XII
BRAD76
—¿Sufres alguna enfermedad grave?
—No.
—¿Y alguien de tu familia?
—Todos han llegado hasta los ochenta y pico.
—¿Tanto por parte de madre como de padre?
—Sí. Eres un poco raro.
—¿Tienes alguna dificultad de aprendizaje?
—No.
—¿Dificultades motoras?
—Déjalo ya.
—¿No…? ¿Y qué música escuchas?
—De todo un poco —contesta.
—¿Puedes precisar un poco más? —pregunté.
—¿Acaso importa?
—Depende.
Mueve las manos de forma inconexa con lo que está diciendo. No se parece en nada a la fotografía.
—Me siento como si estuviera a punto de meter la pata —dijo la Mujer 3.
—No hay respuestas correctas o incorrectas —le respondí.
Pero sí que las hay.
No estaba seguro de si aquello era una locura, pero en cualquier caso era la mía, aunque formaba parte de una locura colectiva.
El cielo era demasiado azul para ser convincente. Vi doscientas personas o más alineadas en silencio en la orilla del lago en esa mañana de finales de septiembre en Gales del Norte. Las niñas llegarían pronto con mi madre. Habíamos impreso camisetas que decían “Equipo Benjamin”; las habíamos hecho de broma, pero en realidad no era ninguna broma. Hacía frío, tanto frío como calor hacía en Londres, por lo que íbamos bien abrigados: traje de neopreno de cinco milímetros, pasamontañas de neopreno, guantes, botas, gafas y crema antirrozaduras. Vistos a través de la bruma mañanera que planeaba por encima del lago parecían un ejército de alienígenas acuáticos de bajo presupuesto listos para enfrentarse a Flash Gordon.
Eso era Brutal: “El Ironman más duro del mundo… Primero los participantes nadarán 3,8 kilómetros en un lago de montaña congelado; luego montarán en bici durante 180 kilómetros por un jodido trayecto lleno de cuestas, cuatro circuitos separados en el traidor Puerto de Llanberis…”.
Había algo en esas afirmaciones inflamatorias que sonaba patético, infantil y lastimero. Pero causaban el efecto contrario, hacían que eso pareciera una feria de campo. Y una totalmente anacrónica. “Ironman”, el hombre de hierro, como si estuviéramos en un circo al lado de la Mujer Barbuda y el Chico Anguila.
“… y terminarán con un pequeño recorrido matador de 30 kilómetros en subida seguido de una loca ascensión nocturna de 12 kilómetros hasta la cima del Snowdon, la montaña más alta de Inglaterra y de Gales”.
“¿Loca?”. ¿En serio? ¡Venga ya! Ya es lo suficientemente tedioso leer lo que se escribe sobre los Ironmans; los autores rezuman clichés e intentan impresionar al lector, dejarlo patidifuso, con tanto niño de seis años tirando de los brazos de sus padres.
¿Cómo había llegado hasta aquí? No se suponía que fuera a llegar tan lejos. Al igual que todo el mundo, empecé a hacer ejercicio para impedir que mi cuerpo se atrofiara y quedara decrépito con la edad, pero también por otro motivo más apremiante, gestionar mi salud mental. Pero salir a correr un poquito y asistir a una clase de hatha nunca iba a ser suficiente. Los últimos años habían sido muy duros; mi tolerancia había aumentado y, contrariamente, mi sensibilidad había disminuido, lo que significaba que la dosis requerida había ido incrementando hasta escapar totalmente a mi control, tanto que una mañana, esa misma mañana, me levanté y me vi metido hasta las rodillas en un lago helado a punto de maltratarme a mí mismo de mil maneras inimaginables. (“¿Maltratarme?”. “¿Inimaginable?”. ¿En serio? Se me ha pegado el virus inflamatorio).
Parecían estatuas de hierro hechas por Gormley mirando fijamente al lago desde direcciones completamente distintas y opuestas.
Nadie decía nada.
