Mujeres singulares
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Mujeres singulares

George Gissing, Alejandro Palomas

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Mujeres singulares

George Gissing, Alejandro Palomas

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«En este feliz país nuestro hay medio millón más de mujeres que de hombres. [...] Tantas mujeres solteras para las que no existe posibilidad de pareja. Los pesimistas las llaman vidas inútiles, perdidas y vanas. Ni que decir tiene que yo, como parte integrante de ese grupo, no pienso así.»Estas palabras de Rhoda Nunn, la heroína de Mujeres singulares (1893), que trabaja para «endurecer el corazón de las mujeres» y es un modelo de independencia para ellas, introducen acertadamente el problemático ambiente de esta novela, en la que el proyecto de emancipación feminista, en lo económico y en lo intelectual, se entrelaza con una ilustración profunda y acerada de los avatares del «corazón» comprometido en estas causas. Dos historias de amor puntúan el conflicto: por un lado, la propia Rhoda, halagada por el galanteo de un hombre liberal y poco ortodoxo que se ha propuesto conquistarla; y por otro, la joven Monica Madden, que se casa con un solterón al que no ama y que llegará a considerar la posibilidad de fugarse con un amante como «un deshonor comparable a quedarse junto al hombre que reclamaba legalmente su compañía».Como dijo Virginia Woolf, «Gissing es uno de esos novelistas extremadamente insólitos, que cree en el poder de la inteligencia, que hace a sus personajes pensar», y Mujeres singulares es un magnífico ejemplo de los dramáticos vaivenes de la experiencia y de su pensamiento.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490657188
Categoría
Literature
Categoría
Classics
CAPÍTULO XXII
EL HONOR EN LOS MOMENTOS DIFÍCILES
Ese domingo por la tarde, en casa de la señora Cosgrove, Monica sólo tenía ojos para una persona. Su visita era prácticamente una cita para encontrarse con Bevis, con quien se había visto dos veces desde que fuera a visitarle a su piso. Uno o dos días después, Monica había recibido una llamada de las hermanas Bevis, que le recordaron que su hermano estaba a punto de partir hacia Burdeos, así que Monica las invitó a comer. Dos semanas después de aquella comida se encontró por casualidad con Bevis en Oxford Street. Bevis tenía tanta prisa que no pudo quedarse con ella más de dos minutos, pero acordaron verse en casa de la señora Cosgrove el domingo siguiente. Allí se encontraron.
Monica no dejaba de temblar por temor a ser observada y a levantar sospechas con su visita. Ese día no había mucha gente en casa de la señora Cosgrove y, después de intercambiar algunas palabras con Bevis, se acercó a hablar con su anfitriona. No se aventuró a obedecer las miradas que su confeso amante le lanzaba mientras ella conversaba hasta pasada media hora. Bevis parecía tan relajado, tan poco alterado, que Monica se preguntó si no habría interpretado mal el significado de sus atenciones. Por un momento esperó que así fuera, pero al instante siguiente deseó con todas sus fuerzas ver en él algún signo de apasionada devoción, y a la vez pensaba, angustiada, en el día, ya tan cercano, en que él se habría marchado para siempre. Ése, creía ardientemente, era el hombre que tendría que haber sido su marido. A él sí podría amarle de verdad, hacer de sus deseos órdenes y dedicarse a él en cuerpo y alma. La independencia por la que había estado luchando con uñas y dientes desde el día de su boda no era más que el deseo de libertad para poder amar. Si se hubiera comprendido a sí misma como ahora lo hacía, su vida jamás se habría convertido en la tortura que ahora era.
–Las chicas –decía Bevis– se van el jueves. Estaré solo el resto de la semana. El lunes llevaré los muebles al Pantechnicon, y el martes… me marcharé.
Cualquiera habría dicho que estaba ilusionado ante la perspectiva de su viaje. Monica miraba a los demás grupos conversar en la habitación con una sonrisa clavada en los labios. Nadie le prestaba atención. En ese momento oyó murmurar a su acompañante. Bevis no había dejado de hablar, pero ahora lo hacía en un tono apenas audible.
–Ven el viernes por la tarde a las cuatro.
