Profesores y profesión docente
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Profesores y profesión docente

Entre el 'ser' y el 'estar'

Miguel Ángel Zabalza Beraza, Mª Ainoha Zabalza Cerdeiriña

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Profesores y profesión docente

Entre el 'ser' y el 'estar'

Miguel Ángel Zabalza Beraza, Mª Ainoha Zabalza Cerdeiriña

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Información del libro

El ecosistema escolar ha ido cambiando al mismo ritmo que cambia el mundo, la realidad, la vida. Y no ha quedado al margen de este cambio el perfil del docente del siglo XXI. La definición de este nuevo perfil acorde a las demandas del presente es la idea clave que conforma este libro sobre el nuevo profesorado.Esta obra recorre distintas facetas de esta poliédrica vocación: los profesores como personas, como profesionales y como trabajadores; para finalmente preguntarse por los buenos profesores: sus características y los compromisos a los que están llamados en este momento.Un libro que nos recuerda que actuar como profesor o profesora es, sin duda, una responsabilidad pero es, también, algo que se disfruta porque está cargado de emoción, creatividad y desafíos.

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Información

Año
2020
ISBN
9788427727014
Edición
1
Categoría
Pedagogía

II

EL PROFESORADO EN EL CALEIDOSCOPIO

Como cualquier otro colectivo profesional, el de los profesores y profesoras puede ser analizado desde múltiples perspectivas y, como en un caleidoscopio, según la que se utilice tendremos visiones distintas, con distintas tonalidades y énfasis. Dentro de las muchas formas de abordar la figura de los docentes, nosotros hemos optado por una aproximación sencilla pero que nos permita destacar los tres perfiles básicos de todo profesor: lo que es como persona, lo que es como profesional y lo que es como trabajador. Los tres aspectos influyen de una manera clara en el desarrollo de su función y condicionan el que su trabajo resulte de mayor o menor calidad.

