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Un modo mejor de pensar

Marco Bertè

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Un modo mejor de pensar

Marco Bertè

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En nuestro tiempo, los afanes cotidianos y la búsqueda de bienes inmediatos suelen desviarnos de la reflexión. De este modo, se abre camino el prejuicio de que la reflexión constituye una fuga de la realidad.Sin embargo, es bien cierto que, solo gracias a nuestra capacidad de reflexión, podemos considerar las cosas y los acontecimientos y podemos, en definitiva, deliberar y actuar. Por ello, no hay nada más importante y urgente, en la actualidad, que desarrollar esta competencia entre los jóvenes empezando desde edades muy tempranas. El presente libro, muestra cuál es el fundamento del acto de reflexionar, estudia cómo la reflexión se entrecruza con la experiencia y con la actividad formativa, arroja luz sobre sus condiciones y modalidades de ejercicio, y relaciona esta operación mental con otras que realiza el cerebro humano cuando piensa.En la parte segunda, de aplicaciones prácticas, presenta y detalla tres ejemplos: el primero, en torno a la percepción y el control del cuerpo y del movimiento; el segundo, aplicando la reflexión a la comprensión y gestión de los conflictos; y el tercero, analizando reflexivamente algunas obras clásicas.A través de los ejercicios propuestos, se demuestra cómo los principios teóricos se traducen en una serie de actividades concretas, que se pueden aplicar, con mucho aprovechamiento, en el entorno didáctico.

