Vistiendo la época
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Recuerdos

Paul Poiret

  1. 276 páginas
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Recuerdos

Paul Poiret

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En el egolátrico, fascinante, mudable, populoso, y siempre de moda, mundo de la moda, pocas vidas hay tan singulares y tan llenas de interés como la del poco recordado modisto parisino Paul Poiret (1879-1944). Su figura no es solo trascendental para conocer la evolución de la moda en la época del art decó y de las vanguardias, también él mismo, como personaje, tiene un enorme y dramático atractivo. Poiret además de un creador fue también un exitoso y versátil empresario de la moda y de sus alrededores, amigo de pintores –Raoul Dufy o Derain–, de escritores –Colette o Jean Cocteau–, actor ocasional y autor de varios libros de moda, cocina o autobiográficos.Aparte de ser el rumboso patrocinador de las más lujosas y exclusivas fiestas del París de entreguerras, lo que al parecer le llevó al desastre y a la ruina en 1929, justo unos meses antes de publicar En habillant l'époque (1930). El antiguo triunfador Paul Poiret murió pobre y olvidado, de forma inadvertida, el 30 de abril de 1944; corrían los últimos días de la ocupación nazi de Francia. En 2007 el Metropolitan Museum of Art de Nueva York le dedicó una magna exposición. A.L.