Capítulo 2

Los profesores y profesoras como personas

Quizás sea éste el aspecto por el que debemos comenzar nuestras consideraciones al hablar del profesorado. Sin una exagerada hipocondría profesional (no somos ni más ni menos que cualquier otro grupo de profesionales) pero sin dejar de resaltar la importancia de esta dimensión por los especiales efectos que tiene sobre nuestro trabajo.
“Los profesores enseñan tanto por lo que saben como por lo que son”. Esta vieja sentencia pedagógica ha recibido escasa atención en el ámbito de la formación docente. Se diría que, a la vista de las disposiciones sobre selección, promoción o evaluación del profesorado, la dimensión personal desaparece o se hace invisible en el ejercicio profesional. Lo que uno mismo es, siente o vive, las expectativas con las que desarrolla su trabajo se desconsideran como variables que pudieran afectar la calidad de la enseñanza. Pero parece claro que no es así y que buena parte de nuestra capacidad de influencia en los estudiantes se deriva precisamente de lo que somos como personas, de nuestra forma de presentarnos, de nuestras modalidades de relación con ellos.
Esta preponderancia del personaje sobre la persona se hace más patente cuanto más nos vamos elevando en el sistema educativo. Es fácil sentir los anhelos y la personalidad de una profesora de Educación Infantil, pero cada vez se hace más difícil adivinarlos a medida que uno transita de la Primaria a la Secundaria. En la Universidad hasta parecería mal visto preocuparse por la dimensión personal del profesorado. O tomar en consideración variables que tienen que ver con la personalidad docente como, por ejemplo, preocuparse en exceso por los estudiantes. Sonaría a paternalismo. Pero en el pecado tenemos la penitencia.
Hace unos años, siendo director del ICE de la Universidad de Santiago, solía preguntar a los estudiantes que accedían al CAP (periodo de formación pedagógica tras la licenciatura para quienes desean optar a la docencia en la Enseñanza Secundaria) cuál de las etapas educativas por las que habían transitado (preescolar, primaria, secundaria, universidad) les había influido más; cuál les había dejado una huella más importante en su vida. Y saben qué, nadie señalaba que fuera la universidad. Más bien, se mostraban despectivos con nosotros. Su paso por la universidad, decían, no les había aportado nada significativo para sus vidas, apenas si habían sacado nada en limpio salvo los aprobados en los exámenes. Un panorama muy frustrante para quienes intentamos vivir y hacer vivir la universidad como un periodo de enriquecimiento personal y científico.
LA PERSONA QUE ENSEÑA
Insistir en que los docentes somos personas puede parecer una obviedad que poco aporta. Cualquiera podría señalar que todos los profesionales son personas, desde el policía al camarero, desde la doctora a la arquitecta o quien conduce un autobús o trabaja como guía de turismo. Con todo, esta condición de persona afecta de manera especial a quienes hemos de ejercer nuestro trabajo con otras personas. La enseñanza es un ejercicio de “cuerpo a cuerpo” con nuestros estudiantes. Se trata de un proceso mediado por las características personales de ambos, las suyas como estudiantes y las nuestras como profesores o profesoras.
Y cuanto más vulnerables son esas personas con las que trabajamos, más importancia adquiere nuestra condición de persona y la forma en que nuestras características personales influyen en la forma de llevar a cabo nuestro trabajo.
Comenzaremos contando una experiencia reciente. Nuestra universidad, como otras muchas, acababa de implantar el máster de formación del profesorado de secundaria surgido a raíz de la implantación de las nuevas titulaciones de Bolonia. Me había tocado dar clase a un grupo que abarcaba las especialidades de las diferentes Lenguas Extranjeras, así como Castellano y Gallego. Eran unos 60 estudiantes ese primer año. Venían, como suele ser habitual en estos casos, llenos de prejuicios y mala leche por la exigencia de tener que hacer un curso que los habilitara para presentarse a las oposiciones a profesores y profesoras de secundaria. No suele ser plato de gusto para ellos. Por si fuera poco esfuerzo acabar la carrera y cuando ya piensan que llegaron a la meta porque ya tienen en su poder el título de licenciado/a en Química, en Filología, en Farmacia, en Historia, etc., van y les obligan a hacer otro curso más de, como suelen decir ellos, “rollos pedagógicos”. Eso los irrita sobremanera y llegan a nuestras aulas desesperados. A falta de otras alternativas, quieren ser profesores pero no aceptan que para ello tengan que perder un año (que podrían aprovechar haciendo un máster que les sirviera para continuar el doctorado en su especialidad) estudiando cosas que, según ellos, poco tienen que ver con su carrera o sus expectativas. Además, casi todos ellos piensan que no hace falta un curso previo para saber enseñar. Eso es algo que se aprende con la práctica. Dedicar un año a cosas así, que ni siquiera te preparan para la oposición, es una pérdida de tiempo.