¿Quiénes eran esos hombres y mujeres que estaban convirtiendo el placer y el entretenimiento en otra forma de sufrimiento? ¿Quería convertirme en uno de ellos? ¿Quería ser realmente un Ironman, un hombre de hierro? ¿Frío? ¿Duro? ¿Insensible? ¿Era una opción realmente viable a largo plazo?
Nadie establecía contacto visual.
¿Y por qué me estaba yo planteando todas esas preguntas retóricas de tan bajo nivel? De hecho, podrían considerarse casi antirretóricas: aburridas, obvias y sin importancia. Era un nuevo síntoma. De algún modo mi enfermedad me volvía hipersensible a la motivación. La vida ordinaria estaba planificada para no disponer nunca de tiempo para la reflexión introspectiva, solo examinamos a nuestros pacientes. Pero aquí, y ahora, no me quedaban pacientes tras los que esconderme. Quizá fuera eso, o quizá es que en el fondo todos somos pacientes.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté.
—Vaya. Qué directo. Vale. Treinta y siete, casi treinta y ocho.
—¿El inglés es tu primera lengua?
—¡Ja! Más o menos.
—Pareces nerviosa.
—Sí, estoy un poco nerviosa. ¿Y tú?
—¿Quieres un vaso de agua?
—Preferiría algo un poco más fuerte.
—¿Ahora? ¿Aquí…?
—Sí, ¿por qué no?
—¿Cuantas unidades de alcohol tomas a la semana?
—Uy, ni idea. No lo sé.
—Dime un número aproximado, por favor.
—¿… perdona? ¿Lo estás anotando?
—No… Sí, es una especie de diario.
A veces tomo notas por costumbre. Cierro el libro.
—¿Por qué te levantas? ¿Por qué miras el móvil? ¿A dónde vas? —La Mujer 8 parecía cabreada.
—Esta tarde estoy de guardia.
—Oh.
—Lo siento.
Mantenía un registro porque quería aprender algo, es lo que les decía a mis pacientes que hicieran. Se pasa mucha vergüenza cuando lo lees después.
El año anterior corrí en la maratón de Londres. Esa mañana de abril tenía un aire festivo. Miles de niños apiñados en las calles cerca de la salida en Greenwhich, comida callejera, bandas de jazz, banderines en todas las casas; parecía el primer día de verano. Dicen que nunca debes correr dejándote llevar por tus sentimientos. Pero entonces, ¿qué haces con toda esta euforia que sientes? Choqué los cinco con todos los niños que pude en los primeros kilómetros, hice la primera mitad del recorrido a un ritmo de menos de tres horas, y cada vez iba más rápido. Me sentí bien corriendo por la Isle of Dogs, donde normalmente pinchan todos los que no han entrenado lo suficiente. En el Tower Bridge, entre los voluntarios que ofrecían refrigerios energéticos, vi a una mujer vestida con sari repartiendo bhajis de cebolla; nunca he sido capaz de rechazar la comida india. Durante la hora siguiente estuve atragantándome, incapaz de desatascar los bhajis (que al mezclarse con mi saliva habían doblado su tamaño) de mi esófago, ni para abajo ni para arriba. La hipoperfusión cerebral transitoria causada por la falta de oxígeno me hacía ver a la multitud burlándose en vez de animando, a la banda de jazz Dixie tocando una composición de Stockhausen en el London Bridge, a los niños convertirse en horribles bebés de gelatina con chillonas camisetas alucinatorias con mensajes (“Cáncer”, “Leucemia”, “Fibrosis Quística”); la carrera se convirtió en un desenlace infernal a cámara lenta de una alegoría medieval.
Si algo he aprendido, es que yo no aprendo por experiencia. Aun así, esperaba que aquella vez fuera distinta.
La propaganda tiende a resaltar cómo un Ironman puede mejorar tu vida. Te promete unos efectos casi místicos, sobre todo en lo que a salud se refiere, y una mejora significativa de las facultades físicas y mentales. Se han hallado pequeños indicios neurológicos de esos beneficios, pero hoy los hay en todas partes. ...