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Información

Editorial
Renacimiento
Año
2019
ISBN
9788417550813

XVII. En los Estados Unidos

Criticas y entusiasmos. John Wanamaker. ¿El arte yanqui? Notas de viaje
He llevado a efecto varios viajes por los Estados Unidos de América, y he conservado impresiones que quisiera publicar, pero temo herir el amor propio de los yanquis, que es, como todo lo suyo, el más grande del mundo. ¡Cuántos viajeros se han abstenido de emitir su opinión, sabiendo que en ese gran país no hay sitio más que para el elogio superlativo y ditirámbico! Ni la crítica, aunque sea ligera; ni la restricción, por delicada que sea, son allí toleradas. Empiezo, pues, por pedir perdón a ellos y a ellas de los leves arañazos que han de causarles estas páginas. Si su susceptibilidad es exagerada, más vale que no las lean. Que no se aventuren en ellas, por si son zarzas de espinas. No obstante, también hallarán el sabor de los frutos silvestres, porque yo hablo con naturalidad, y no dejaré de expresar la admiración que me inspiran determinados aspectos de los Estados Unidos de América. Las flechas que puedo lanzar llevan en sí el bálsamo que cura las heridas que abren, porque son las de un amigo leal, que no trata de causarles daño o dolor, sino de señalarles discretamente las extravagancias –de las que reirán conmigo–. Téngase, además, en cuenta, que un modisto no puede dar más que alfilerazos.
¡Vamos allá!
Señalaré en primer término que yo fui el primer modisto parisién que se ha embarcado con rumbo hacia los Estados Unidos. Eso no puede sorprender a nadie. No sabía muy bien lo que allí haría, pero tenía deseos de conocer una nación que me parecía nerviosa, enérgica y continuamente en gestación. Los yanquis que veía yo en París no me permitían hacerme una idea exacta de lo que en su país podían ser. Partí una mañana del mes de octubre. En el momento de subir al tren, me entregaron un número del «New York Herald», en el que aparecía una carta –mejor sería decir un mandamiento– de Su Eminencia el cardenal Farley, director de la conciencia católica yanqui, documento por el cual el gran prelado llamaba la atención de sus fieles acerca del peligro del Demonio de la Moda, peligro social y moral contra la libertad por su licencia y el espíritu de provocación de las creaciones de la costura en nuestra época. Me vi atacado porque yo me consideraba como el principal representante de la moda moderna, o, por lo menos, el que más sobre el tapete estaba; pero también sabía que mis modelos eran los más castos. Entonces empezaba yo apenas a acortar las faldas, haciendo que se detuvieran encima del tobillo. Llevaba conmigo un «film» cinematográfico del desfile de mis maniquíes en mi jardín con esas primeras faldas cortas.
Cuando llegué al otro lado del Océano, antes de echar pie a tierra, me rodeó, como era de presumir, un ejército de fotógrafos y de periodistas que me asaltaron como legión de mosquitos. Nunca me hallé en presencia de una ola de curiosidad y de indiscreción tal. Me acechaban por todos los rincones del barco, y compartí semejante honor con Polaire, la artista tan conocida, que pasó en América del Norte por la mujer más fea del mundo (así había organizado su empresario la publicidad). Un periodista, más hábil y más peligroso que sus colegas, me preguntó qué pensaba de la carta del cardenal Farley. Tomé mil precauciones oratorias para contestarle, pues me di perfecta cuenta del lazo que me tendía.
—Su Eminencia –dije– tiene razón; los vestidos de la mujer pueden ser bellos sin despertar concupiscencias. Se hacen hoy escotes que son un ultraje y que las personas de buen gusto rechazan, porque la primera condición de una mujer elegante es tener tacto y mesura. La costura francesa se complace al hallar el eco de los principios que siempre profesó, en las palabras distinguidas de un prelado de tanta autoridad como Su Excelencia el cardenal Farley. Además, no hay nada que temer, ya que las mujeres poseen una sólida base de virtud católica, cuyo grado de resistencia debe ser conocido de monseñor, y si alguna vez se opusiera la moral frente a la coquetería, se puede apostar por el triunfo de la primera, ¿no lo cree usted así? No obstante, estoy convencido de que S. E. no ha tratado de oponerlas.
Algunos días después, supe que mi «film», sometido a examen y dejado con tal fin en la Aduana, había sido prohibido por obsceno. Se ha exhibido muchas veces desde entonces, y siempre me he preguntado qué es lo que había podido merecer medida tan rigurosa y escandalizar a los censores en aquel documento de la historia de la moda. Si fue a causa de las faldas cortas, preciso es reconocer que las mujeres yanquis han ido mucho más allá de mis esperanzas en cuanto al entusiasmo con que las han adoptado. No acierto a comprender su costumbre de oponerse tan abiertamente a todas las sugestiones de la moda, para luego convertirse en ciegas esclavas y asirse a ellas con tanta furia después de cierto tiempo, como si toda fórmula nueva constituyese un cisma y una injuria contra el orden reinante.
Hace ya tiempo que en Europa hemos admitido la inestabilidad de las modas y de las mujeres. Sabemos que lo que hoy es un vestido impuesto, será dentro de veinte años un disfraz, del mismo modo que hoy nos parecen ridículas y grotescas las levitas de nuestros antepasados. Tan sólo los militares escapan a esta ley natural, por el carácter venerado y augusto de sus funciones. Se ha podido ver, en una revista militar oficial celebrada en París, uniformes de hace cien años, sin quo fuesen considerados como trajes de opereta; pero si al lado de ellos hubiesen desfilado vestidos de paisano de hace un siglo, la carcajada del público hubiese sido tan unánime como unánime fue el recogimiento ante dicho desfile militar.
