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La tierra
«El abastecimiento de comida de una gran ciudad
es uno de los fenómenos sociales más llamativos;
está repleto de enseñanzas en todas sus facetas.»
GEORGE DODD
La comida de Navidad
Hace un par de años, en vísperas de Navidad, cualquiera que tuviera acceso a la televisión británica y a algún equipo de grabación pudo obsequiarse con una velada surrealista. A las nueve de la noche, emitieron simultáneamente dos programas sobre cómo se elaboran nuestras comidas de Navidad. Había que ser un poco aplicado, además de estar bastante obsesionado con el tema, para ver los dos programas, pero si se decidía pasar la noche así, como hice yo, el efecto era auténticamente desconcertante. Primero estaba Rick Stein’s Food Heroes Christmas Special [Especial navideño de Héroes de la Comida de Rick Stein], en el que el líder absoluto de Gran Bretaña en productos agrícolas de alta calidad se subía a su Land Rover (acompañado por su fiel terrier Chalky) dispuesto a localizar el salmón ahumado, el pavo, las salchichas, el pudin de Navidad, el queso Stilton y el vino espumoso más exquisitos que la nación podía ofrecer. Transcurrida una hora de paisajes maravillosos, música estimulante y alimentos muy apetecibles, uno casi no podía soportar tener que esperar seis días para hincar de verdad el diente al prometido festín. Pero si entonces decidías visualizar el programa que habías grabado en el DVD, encontrabas el antídoto para todo aquello. Mientras Rick y Chalky se ocupaban de infundir en millones de nosotros el encantador espíritu festivo de la BBC2, en Channel 4, la periodista Jane Moore, de The Sun, se había dedicado a convencer a otros cuantos millones de personas de que no volvieran a probar jamás una comida de Navidad.
Detalle de Alegoría del buen gobierno, de Ambrogio Lorenzetti. Un extraño destello de perfecta armonía entre la ciudad y el campo.
En What’s Really in Your Christmas Dinner [¿Qué hay realmente en su comida de Navidad?], Moore analizaba la misma comida tradicional que Rick Stein, pero escogiendo sus ingredientes en otros proveedores muy distintos. Utilizando grabaciones secretas en establecimientos industriales no especificados, mostraba cómo se produce la mayor parte de lo que comemos en Navidad. Y no era una imagen muy bonita. En una granja polaca había cerdos encerrados en cochiqueras tan estrechas que ni siquiera podían darse la vuelta en su interior; pavos amontonados en enormes granjas oscuras donde había tan poco espacio para moverse que muchos se quedaban sin fuerzas para levantarse. Se pidió al chef Raymond Blanc, habitualmente sereno e inalterable, que realizara el examen de un ejemplar muerto, lo que reveló con un fervor rayano en lo macabro que tenía los huesos deplorablemente frágiles y el hígado inflamado y encharcado en sangre (ambas cosas como consecuencia del crecimiento acelerado). Si la vida de estas aves resultaba ya desalentadora, su forma de morir era aún peor. Arrojados al interior de camiones atrapándolos por las patas, se los colgaba después cabeza abajo en los ganchos de una cinta transportadora y se les introducía la cabeza en un baño adormecedor que los dejaba inconscientes (aunque no siempre) para, acto seguido, cortarles el cuello.
De regreso a BBC2, Rick Stein también abordaba lo que él denominó el «innombrable asunto de los pavos: matarlos». El tema surgió cuando visitó a Andrew Dennis, un granjero ecológico cuyos pavos se crían en bandadas de doscientos o menos ejemplares en bosques naturales, donde pueden alimentarse en libertad, exactamente igual que habían hecho sus antepasados en la vida silvestre. Dennis considera que su empresa de cría de pavos es ejemplar, y espera que los demás imiten su modelo. «De todos los animales de granja —dice—, los pavos son, con diferencia, los peor tratados. Y esa es la razón por la que hemos puesto en marcha un proyecto de cría y alimentación respetuosa con ellos». Cuando llega el momento de matarlos, se lleva a las aves a un viejo cobertizo que les resulta conocido y se les mata uno a uno, fuera de la vista de los demás. Cuando en el año 2002 el matarife no apareció por allí, Dennis puso en práctica lo que predica y mató a todas y cada una de sus aves él mismo. «La calidad de la vida es importante, pero la de la muerte también —explica—, y como yo ofrezco ambas cosas, creo que me puedo sentir cómodo con lo que hago». Así que esa es la cuestión. Si quiere comer pavo en Navidad y seguir sintiéndose bien consigo mismo, puede gastarse unos 60 euros en un ave «feliz». De lo contrario, puede pagar menos de la cuarta parte de esa cantidad y tratar de no pensar demasiado en cómo se crio y se mató al animal. Es fácil adivinar qué es lo que hacemos la mayoría.
Resulta comprensible que uno se sienta confundido respecto a la comida que se consume en la Gran Bretaña actual. En los medios de comunicación se ofrece una cobertura absoluta sobre ella, cada vez más polarizada entre los «alimentos gourmet», por los que precisamente es famoso Rick Stein, y esa especie de revelación del espanto y el horror ofrecida aquella noche por Jane Moore. La aparición por todas partes de mercados de granjeros, tiendas de exquisiteces y restaurantes exclusivos hace que nos creamos inmersos en una revolución gastronómica, pero nuestra cultura alimentaria cotidiana desmiente esa percepción. Jamás hemos gastado en comida menos de lo que gastamos ahora: en el año 2007, la compra de comida representó solo el 10 por ciento de nuestros ingresos, cifra a la que había descendido desde el 23 por ciento de 1980. El 8 por ciento de nuestros comestibles es adquirido en supermercados, y lo que escogemos se ve abrumadoramente influido por el coste, muy por encima del gusto, la calidad o la salud. También estamos perdiendo nuestras destrezas culinarias: la mitad de los menores de 24 años dicen que nunca cocinan a base de ingredientes no elaborados y una de cada tres comidas que se ingieren en Gran Bretaña es un plato precocinado. Difícilmente se puede considerar eso una revolución.
De hecho, la cultura alimentaria británica es poco menos que esquizofrénica. Al leer los periódicos dominicales cualquiera pensaría que somos una nación de gastrónomos rampantes, pero pocos de nosotros sabemos gran cosa de alimentación o nos preocupamos por invertir en ella tiempo o esfuerzo. Pese a la recién adquirida fama de gourmets, seguimos siendo la primera nación de Europa en fuellies, satisfechos de que la comida ocupe un lugar secundario mientras continuamos con nuestra ajetreada vida, inconscientes de lo que se precisa para mantenernos alimentados. Nos hemos acostumbrado tanto a comer barato que pocos nos preguntamos cómo es posible, pongamos por caso, comprar un pollo por menos de la mitad de lo que cuesta un paquete de cigarrillos. Aunque, si nos paráramos a pensarlo un instante, o saltáramos un momento al programa What’s Really in Your Christmas Dinner, enseguida averiguaríamos que la mayoría nos mantenemos al margen de este tipo de revelaciones clarificadoras. Es como si la carne que nos metemos en la boca no guardara ninguna relación con el ave viva. Sencillamente, no establecemos esa relación.
¿Cómo un país de amantes de la naturaleza y propietarios de perros puede ser tan insensible con los animales que criamos para comer? Todo se reduce a nuestro estilo de vida urbano. Nosotros, la primera nación de la Tierra que se industrializó, llevamos siglos perdiendo el contacto con la vida rural. En Gran Bretaña, más del 80 por ciento de las personas viven ahora en ciudades, y lo más cerca que han estado del campo «real» —es decir, del t...