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Información

Año
2017
ISBN
9788427723719
Edición
1
Categoría
Didattica
SEGUNDA PARTE
Aplicaciones prácticas o Modelos operativos
QUINTO CAPÍTULO
¡Intentemos reflexionar!
«¡Intentemos reflexionar!». ¡Cuántas veces dirigimos a los demás, o los demás nos dirigen, esta exhortación! En general es una invitación a no hacer caso de los estímulos más inmediatos, a no dejarse llevar, a usar la cabeza, a moverse con circunspección. Pero, dependiendo de las circunstancias, adopta distintos significados, aunque sean convergentes.
Puede significar no precipitarse en los juicios: considera todos los aspectos de la realidad, incluso cuando sean opuestos o contradictorios, ten en cuenta los contextos y el valor de los gestos y de las expresiones, de las condiciones y de las motivaciones de las personas. Interrógate, y deja espacio para la duda y la investigación.
Pero puede también significar no ser impulsivo en los comportamientos: contrólate, valora sin precipitación las cosas, las personas, los hechos con los que debes medirte y reacciona con ponderación, aceptando las situaciones y a los demás por lo que son y adoptando actos y palabras que no hieran y que establezcan relaciones positivas.
Y puede, finalmente, significar no precipitarse en el hacer, en el trabajo y en las actividades que emprendes: recuerda los conocimientos que tienes, los principios que hay que seguir, las finalidades que te propones; trata de procurarte con tiempo lo que necesites, prepara y proyecta cada detalle con cuidado y actúa en consecuencia, comprobando paso a paso lo que vas haciendo.
Esta exhortación, ¡intentemos reflexionar!, parte de la consideración de que la reflexión es propia de quien vive, conoce y opera sin dejarse condicionar por impulsos momentáneos y confiándose absolutamente a la razón que examina, valora y critica todas las cosas, llegando a juicios, deliberaciones y acciones conscientes y responsables. Y por eso supone que hay un estrecho vínculo de la reflexividad con la inteligencia y la razón. Cuanto más inteligente y racional sea uno —por lo que se cree—, más reflexivo será.
Pero la mayor parte de las veces las cosas no son así. Son muchos los casos de personas, que en diversos campos, demuestran una notable agudeza de entendimiento y argumentación, y aun así, en la vida cotidiana tienen planteamientos y comportamientos superficiales, emotivos e impulsivos, cuando no hasta agresivos.
Es lo que sucede, lamentablemente, en las más variadas circunstancias de la vida familiar, de las actividades laborales, de las relaciones interpersonales y sociales. Las pulsiones inconscientes, la tendencia a conformarse a los modelos vigentes, el deseo de ser acogidos y apreciados, el temor a ser infravalorados o engañados, la búsqueda del interés personal y la aspiración de imponerse a los demás, la defensa de una tranquilidad mantenida a cualquier precio, el sentido de inseguridad, los miedos y las preocupaciones inducidas por situaciones imprevistas le toman la delantera a la racionalidad. Y se vuelve extremadamente difícil reflexionar, juzgar con equilibrio, adquirir una justa conciencia de sí mismo, actuar y comportarse de forma ponderada.
Los motivos de esta contradicción entre capacidades intelectuales y resultados irracionaless son muchos, pero todos se pueden achacar a uno que es fundamental: la reflexión, exactamente como el ejercicio de la razón, pone en juego a la persona en su totalidad, en las relaciones que sostiene con la realidad y consigo misma. Toda su experiencia y todos sus recursos están implicados. Así como no se da una razón en estado puro, tampoco se da una reflexión pura. Esta no solo se entreteje con las demás operaciones racionales (tales como comprender, interpretar, juzgar o deliberar), sino que también está condicionada por el contexto, por la historia y por la situación del sujeto, por su universo interior, por las fuerzas que lo mueven y lo agitan, que lo sostienen y lo modelan; pero también está obstaculizada y distorsionada por instintos, pulsiones, emociones, sentimientos, deseos, esperanzas, miedos y todo lo que anide en las profundidades de la persona y en la intrincada red de relaciones con la realidad que se va encontrando.
Pero entonces, si las cosas son así, la invitación «¡intentemos reflexionar» no puede ser una exhortación; no puede anclarse en principios y convicciones, no puede constituir una invitación, algo que se da por sentado que es ineficaz, a no precipitarse en los juicios, a no ser impulsivo en los comportamientos, a no actuar de forma imprudente, sino a ponderarlo todo y a controlarse en cualquier situación.
Es necesario, sobre todo y antes que nada, unificar la persona, hacer una síntesis de todas las energías y facultades que se poseen y afrontar los problemas con los que nos encontramos y los obstáculos que hallamos con todos los recursos de los que disponemos. Y eso no se obtiene con discursos y razonamientos, más o menos persuasivos, sino con la inmersión en la realidad. La mayor parte de las veces lo que nos falta no es la comprensión de los hechos y de las relaciones, ni tampoco la conciencia de lo que se debe o debería hacerse, sino más bien la costumbre de actuar de forma reflexiva, sean cuáles sean los acontecimientos a los que nos enfrentamos, los acontecimientos que se viven y las circunstancias ante las que nos encontramos. Sean cuáles sean quiere decir: en el bien y en el mal, en los momentos felices y en los dolorosos, en las pequeñas y en las grandes cosas.
Y por la costumbre de actuar de modo reflexivo se entiende la capacidad adquirida, tras un largo ejercicio, de prestar la máxima atención a las circunstancias, a las personas, a las acciones y a las palabras de modo que se sopesen todos sus aspectos, de interpretarlas a la luz de sus contextos relativos, de prever las consecuencias de las acciones y palabras propias y ajenas y comportarse en consecuencia, con el máximo autocontrol posible.
Esta costumbre de gestionarse de modo reflexivo puede inducirse solo mediante unas experiencias adecuadas, que pongan a prueba al sujeto, de forma gradual y progresiva, y lo reafirmen en los planteamientos más apropiados y en ese necesario autocontrol.
Por estos motivos, en esta segunda parte, dedicada a los modelos operativos y a las aplicaciones prácticas, se dan algunos ejemplos de experiencias reflexivas. Se trata, como sugiere la introducción general de Lucio Guasti, de simples ejemplos o modelos, que pueden situarse y traducirse en distintos momentos del proceso formativo de los alumnos.