No debe imaginarse que cada moda nueva sea la consagración de un tipo definitivo de vestido, y que éste haya de sustituir al que se abandona; es, sencillamente, una variante, y en lo que se refiere más especialmente a la costura, es una nueva expresión estética con tendencia a dar realce a los encantos de la mujer, encantos que no habían sido subrayados en la versión anterior. Hay, en efecto, épocas en las que olvidan mostrar sus cabellos; otras, en las que ocultan sus piernas; otras, en que sus brazos se hinchan con adornos estériles. Recuérdese las mangas de jamón y las de cartera. ¿No es más lógico que vayan descubriéndose, una tras otra, las bellezas de la estructura femenina, y que uno se complazca en dibujarlas? No debe olvidarse que es el hombre el único animal al que se le haya ocurrido inventar el vestido. ¿No será precisamente su castigo tener que modificarlo continuamente y no poder nunca inmovilizarlo en una fórmula única? Es el judío errante de la fantasía obligatoria.
Un modisto creador está acostumbrado a prever, y debe adivinar las tendencias que inspirarán las épocas venideras. Está preparado, mucho antes que las mismas mujeres, para aceptar los accidentes y los encuentros que origina la trayectoria de la evolución, y por eso, no puede tolerar que las mujeres se opongan en los «Women’s Clubs», por medio de folletos, conferencias, mítines y protestas de todas clases, a lo que a él le parece lógico, inevitable y ya seguro.
Recuerdo la curiosidad que mi mujer despertó en el barco, cuando un día de lluvia apareció en cubierta con botas de cuero de Rusia. ¿No son las botas calzado confortable para los hombres? ¿Por qué, entonces, no las han de llevar las mujeres, y por qué no han de hacerse en cuero amarillo o encarnado para que sean más elegantes? Nada puede detener al ingenio dentro de la lógica de este razonamiento. Es preciso obstinarse en el error, o verse en la situación de una momia, para no querer admitir esta posibilidad. Pues a pesar de ello, todo el mundo habló de las botas de madame Poiret…
Fotógrafos y periodistas acudieron al Hotel Plaza, en donde nos hospedamos, para sacar placas de aquella novedad imprevista y temeraria. Me veían como el más audaz de los modistos de París, pero no hubieran esperado nunca tanta audacia. Dos horas después de nuestra llegada, cuando nos sentábamos para comer, vi en mi sitio un periódico que reproducía las botas de mi mujer. Fui el hombre del día en Nueva York. Me telefoneaban, llegada la noche, para que dijera de qué color era mi pijama. Fui objeto de esta curiosidad durante ocho días, pues, afortunadamente, acabó con la llegada del buque siguiente, que desembarcó una nueva ola de «estrellas». Es necesario, por tanto, darse prisa y decir a los periódicos en la primera semana todo lo que se tiene interés en dar a conocer, porque si, pasado ese plazo, se quiere rectificar un rumor falso o una información inexacta, hace uno el ridículo y no es ni siquiera escuchado.
Había decidido mi viaje a Nueva York impulsado por M. Kurzmann, modisto de la Quinta Avenida, que vino a recibirme al barco, y me expresó inmediatamente su propósito de apoderarse de mí y de no dejarme ni un momento solo. Me llevaba como una bandera, se envolvía en mi dignidad y, acaparándome, me hacía imposible la vida. Me veía obligado a burlar su vigilancia y de escaparme del hotel antes de que me acechase. Me paseé así solo por esas avenidas ocupadas por ese pueblo que yo quería comprender. Penetré en una tienda, en la que vi un sombrero de señora cuyo origen quise conocer; miré la etiqueta del forro y tuve la satisfacción de leer mi nombre. Pero al lado del que me había llamado la atención había otros muchos, ordinarios y horribles, que también ostentaban la etiqueta Poiret. Examiné los vestidos que colgaban de las perchas. Hubiese podido creerme en mi casa, si los modelos no hubieran sido tan pobres, porque todos llevaban mi nombre. Traté de convencer a un abogado de lo insólito de mi caso; el abogado me llevó ante un attornery, y después ante un attornery general de distrito (no sé si los títulos son exactos); pero, en sustancia, me contestaron que ese procedimiento comercial no se hallaba castigado por la ley yanqui, y que, por lo demás, no podía sino contribuir a dar realce a mi nombre, propagándolo por los Estados más lejanos de Wisconsin y Connecticut.
Todavía no he podido consolarme de todo lo que vi por este estilo en Nueva York y en otros lugares de los Estados Unidos. No quiero extenderme aquí sobre el asunto de las imitaciones, que ha echado anclas en las costumbres y se ha convertido en inveterada práctica. No veo cómo podrán educar a la masa de trabajadores yanquis si se niegan a admitir el derecho de propiedad artística, y si no se ha llegado todavía al nivel moral necesario para comprender que copiar es robar. Mi primera experiencia en Estados Unidos me demostró, pues, un lado desleal por parte del comercio, que tal vez sea un caso especial en la costura; pero que merecía ser señalado. Al regresar a Francia fundé el «Comité de Defensa de la Alta Costura», que reunió en su seno a todos mis colegas, escandalizados de los informes que yo facilité. Los hechos posteriores han demostrado que no era superfluo organizar diques contra las imitaciones. El robo de las ideas y el saqueo de los talleres de creación son los actuales métodos de los compradores yanquis, que han esterilizado el mercado y han sumido a la moda francesa en un estado de postración y de marasmo del que tal vez no salga nunca.
