Los derechos del hombre
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Los derechos del hombre

Thomas Paine, José Antonio Fernández de Castro, Tomás Muñoz Molina

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Los derechos del hombre

Thomas Paine, José Antonio Fernández de Castro, Tomás Muñoz Molina

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Tratado clásico sobre las ideas políticas imperantes en la Inglaterra del siglo XVIII, con las que el autor nunca estuvo de acuerdo. Texto íntegro de un documento que en su época despertó airadas reacciones.

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LOS DERECHOS DEL HOMBRE

PREFACIO A LA EDICIÓN INGLESA

A juzgar por la posición que el señor Burke tomó en la revolución norteamericana, era natural que yo lo considerase como un amigo de la humanidad; y como nuestro conocimiento se inició en ese terreno, hubiera sido para mí mucho más agradable tener motivo para continuar manteniendo esa opinión en lugar de verme obligado a cambiarla.
En el momento en que el señor Burke pronunció en el Parlamento inglés su violento discurso del pasado invierno contra la Revolución francesa y la Asamblea Nacional me encontraba en París y le había escrito poco tiempo antes, para informarle del camino próspero que tomaban los asuntos. Poco después de esto vi el anuncio del folleto que intentaba publicar. Como el ataque iba a hacerse en un idioma poco estudiado y menos entendido en Francia, y como toda obra literaria sufre al ser traducida, prometí a algunos de los amigos de la Revolución en aquel país que, en cualquier momento en que apareciese el folleto del señor Burke, yo le saldría al paso contestándolo. Me pareció tanto más necesario hacerlo desde que vi las flagrantes tergiversaciones que contenía dicho folleto, que es al mismo tiempo un ataque injurioso a la Revolución francesa y a los principios de libertad, y un engaño al resto del mundo.
Estoy tanto más asombrado y disgustado por esta conducta del señor Burke, ya que (por las circunstancias que voy a mencionar) me había forjado otras esperanzas.
He visto suficiente de las miserias de la guerra para desear que aquélla desaparezca del mundo y que pueda encontrarse otro modo de resolver las diferencias que surjan ocasionalmente entre las naciones. Esto podría ocurrir si las Cortes estuvieran dispuestas a resolverlas honradamente o si los pueblos estuvieran lo suficientemente ilustrados para no ser simples juguetes de las Cortes. El pueblo norteamericano había sido educado en los mismos prejuicios contra Francia que en un tiempo caracterizaron al pueblo de Inglaterra; pero la experiencia y el conocimiento de la nación francesa han demostrado a los norteamericanos la falsedad de dichos prejuicios; y no creo que haya relaciones más cordiales y sinceras entre dos pueblos que las que existen hoy entre Norteamérica y Francia.
Cuando vine a Francia en la primavera de 1787, el arzobispo de Toulouse era entonces ministro y en aquella fecha altamente estimado. Cultivé íntimas relaciones con el secretario particular de ese ministro, hombre de corazón grande y benévolo, encontrando que coincidían nuestros sentimientos respecto a la locura de la guerra y a la absurda y contraproducente política entre dos naciones como la de Inglaterra y la de Francia, molestándose mutuamente de continuo, sin llegar a otra solución que un aumento en ambos países de nuevas cargas y nuevos impuestos. Con el propósito de estar seguro de que no había entre nosotros ninguna mala interpretación, puse por escrito lo fundamental de nuestras opiniones y se lo envié, acompañado de la pregunta de hasta qué punto, en el caso de que yo considerase que existía entre el pueblo de Inglaterra alguna disposición a cultivar un mejor entendimiento entre ambos países que el hasta entonces prevaleciente, estaba yo autorizado a sostener que existía por parte de Francia idéntica disposición. Me contestó por carta, sin reservas de ninguna clase, que no sólo lo creía él, sino que el ministro, con cuyo consentimiento me escribía, participaba de la misma opinión.
Puse esta carta en manos del señor Burke hace casi tres años, y en su poder está todavía, con el deseo y la esperanza natural —dada la opinión que había concebido de él— de que encontraría oportunidad de hacer buen uso de ella, con el propósito de destruir aquellos errores y prejuicios que se mantienen entre dos naciones vecinas, por falta de mutuo conocimiento y que sólo producen daño para ambas.
Cuando estalló la Revolución francesa se le presentó ciertamente al señor Burke una oportunidad de hacer algún bien, si se hubiera encontrado dispuesto para ello; en lugar de esto, en cuanto vio que los viejos prejuicios iban desvaneciéndose, se apresuró a sembrar las semillas de una nueva causa de hostilidad, como si tuviera miedo que Inglaterra y Francia cesaran de ser enemigas. Es tan cierto como lamentable que en todos los países existen hombres que sacan partido de la guerra y de mantener vivas las luchas entre las naciones; pero cuando quienes dirigen el gobierno de un país se dedican a sembrar la discordia cultivando esos prejuicios, esa actividad es más imperdonable aún.
En cuanto a un párrafo de esta obra que alude a que el señor Burke disfruta de una pensión, debo decir que el rumor ha estado circulando por lo menos desde hace dos meses; y, como ocurre a veces que el interesado es el último en enterarse acerca de lo que más le importa, lo menciono aquí para que el señor Burke pueda tener una oportunidad de desmentir el rumor, si lo creyese oportuno.
THOMAS PAINE