El primer ejemplo, la percepción y el control del cuerpo y del movimiento (capítulo 6), se puede referir, preferiblemente, al nivel de escuela primaria. El segundo ejemplo, la gestión de los conflictos (capítulo 7), atañe a un problema que puede constatarse en todos los niveles. Finalmente, el tercero, la «apropiación» de los textos clásicos, en el caso de la tragedia griega (capítulo 8), está destinado a los últimos cursos de secundaria.
Los tres ejemplos o modelos se entretejen entre sí, hasta constituir un cuadro global en cierta medida integrado (Fig. 5.1). La coreografía, en tanto que acción escénica, presenta muchos rasgos comunes con la tragedia y ésta, siendo un caso extremo de conflicto, tiene, al menos, otros tantos rasgos comunes con la gestión de los conflictos.
Image
Fig. 5.1.
Los tres ejemplos presentan dos características comunes: por una parte, evidencian la tentación continua de dejarse engañar por factores irracionales y la necesidad de hacerles frente, y por otra parte, sugieren secuencias de operaciones, condiciones concretas de ejercicio y procedimientos metódicos que pueden transferirse a actividades análogas. Pero sobre todo se presentan como experiencias particulares, aptas para la adquisición de hábitos reflexivos.
De hecho, consideramos que en este caso vale también el principio áureo de la didáctica, según el cual la experiencia debe preceder a la teoría. No se trata de realizar experiencias en detrimento del aprendizaje de los principios y de la interiorización de las correspondientes convicciones, sino de obtener y convalidar principios y convicciones mediante la reflexión sobre la experiencia.
Las secuencias mencionadas en la parte teórica —pensamos en particular en las propuestas por Kolb (experiencia concreta, observación reflexiva, conceptualización abstracta y experimentación activa) y por Quaglino (experiencia, reflexión, interpretación y narración)— se recomiendan también para la adquisición de hábitos reflexivos.
O lo que es lo mismo: para ser reflexivos, hay que realizar experienciar ad hoc y reflexionar sobre ellas.
SEXTO CAPÍTULO
Percibir y controlar el cuerpo y el movimiento
ÁREAS DE INTERÉS: actividad física, educación artística, moral y social.
EDAD ACONSEJADA PARA LOS PARTICIPANTES: todos los niveles (preferiblemente, en educación primaria).
La primera forma de reflexividad o dicho de otro modo, de autoconsciencia del yo, es la percepción del propio cuerpo; la percepción de su fisicidad, del relativo bienestar o malestar, del estado de quietud o agitación en el que se encuentra, de las sensaciones y las turbaciones que experimenta. La percepción de las fuerzas y de las pulsiones que lo impulsan, de las resistencias que opone y las que contrarresta, de su situarse y moverse en el espacio, de la duración y la interrupción de los gestos, actos y acciones en el tiempo, de los contactos, de los encuentros y desencuentros con cosas y personas.
La inseparabilidad de la relación con sí mismo y la relación con el otro de sí mismo, abordada en la parte teórica de este libro, halla una confirmación puntual en la experiencia de la corporeidad. La propia corporeidad se define en relación con la corporeidad ajena.
La autoconsciencia del Yo corpóreo se da dentro de una red de interacciones con otros cuerpos: con aquellos que nos sostienen, nos faltan o nos obstaculizan, con aquellos a los que nos acercamos o de los que nos alejamos o que, sea como sea, identifican nuestra posición en el espacio. Todo interactúa con nosotros, haciéndonos captar, a un tiempo, nuestra corporeidad y la de los demás.
Como se ha señalado (lo señaló Maine de Biran y, más recientemente, se ha dicho desde la fenomenología y desde la psicología), hay al menos dos experiencias que muestran de forma eminente esta correlación: la del tacto y la del esfuerzo. Cuando toco algo, yo advierto a la vez, de forma completamente indistinta, mi tocar y la cosa tocada. De forma análoga, cuando realizo un esfuerzo, sobre mi cuerpo y en los otros cuerpos, advierto, en el mismo instante y con un único acto, tanto mi esfuerzo como la resistencia que se me opone.
La percepción del yo corpóreo es la primera forma de reflexividad. Sobre ella se insertan todas las otras formas. Aquellas que conciernen al situarse en el espacio y en el tiempo, al mirar y al observar, al establecer relaciones físicas e interpersonales, al escuchar y al responder, al imaginar y pensar, y al actuar y colaborar.
La psicología y la sociología, la fenomenología y las neurociencias, han indagado en la riqueza de percepciones y relaciones vinculadas con la corporeidad propia y englobadas en el marco de las operaciones reflexivas de la persona. De forma semejante, son muchas las experiencias que atestiguan este dinamismo o que lo utilizan como recurso expresivo y formativo. Señalamos aquí una muy particular, realizada en Parma por Virgilio Sieni y por su compañía1.
Posters para un «Manifiesto para una joven revolución»
Parma, inicios de febrero del 2008. Por las calles del centro aparecen manifiestos que retratan a niños en posturas más bien improbables. Son ocho fotografías, bellísimas, distribuidas en cuarenta ejemplares. Los paseantes las miran, se interrogan, no entienden. El título que llevan, Manifiesto por una joven revolución, no ayuda a hacer más comprensibles las imágenes ni el mensaje que querrían transmitir.
También el autor de estas líneas vió estos carteles, le conmocionaron y se quedó perplejo. Pero, al repasarlos, reconoció entre los niños a su nieto. Entonces se abrió camino, en su memoria, el recuerdo de una noticia que había recibido. «¿Sabes abuelo, le había dicho el nieto, que buscan a niños para hacer un espectáculo? Mamá y papá han dado mi nombre, me han seleccionado junto a otros niños y hemos empezado a hacer las pruebas». El hijo y la nuera habían mencionado brevemente el asunto también.
Se desvela entonces el misterio: las fotografías expuestas presentan a los niños mientras preparan el espectáculo y constituyen un anuncio. La «improbabilidad» de las posturas se debe al hecho de que se trata —es más, se tratará— de una representación coreográfica. Qué será, propiamente, o podrá ser, por el momento es algo que no sabemos. Lo hemos entendido y apreciado cuando hemos podido, finalmente, asistir al espectáculo Manifiesto para una joven revolución. Quienes lo han visto han admirado la singularidad, la ligereza y elegancia de los movimientos y de las figuras, la riqueza expresiva, la calidad y el dominio de la escena logrados por los niños.
Pero procedamos siguiendo un orden e ilustremos esta experiencia debidamente. El espectáculo y la publicación que lo han acompañado y lo ilustra (a la que de ahora en adelante nos referiremos como el «texto»), llevan como subtítulo Los niños interpretan los óvalos de Correggio del Monasterio de San Paolo de Parma....

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