El último romántico
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El último romántico

San Josemaría en el siglo XXI

Mariano Fazio

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San Josemaría en el siglo XXI

Mariano Fazio

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"El último romántico. Con este título elocuente, tomado de los labios de san Josemaría, nos recuerda Mariano Fazio cómo el fundador del Opus Dei fue un apasionado defensor de la libertad, y cómo sus palabras y explicaciones gozan hoy de plena actualidad. (...) Al aplicarse este apelativo nostálgico, san Josemaría quería sobre todo interpelar a quienes le escuchaban, para despertar en ellos ese mismo amor a la libertad que llevaba en el corazón: "No me dejéis a mí como elúltimo de los románticos. Este es el romanticismo cristiano: amar la libertad de los demás, con cariño".

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Información

Año
2018
ISBN
9788432149870
QUINTA PARTE
EN TODAS LAS ENCRUCIJADAS DE LA TIERRA
1.
EL TRABAJO NACE DEL AMOR, MANIFIESTA EL AMOR, SE ORDENA AL AMOR
J.R.R. TOLKIEN ACUÑÓ UN CONCEPTO denso de significado: el de subcreación. Consideraba el autor inglés que, si el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene que haber algo en la naturaleza humana que lo asemeje a Dios en cuanto Creador. La subcreación, es decir, las obras que son fruto de la creatividad humana, manifiestan precisamente esa dimensión de semejanza. Así, El Señor de los Anillos o el David de Miguel Ángel son subcreaciones: el hombre colabora con el poder de Dios “creando” nuevas realidades que embellecen o completan el universo que el Señor puso en nuestras manos[1].
Unos años antes de que Tolkien formulara este concepto, un personaje de la novela Almas muertas, de Gogol, al contemplar los frutos que había cosechado después de un año de trabajo esforzado en el campo, exclamaba satisfecho a un interlocutor: «¡En todo el mundo no encontrará un placer semejante! Aquí, justamente aquí, es donde el hombre se asemeja a Dios. Dios se reservó la Creación como placer supremo y exige al hombre que él también, a semejanza del Creador, siembre la prosperidad en torno suyo. ¡Y todavía dicen que esto es una labor aburrida!»[2].
Para muchos de nuestros contemporáneos, sin embargo, el trabajo es “una labor aburrida”: contemplan sus obligaciones profesionales —intelectuales o manuales, de relevancia pública o desarrolladas calladamente dentro de los muros domésticos— como un peso que hay que realizar “porque no queda otro remedio”. Hay quienes centran su vida en el week-end, y procuran soportar las fatigas del trabajo con el consuelo de que pronto llegará el merecido descanso. Así, se condenan a una semana de cinco días de sufrimiento y dos días de alegría pasajera, pues inmediatamente se les presenta en el horizonte la monotonía grisácea del lunes siguiente. Otros piensan que el trabajo es un castigo divino, fruto del pecado original. Se olvidan estos que cuando Dios creó al hombre y a la mujer y los puso en el jardín del Edén ut operaretur —para que trabajaran—, les dio ese mandato antes de la caída de nuestros primeros padres.
San Josemaría nos abre un panorama totalmente distinto. Afirma que «el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»[3]. Como Gogol o Tolkien, también agradecía a Dios que hubiera querido hacer al hombre, mediante su trabajo, partícipe de su poder creador[4], pero no se quedaba solo en esa consideración. El trabajo humano ocupó un lugar central en la luz que recibió el 2 de octubre de 1928: la santificación de la vida ordinaria implicaba necesariamente ver el trabajo como camino de santidad, pues gran parte de la existencia normal de los hombres está ocupada por las tareas laborales. Su mensaje poliédrico se aplica de forma singular al trabajo.
Para él cobraba especial relevancia la contemplación de la vida oculta de Jesús. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad tomó carne como la nuestra, y durante treinta años realizó tareas ordinarias, humildes: Jesús trabajó manualmente en Nazaret, en el taller de artesano de José. Y era tan Redentor allí como durante su vida de predicación y milagros. Josemaría no ignoraba el valor antropológico del trabajo, pero su mirada iba más allá: el trabajo es el ámbito habitual donde nos espera el Señor para que nos santifiquemos. «Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis —que Dios creó al hombre para que trabajara—, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que Él abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo —en la noble fatiga creadora de los hombres— no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad»[5].
Hay una formulación muy conocida de san Josemaría sobre el trabajo. Hemos escogido la que se encuentra en su libro Conversaciones: «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas»[6].
Para santificar el trabajo hay que cumplir con algunas condiciones. Se necesita trabajar bien, con perfección, con mentalidad profesional, aunque se trate de la tarea más humilde, porque a los ojos de Dios todos los trabajos tienen la misma categoría: su importancia depende del amor con que se realicen. Trabajar con perfección significa poner las últimas piedras, cuidar los detalles, acabar la tarea comenzada. Las “chapuzas” —es decir, las cosas hechas de cualquier manera, sin tener en cuenta la grandeza de los pequeños detalles— no son dignas de ser ofrecidas a Dios. El amor se ve en lo pequeño, que no pasa inadvertido a la persona que ama.
Trabajar con perfección, sin embargo, no significa caer en el perfeccionismo. Repetía la frase popular: “lo mejor es enemigo de lo bueno”, y animaba a tener conciencia de las limitaciones propias de la condición humana. El perfeccionismo puede manifestar falta de humildad, cuando no una deformación psicológica que conduce a veces a la quiebra espiritual.
El segundo elemento de la formulación clásica de san Josemaría, después de aquel “santificar el trabajo”, es “santificarse con el trabajo”. Es el trabajo un campo adecuado para ejercer las virtudes. Escribe en apretada síntesis: «Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo por Amor»[7].
Junto con la perfección humana posible, y el ejercicio de las virtudes, el trabajo santificado y santificador implica realizarlo con rectitud de intención: trabajamos para Dios, para su gloria, y para el servicio de nuestros hermanos. Quien busca solo cosechar el aplauso y despertar la admiración de los demás está erigiendo un pedestal a sí mismo, con una base de barro endeble. San Josemaría repetía constantemente en sus años mozos: Deo omnis gloria! —toda la gloria para Dios— y Regnare Christus volumus! —queremos que Cristo reine—. Hoy, que está tan de moda la búsqueda a cualquier precio del éxito, es particularmente importante este aspecto de su mensaje. Éxitos y fracasos se redimensionan si lo que buscamos en primer lugar es la gloria de Dios y el servicio a los demás.
Precisamente el espíritu de servicio es otro de los elementos necesarios para santificar el trabajo. Y aquí entra en juego el tercer elemento de su formulación: “Santificar a los demás con el trabajo”. A Escrivá le entusiasmaba que Jesús dijera de Sí mismo que «no vino a ser servido sino a servir» (Mt 20, 28). Personalmente, no se dejaba servir, y buscaba ocasiones para ponerse al servicio de los demás. Le gustaba una frase italiana, que hizo poner en la pantalla de una lámpara en la entrada de la casa donde habitualmente residía, en Roma: Per servire, servire. Para servir, servir. ¿Qué significa esto? La explicación que daba era sencilla y profunda a la vez: nuestra vida, si quiere seguir los pasos del Señor, tiene que caracterizarse por el espíritu de ...

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