PRIMERA PARTE

DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO
(hecha por la Asamblea Nacional de Francia)

Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, imprescriptibles e inalienables del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente presente en las mentes de los miembros del cuerpo social, les recuerde siempre sus derechos y deberes; a fin de que pudiendo en todo momento ser comparados los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo con el objeto de toda institución política sean así más respetados; y a fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas desde ahora en principios simples e indiscutibles, resulten siempre en el mantenimiento de la Constitución y en la felicidad de todos.
En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes Derechos del Hombre y del Ciudadano.
I. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que sobre la utilidad común.
II. El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
III. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo ni individuo puede ejercer ninguna autoridad que no emane expresamente de ella.
IV. La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro; por tanto, el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene otros límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos. Estos límites no pueden ser determinados más que por la ley.
V. La ley no tiene derecho a prohibir más que las acciones nocivas a la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley, no puede ser impedido, y a nadie se puede obligar a hacer lo que la ley no ordena.
VI. La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho de concurrir a su formación, personalmente o por sus representantes. Debe ser la misma para todos, tanto cuando proteja como cuando castigue. Siendo todos los ciudadanos iguales ante sus ojos, todos son igualmente admisibles para todas las dignidades, cargos y empleos, según su capacidad, sin otras distinciones que las de sus virtudes y talentos.
VII. Ningún hombre podrá ser acusado, detenido o preso sino en los casos determinados por la ley y con arreglo a las formalidades prescritas por ella. Quienes soliciten, expidan, ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias, deben ser castigados; pero todo ciudadano llamado o detenido, en virtud de la ley, debe obedecer en el acto; se hace culpable por la resistencia.
VIII. La ley no debe establecer más que las penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito y legalmente aplicada.
IX. Presumiéndose inocente a todo hombre mientras no haya sido declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, todo rigor innecesario para asegurarse de su persona, debe ser severamente reprimido por la ley.
X. Ningún hombre debe ser molestado por sus opiniones, aun religiosas, con tal que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley.
XI. La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede, pues, escribir e imprimir libremente, salvo la responsabilidad por el abuso de esta libertad, en los casos determinados por la ley.
XII. La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita una fuerza pública; por tanto, esa fuerza se instituye en beneficio de todos y no para la utilidad particular de aquellos a quienes está confiada.
XIII. Es indispensable una contribución común para el mantenimiento de esta fuerza pública y para los gastos de la administración. Debe ser repartida igualmente entre todos los ciudadanos con arreglo a sus medios.
XIV. Los ciudadanos tienen el derecho de comprobar por sí mismos o por sus representantes, la necesidad de la contribución pública, consentirla libremente, seguir su empleo y determinar su cuota, el reparto, el cobro y la duración.
XV. La sociedad tiene derecho a exigir cuentas de su administración a todo agente público.
XVI. Toda sociedad, en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución.
XVII. Siendo las propiedades un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ellas, sino cuando una necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija evidentemente y bajo la condición de una justa y previa indemnización.