Así llegaron, también, aquel primer día de curso. Era difícil ver alguna pizca de ilusión por el trabajo que debíamos comenzar juntos. Mal inicio.
Entonces se nos ocurrió que deberíamos comenzar desbrozando prejuicios. Siguiendo la parábola del sembrador, cualquier cosa que pudiéramos decir en aquella situación caería, como poco, en un árido pedregal y poco cabría esperar de aquella siembra. Así, después de algunos saludos de rigor, en los que no faltaron ciertas puyas (eso sí, inteligentes, porque, al final, eran chicos y chicas licenciados y con buena cabeza) se les propuso que recordáramos juntos su experiencia como estudiantes. Si todo salía como esperaban, también ellos y ellas serían profesores en unos cuantos años y nos gustaría, les dijimos, saber qué tipo de recuerdos tenían de quienes habían sido sus profesores a lo largo de los ya muchos años pasados en las escuelas.
Como ya teníamos experiencia de veces anteriores en las que lo que seguía a esta invitación era una caótica catarsis de quejas y descalificaciones, preferimos hacerlo de una forma un poco más reglada. Tras una corta catarsis les invitamos a que, para que todo el mundo pudiera opinar, lo hiciéramos por escrito. Les pedimos que en una hoja de papel señalaran el nombre de los dos profesores o profesoras, no importaba de qué etapa educativa, que más les habían gustado, aquellos que mejor recuerdo habían dejado en ellos. Y para que la cosa no fuera ni farragosa ni lenta, la petición fue que señalaran esos rasgos siguiendo la estructura del Twiter: en 140 caracteres. Fueron generosos y se pusieron a la tarea.
Suele gustar ese volver sobre la propia historia para rescatar buenas sensaciones. Tras la identificación de los dos nombres, les pedimos que señalaran en cada uno de ellos qué era lo que les hizo tan especiales para ellos: qué tenían, cómo eran, qué hacían, por qué se merecieron esa consideración positiva en sus recuerdos. Todo en 140 caracteres. Y allí se enfrascaron en señalar algunas características de esos buenos profesores/as de sus recuerdos.
Cuando acabamos con los buenos, comenzamos con los malos recuerdos. También los hay, ciertamente, y también han dejado su huella en nosotros. Les pedimos otros dos nombres, igualmente, pero algunos dijeron que no eran capaces de recordar dos nombres pero sí uno; otros, en cambio, decían que eran legión. Nuestra memoria es generosa y trata de diluir los malos recuerdos para que dejen de perturbar. Uno o varios, pero también fueron anotando en sus hojas de memorias aquellos profesores que menos les gustaron y, como habían hecho con los mejores, les fueron atribuyendo aquellos rasgos o formas de actuar que les caracterizaban.
Llegados a ese punto comenzó nuestro trabajo de análisis: ¿qué es importante en un profesor?, ¿qué es lo que le hace merecedor de un recuerdo positivo o de un recuerdo negativo en la mente de quienes han sido sus estudiantes? No se trataba de acudir a un elenco teórico de cualidades docentes, sino de construirlo desde el recuerdo de ellos mismos.
Para poder discriminar mejor sus respuestas (y llevarlos a nuestro terreno, obviamente) les pedimos que diferenciaran sus anotaciones en tres categorías:
Las que se referían a aspectos personales de los profesores/as recordados.
Las que afectaban a aspectos relacionados con su dominio de la materia que enseñaban.
Las que hacían alusión a las condiciones didácticas de su trabajo (que explicaba bien, que evaluaba bien, que organizaba buenas actividades, etc.).
El resultado fue (siempre lo es) muy esclarecedor. Los aspectos señalados se recogen en la siguiente tabla:
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Tabla 1: Aspectos recordados en mejores y peores profesores
Como puede constatarse, los resultados son jugosos y merecen algún comentario
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Destacan menciones que tienen que ver con las características personales de los profesores recordados. Se mencionaban las cualidades humanas que definían tanto los recuerdos positivos como los negativos de sus profesores: “se preocupaba, nos trataba bien, era simpático, era cercano, estaba disponible para resolver tus problemas…” o los aspectos contrarios.
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En segunda posición aparecen, las cualidades didácticas de sus profesores: “explicaba bien, nos hacía trabajar mucho, sus clases eran muy interesantes, era exigente pero justo, animaba mucho…”. La posesión de esas habilidades o la carencia de ellas tenían el mismo peso en su imagen/recuerdo.
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Sólo en tercer lugar aparecían características relacionadas con su dominio de la disciplina: “sabía mucho, ponía unos ejemplos muy claros, controlaba mucho (la materia), había escrito libros”. Y este aspecto pesa más en los buenos que en los malos profesores.
