en 1941 junto con su familia. Lo deportaron hasta un campo de concentración en Ucrania, donde llegó desfallecido, pero sin perder la esperanza, fortaleciendo con su fe y su alegría a los demás. Desde allí lo trasladaron a la prisión de Sverdlovsk y le condenaron a muerte por sus actividades «contrarrevolucionarias». Tras fusilarle, le enterraron en un lugar desconocido. El año 2000, durante el Gran Jubileo, san Juan Pablo II incluyó su nombre entre los testigos de la fe y los mártires cristianos del siglo XX.
Cuando los soviéticos nos invadieron solo encontraron cierta resistencia entre los partisanos. Eran, en su gran mayoría, jóvenes de origen campesino en edad militar que se refugiaron en los bosques. Pero aquí no tenemos montañas, y aguantar años y años en aquella situación debió ser muy duro. Los que les ayudaban sabían que si los descubrían, podían ser fusilados o deportados a Siberia. Hubo partisanos emboscados hasta 1955.
Mi padre tuvo serios problemas por intentar ayudarles. Organizaba conciertos en diversas provincias y lo que recogía lo enviaba a «los hombres del bosque». La KGB siguió sus pasos durante medio año, hasta que le detuvieron. Como no consiguieron probar su ayuda a los partisanos, le dejaron en libertad, y le enviaron a Linkuva, en el norte, donde pensaban que su influencia sería menor.
En ese pueblito vivía su hermano, que era director del colegio en los años de las grandes deportaciones, a finales de los cuarenta y comienzo de los cincuenta. Todavía viven muchas personas que fueron deportadas durante su infancia. Si hablas con alguna de ellas te podrán contar todo esto mejor que yo.
Antes de cada deportación se establecía una lista secreta con los nombres de las familias que iban a deportar y se organizaba una gran redada: los soldados llegaban por la noche a las casas, les daban media hora para recoger sus cosas, los subían a unos camiones y los trasladaban hasta la estación más próxima. Allí los hacinaban en vagones de ganado que los conducían a Siberia; y muchos morían en el camino.
Mí tío tenía algunos contactos por su condición de director del colegio local, que le permitieron acceder a esas listas en alguna ocasión. En cuanto se enteraba de algunos nombres avisaba inmediatamente a las familias, que desaparecían antes de que llegasen para deportarlas.
Hasta que un día le dijeron que acudiese a un Ministerio de Vilnius para una reunión de directores de colegios. Fue, y al preguntar por la reunión, le apresaron, le pusieron una capucha, le subieron a un auto y luego a un vagón que lo llevó hasta Kajhastán, donde estuvo diez años en la cárcel. Las condiciones de aquel lugar eran tan inhumanas que los presos se rebelaron; y muchos, como mi tío, murieron ametrallados por los soldados que acudieron para controlar el motín.
Mi padre fue deportado también a los Urales, y cuando regresó intentó seguir trabajando como profesor de historia, pero no se lo permitieron. Consiguió un empleo en una confitería de Kaunas, donde le hicieron la vida imposible: si en las vacaciones se iba de viaje le hacían volver...

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