OBSERVACIONES SOBRE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS

Los primeros tres artículos comprenden en términos generales el conjunto de la declaración. Todos los demás, se originan en aquéllos o le siguen como aclaraciones. Los artículos 4º, 5º y 6º definen más particularmente lo que sólo se expresa de un modo general en los tres primeros.
Los 7º, 8º, 9º 10º y 11º son declaraciones de principios sobre los que deben basarse las leyes conforme a los derechos ya declarados. Pero, tanto en Francia como en otros países, muchas gentes se preguntan si el artículo décimo garantiza suficientemente el derecho que en él se reconoce, porque despoja a la religión de toda dignidad divina, debilitando su fuerza operativa sobre la mente, al convertirla en tema de leyes humanas. Se presenta al hombre como una luz interceptada por un medio nublado, en el cual la fuente está oscurecida y fuera del alcance de su vista y entonces el hombre no percibe nada que deba ser objeto de su reverencia en ese rayo oscurecido.1
Los artículos subsiguientes, comenzando con el 12º, están sustancialmente contenidos en los principios de los anteriores; pero en la situación particular en que se encontraba Francia, teniendo que deshacer lo que estaba mal hecho y establecer lo que era justo, se creyó pertinente insistir en lo que en otras condiciones hubiera sido innecesario.
Al tiempo que se consideraba por la asamblea la Declaración de los Derechos, algunos de sus miembros hicieron notar que si iba a proclamarse una Declaración de Derechos, ésta debía ir acompañada por otra de deberes. Esta observación descubre mentes que reflexionaban, y que sólo erraron al no reflexionar lo suficiente. Una Declaración de Derechos constituye, por reciprocidad, una Declaración de Deberes. Todo lo que es mi derecho como hombre, es también el derecho de otro hombre y se convierte en mi deber garantizarlo tanto como poseerlo.
Los primeros tres artículos son la base de la libertad, lo mismo individual que nacional. No puede llamarse libre ningún país mientras su gobierno no se derive de los principios en ellos contenidos y no los conserven puros, y la Declaración de Derechos en su conjunto resulta más valiosa para el mundo y le hará más bien en definitiva, que todas las leyes y estatutos que han sido promulgados hasta ahora.
En el exordio que precede a la Declaración de los Derechos contemplamos el solemne y majestuoso espectáculo de una nación que inicia sus labores bajo los auspicios de su Creador, con el propósito de establecer un gobierno y esto constituye una escena tan nueva, tan trascendentalmente inigualada por todo lo que antes ha ocurrido en el mundo europeo, que el nombre de revolución es inferior a él; se eleva a la categoría de REGENERACIÓN DEL HOMBRE. ¿Qué son los gobiernos actuales de la Europa, sino escenarios de iniquidades y opresiones? ¿Qué es el gobierno de Inglaterra? ¿No dicen todos sus habitantes que es un mercado, en el que todo hombre tiene su precio, y donde la corrupción se ha convertido en práctica común a expensas de un pueblo engañado? No nos maravillemos, pues, de que se trate de presentar bajo otras luces a la Revolución francesa. Si se hubiera limitado a la destrucción del despotismo flagrante, es posible que el señor Burke y otros hubieran permanecido callados. Su grito es ahora: “Ha ido demasiado lejos”. Es decir, ha ido demasiado lejos para ellos. Como ataca a la corrupción de frente, toda la tribu venal está alarmada. Su...

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