Uno
Meditación sobre la vida estudiosa
Fernando Bárcena
«Solo en la independencia de las cosas, como en el silencio de las pasiones, es posible estudiar» (Senancour, 2010, p. 90).
La consumación de la lectura, decía Hugo de San Víctor en su Didascalicon de studio legendi –normalmente traducido como «El afán por el estudio»– es la meditatio. La lectura, les decía a los monjes a quienes instruía, compromete el cuerpo entero, y es una forma de vida. En la meditación –que no era, en ese mundo monacal, un mero ejercicio intelectual– se degusta, se saborea y se personaliza el texto leído. Hugo de San Víctor recoge la tradición griega y cita explícitamente el «conócete a ti mismo» (gnothi seauton) que recorrerá toda la tradición antigua. Leer, en el seno de dicha tradición, constituía un verdadero trabajo del espíritu en el que el lector se libera de las preocupaciones cotidianas y se repliega sobre sí –leyendo tan deliberadamente como el libro fue compuesto– para meditar con serenidad, permitiendo que los textos hablen por y desde ellos mismos. Lo que Hugo pide al lector, como escribirá Ivan Illich en El viñedo del texto, su comentario del libro de este monje agustino del siglo XII, es «que se exponga a la luz que emana de la página […] de tal modo que pueda identificarse a sí mismo, reconocer su yo» (Illich, 2002, p. 33).
El texto que el lector tiene en sus manos es, de alguna forma también, el resultado de una personal e íntima degustación prolongada en el tiempo de algunas obras filosóficas y literarias acerca de la vida estudiosa. Pretendo ofrecer en él una meditación sobre el estudio considerado como una forma de vida. Hablaré del estudio (studium) como algo que se hace y como un lugar (un espacio, el cuarto o gabinete de estudio) donde se hace ese algo.
Los estudiosos pueden serlo en el ámbito de las «letras» como en el de las «ciencias» (si bien la antigua República de las Letras remitía a ambas). El lector voraz y el humanista, tanto como el científico en su laboratorio, o el naturalista; el pintor y el escultor; el músico, el novelista o el poeta, el artista, en fin, todos ellos pueden ser, en el sentido que quiero considerar aquí, estudiosos, por el particular estado de ánimo que les recorre. Pero por lo que se refiere a mis consideraciones en este texto, siempre que hable del estudio, del estudioso, o cuando me refiera a la vida estudiosa, tendré en cuenta a ese profesor que busca transmitir en el aula lo ganado por él o ella en su actividad y a través de una forma de vida estudiosa: alguien que lee y toma notas en sus cuadernos, y que dedica un tiempo a la vita contemplativa. Y quiero deliberadamente defender esta expresión en un tiempo poco proclive a la contemplación.
El modo en que voy a tratar esa vida estudiosa le debe mucho a la antigua tradición grecolatina que entendía la actividad filosófica como un «ejercicio espiritual», como un «arte de vivir» (Pierre Hadot, 2001 y 2006; Foucault, 2001, 2008, 2009 y 2014; Greish, 2005; Nehamas, 2005; Pavie, 2012; Pérez Cortés, 2004), o como un «cuidado de sí». En su curso del Collège de France Hermenéutica del sujeto, Foucault decía que si la filosofía es la forma de pensamiento que se interroga acerca de lo que permite al sujeto tener acceso a la verdad, la «espiritualidad» no sería sino «la búsqueda, la práctica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad» (Foucault, 2001, p. 16). En la vida estudiosa también se operan transformaciones en el sujeto mientras estudia. La tradición antigua, que puso el énfasis en la importancia de este «cuidado de sí» (epimeleia heautou), frente al «conocimiento de sí» (gnothi seauton) –en la preeminencia, finalmente olvidada por la modernidad, del «momento socrático» (que pone el acento en la transformación de uno mismo), frente al «momento cartesiano» (que pone el acento en el conocimiento)– lo que viene a sugerirnos es que lo que los griegos denominaban «espiritualidad», dicho con Foucault: «[P]ostula que la verdad no se da al sujeto como un mero acto de conocimiento […] Postula que es preciso que el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho de acceso a la verdad» (Foucault, 2001, p. 17). Acerca de la expresión forma de vida, Giorgio Agamben dice que «una vida que no puede separarse de su forma es una vida para la cual, en su modo de vivir, está en juego el vivir mismo» (Agamben, 2017, p. 233). Aplicada esta fórmula al caso del estudio, diremos que el estudioso, en su afán, hace de su actividad (el estudiar) un estilo de vida que configura su entera subjetividad como estudioso.
Entendida como algo que se hace, como una actividad, el estudio podría pensarse como una especie de «práctica», un poco en el sentido en que consideró este concepto Alasdair MacIntyre en After Virtue, es decir, una noción que «comprende las investigaciones de la física, la química, y la biología, el trabajo del historiador, la pintura y la música» (MacIntyre, 1987, p. 236). En estos y otros campos, sus «ejercitantes» –y empleo esta palabra con toda intención– se dedican de lleno a sus actividades con una especie de ánimo estudioso. Si bien cada una de estas prácticas están cobijadas en instituciones mayores que persiguen sus propios fines (ejemplaridad social, prestigio, poder, dinero), tales fines no tienen por qué coincidir con los fines o bienes de las prácticas que ellas mismas cobijan, y que son internos a las mismas actividades realizadas. Es participando de determinada manera en dichas actividades como sus ejercitantes alcanzan el bien de cierta clase de vida: «Esa vida puede que no constituya toda la vida para el pintor que lo es desde hace mucho, o puede serlo durante un período, absorbiéndole como a Gauguin, a expensas de casi todo lo demás» (MacIntyre, 1987, p. 236). Pero el asunto es que, como en este caso –en el que el pintor vive como pintor–, el estudioso, al ejercitar su actividad ...