Los primeros sorprendidos fueron los propios estudiantes. Ellos venían con muchos preconceptos sobre los aspectos pedagógicos y didácticos vinculados a la tarea de enseñar. Se conoce que durante la carrera habían ido gestando la idea de que para enseñar bien basta con saber mucho de lo que tienes que enseñar. Pero incluso esa idea, debía resultarles contradictoria puesto que cuando hablaban de sus profesores universitarios lo que más criticaban en ellos y ellas no era, precisamente, que no supieran (en algunos casos, también), sino que con ellos no aprendieron casi nada, o que no llevaban bien sus clases, o que eran muy creídos y distantes. En fin, la letanía habitual.
Resultados de este tipo son habituales en la literatura pedagógica. Algo similar a lo que hemos contado aquí lo ha constatado también Vaello (2009). Parece claro que los componentes técnicos y didácticos de la profesión docente siendo, obviamente, necesarios, no completan el conjunto de cualidades que ha de poseer un docente. Y la consecuencia básica de ese punto de partida no puede ser otra que el asumir que los docentes hemos de prestar especial atención no sólo a lo que sabemos sino a lo que somos y a la forma en que vivimos nuestra profesión (es decir, la forma en que nuestras características personales afectan al ejercicio profesional).
Nos parece importante empezar por este necesario redimensionamiento de qué significa ser profesor o profesora. En los últimos años hemos asistido a increíbles movimientos antipedagógicos. Bajo el pretexto de que se requiere un alto dominio de los conocimientos disciplinares para poder enseñarlos, cosa de la que nadie en su sano juicio puede dudar, se han hecho manifiestos, se han firmado cartas, se han publicado reflexiones y ensayos en periódicos y medios de comunicación. Todo para plantear la hipótesis cruel de que la enseñanza que se hace en la actualidad es de nula calidad y lo es por culpa de quienes defienden la necesidad de conocimientos pedagógicos para poder ejercer la profesión docente.
En cualquier caso, resulta fácil comprender que existen formas muy diferentes de afrontar el trabajo educativo. La disyuntiva entre el ser y el estar que da título a este libro afecta, también, a esta cuestión de las vivencias personales con que se vive el proceso de enseñar/educar. Esa combinación de intervenciones que es la enseñanza supera con mucho los aspectos técnicos que, sin duda, incluye. Es un compromiso personal que exige el ser y no solo el estar o “hacer de”. Como señalaba Magalhães (1984): “o essencial não está decerto nos programas, mas no profesor e sua capacidade de despertar personalidades”. Ése es el gran objetivo despertar personalidades
Dentro de las características personales que nos parecen interesantes por su especial impacto en las prácticas profesionales quisiéramos destacar las siguientes: los ciclos de vida, los núcleos de satisfacción e insatisfacción personal y profesional, la carrera docente.
LOS CICLOS DE VIDA
Los ciclos de vida constituyen un aspecto relevante en el desarrollo profesional del profesorado (Floden y Huberman, 1989; Bolivar 1999). Los discursos feministas de los últimos años han resaltado, con razón, este aspecto por su incidencia en el progreso profesional y por la dificultad que se genera, sobre todo en los primeros años de trabajo, para conciliar la vida académica y la personal. Pero es una dificultad que afecta no sólo a las mujeres sino a todos: los primeros años son los más difíciles pues en ellos se agolpan muchas presiones tanto académicas como personales. La presión sobre el profesorado y sobre quienes pretenden serlo resulta enorme. El diferencial entre candidatos y plazas disponibles es cada vez mayor, lo que supone varios años de preparación de las oposiciones. Los pocos afortunados que logran superarlas entran en un sistema que les exige mucho pero les ofrece escaso apoyo. Y así seguirán durante años. En algunos casos preocupados por hacerlo lo mejor posible. En otros, adaptándose a las rutinas que las instituciones plantean.
Las personas vamos evolucionando, nuestra vida personal va pasando por etapas en las cuales tanto las disposiciones como las capacidades van alterándose. El ejercicio de la docencia (como el de otras profesiones) debe combinarse con el de otras funciones personales, familiares y sociales que entran, en ocasiones, en colisión. Las fuentes de vitalidad y energía, tan necesarias, en la atención a niños pequeños se van modificando. Nuestra biografía está compuesta de picos y valles que no pueden sino afectar de manera relevante a la forma en que encaramos y desarrollamos nuestro trabajo. No es lo mismo atender con prontitud y alegría una clase de 25 niños de 4 años cuando uno tiene 30 que cuando ha llegado a los 50. Ni para estar en disposición de responder a la lluvia de porqués de niños de 7 años. Ni para soportar la inquietud y los desafíos latentes de los adolescentes de nuestra clase.
En el caso de la docencia universitaria, produce una cierta angustia solidaria el ver a las nuevas generaciones de interinos, becarios y profesorado novel viviendo un sinvivir con la necesidad perentoria de acumular méritos a cualq...

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