Lo que también me ha parecido de práctica corriente entre los comerciantes de los Estados Unidos es la costumbre de cubrir mercancías mediocres con etiquetas de elección. En ese país se tiene el culto de las marcas; no se toma en consideración más que la marca. Vender mercancías ordinarias que llevan el nombre de Poiret les parece que es una idea genial y un feliz hallazgo. Jóvenes comerciantes franceses que vayáis a Estados Unidos (porque es preciso que vayáis), no confiéis a nadie vuestra bandera y no dejéis de desconfiar.
No describiré mi sorpresa ante todo lo que veía, que a mis ojos revelaba legítima coquetería; la vida de los grandes diarios, la fábrica donde se imprime el «New York Herald», que consta los domingos de cien páginas, y de treinta o cuarenta los demás días, con veintidós ediciones diarias (tal vez estos números hayan aumentado desde mi primer viaje y hoy parezcan insignificantes). No diré tampoco mi admiración hacia los almacenes que he visitado, su organización teórica tan próxima a la perfección; por ejemplo, Wanamaker, que realiza un volumen de ventas colosal sin que en su casa se vea ni a una sola cliente; sus galerías inmensas llenas de mercaderías, activas y desiertas como las cataratas del Niágara. En la casa Wanamaker di una conferencia, a que dio lugar un desfile solemne de mis vestidos, en el gran teatro del establecimiento, célebre por su órgano, que es el mayor del mundo. El organista que hace mugir ese instrumento gigantesco era también el más viejo del mundo, aparte de otra característica que tal vez tuviera, pero de la que yo no me acuerdo.
Aquella solemnidad, a la que asistió toda la crema de Nueva York, fue para mí un verdadero jubileo. Algunos días después renové la experiencia en Filadelfia, en la casa de John Wanamaker, fundador de la razón social. Esta gran figura del comercio yanqui, quien durante una recepción íntima me presentó a los grandes jefes Pieles-Rojas, vestidos de gran gala, me explicó que eran los representantes más antiguos de la vieja América, mientras que yo era el representante más joven de la nueva Europa. Luego, me mostró un cuadro desolador, que por casualidad era el mayor del mundo, que ocupaba cuatro paredes de un inmenso salón. Creo recordar que representaba el Gólgota. Que no se dude que yo estimé como convenía el honor que me dispensaba el viejo Wanamaker, gloria de los innovadores de su país, llegando hasta mi joven reputación y haciendo que tocaran la Marsellesa cada vez que me movía. Sería superfluo decir que estaba al corriente de todo, y que a todo momento echaba miradas y puentes hacia Europa, cuyos progresos y artes sabía asimilar. Sabido es que, en la imposibilidad de asistir al Salón anual de pintura y escultura, ordenaba que le fueran enviados desde París todos los catálogos, los cuales leía con avidez, y señalaba con lápiz encarnado los títulos de los cuadros que quería comprar: «Retour du lavoir», «En clase», «Coucher du soleil», «Dans la Creuse», etc.
La mayoría de los yanquis profesan una ignorancia completa de las bellas artes. En Filadelfia, tengo amigos que son aficionados instruidos y conocedores de la pintura moderna: M. & Madame Speises. Hay otros coleccionistas poderosos y renombrados cuyos salones albergan, y conservan como tabernáculos, las maravillas más raras del mundo entero. No dejaré de citar también la colección Barnés, que es el monumento más hermoso de piedad, el altar más bello que se haya elevado al arte contemporáneo. Pero, dejando a un lado a un número reducido de iniciados y de monómanos, puede creerse que el público en general no tiene interés hacia ninguna de las expresiones de la belleza. Y desde luego parece que puede pasarse sin ellas sin la menor molestia. No necesita ni estatuas en sus jardines, ni cuadros en sus paredes, ni espejos en su casa. A mí, que vivo en un país en el que hay espejos hasta en la calle y entre las fachadas de las tiendas, eso se me antoja extraordinario. ¿Cómo puede vigilarse y analizar comportamiento y aspecto, si no se tienen esos testigos constantes que son los espejos?
Muy a menudo me he preguntado de dónde procedía esa indiferencia hacia lo que constituye el encanto, el marco y la distracción de la vida. Creo que el yanqui no tiene tiempo para consagrarlo a las Bellas Artes, ni a las cosas amables; su única preocupación es el trabajo para levantar fortunas. ¡El dinero! Es el móvil y el potencial de todo en ese pueblo. La ficción y la convención de una obra de arte no llegan hasta él, no le interesa. Quiere cosas prácticas y positivas, y tiene afición al teatro, mejor dicho, al cine, a condición de que no sea ni literario ni poético, y que represente cuadros de la vida. Lo que hay de atrayente en los lienzos es el precio a que pueden comprarse y revenderse. Fuera de su valor especulativo, no se estima nada, excepto en el extranjero, cuando se viaja como turista, y que hay que hallar motivos para matar el tiempo. Esa falta de afecto hacia lo relacionado con el arte me parece grave y enojosa. Han adquirido el hábito de decir: «Somos un pueblo joven, no contamos más que con do...

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