Se le aceleró el corazón y fue consciente de que el color de sus mejillas la estaba traicionando.
–Ven, una vez más, por última vez. Será como antes… como antes. Charlaremos durante una hora y luego nos diremos adiós.
Monica se quedó sin habla. Bevis, advirtiendo que la señora Cosgrove les miraba, se echó a reír de pronto, como si acabaran de compartir algún comentario gracioso, y retomó su tono animado. Monica también se echó a reír. Después de seguir fingiendo durante un breve intervalo, el suave murmullo acarició sus oídos.
–Te estaré esperando. Sé que no me negarás esta última petición. Algún día –se le había apagado la voz–, quizá algún día… quién sabe.
Una terrible esperanza le recorrió el cuerpo. Los ojos de un desconocido la miraron y Monica volvió a reír.
–El viernes a las cuatro. Te estaré esperando.
Ella se levantó, recorrió la habitación con la vista y le tendió la mano, despidiéndose de él con absoluta neutralidad. Sus miradas no se encontraron. Monica fue en busca de la señora Cosgrove y salió de la casa en cuanto pudo.
Widdowson salió a recibirla cuando entraba en casa. Monica pudo leer en su semblante que algo extraordinario había ocurrido y se puso a temblar frente a él.
–¿Ya estás de vuelta? –exclamó Widdowson con una sonrisa triste–. Date prisa, cámbiate y ven a la biblioteca.
Si él hubiera descubierto algo (por ejemplo la mentira que ella le había contado hacía un mes, o esa más reciente cuando, sin causa justificada, le había dicho que había estado en la conferencia de la señorita Barfoot), no tendría esa mirada ni le hablaría así. Deprisa, casi sin aliento, Monica se cambió de vestido y obedeció sus órdenes.
–La señorita Nunn ha estado aquí –fueron sus primeras palabras.
Monica palideció. Naturalmente él se dio cuenta. Ella se preparó para lo peor.
–Quería verte porque se va el lunes. ¿Qué te ocurre?
–Nada. Has empezado a hablar de una forma tan rara…
–¿En serio? Tú sí que estás rara. No te entiendo. La señorita Nunn dice que todo el mundo se ha fijado en la pinta de enferma que tienes. Es hora de que pongamos remedio a eso. Mañana por la mañana nos vamos a Somerset, a Clevedon, a buscar una casa.
–Pensaba que habías renunciado a la idea.
–Eso es lo de menos.
Determinado a parecer, y a ser, enérgico, Widdowson hablaba con brusca obstinación, una tenacidad que por momentos se tornaba en violencia.
–Estoy decidido. Mañana sale un tren para Bristol a las diez y veinte. Coge sólo un par de cosas, estaremos fuera uno o dos días.
Martes, miércoles, jueves… el viernes podrían estar de vuelta. Angustiada por la incertidumbre, Monica se había decidido. Si no podía regresar antes del viernes escribiría una carta.
–¿Por qué me hablas en ese tono? –dijo con frialdad.
–¿En qué tono? Te estoy diciendo lo que he decidido hacer, eso es todo. Estoy seguro de que no me costará encontrar allí una casa. Como conoces el lugar podrás sugerirme cuáles son los sitios mejores.
Monica se sentó. Le fallaban las fuerzas.
–Cierto –continuó Widdowson, observándola con la mirada encendida–. ¡Oh, tenemos que poner fin a esto! –soltó una carcajada de enojo–. ¡No pienso prolongar esta situación ni un día más! Escribe a tus hermanas esta tarde y cuéntaselo. Quiero que las dos vengan a vivir con nosotros.
–Muy bien.
–Pero ¿no te alegras? ¿No crees que nos hará bien?
Se acercó tanto a Monica que ella sintió su aliento enfebrecido.
–Ya te dije en su momento –respondió– que haremos lo que quieras.
–¿Y no volverás a decir que te sientes prisionera?
Monica se echó a reír.
–Oh, no. No diré nada.
Apenas era consciente de las palabras que salían de su boca. Que él propusiera, que hiciera lo que quisiera; a ella le daba igual. Monica vio algo, algo que una hora antes no se habría atrevido a considerar, algo que la golpeaba con la fuerza del destino.
–Sabes que no podemos seguir viviendo así, ¿verdad, Monica?
–No, no podemos.
–¿Lo ves? –casi gritó, triunfal, animado por la sonrisa de su esposa–. Sólo hacía falta que me decidiera. He sido absurdamente débil y la debilidad de un marido equivale a la infelicidad de su mujer. A partir de hoy seré tu guía. No soy ningún tirano, pero te guiaré por tu propio bien.
Monica seguía sonriendo.
–Entonces se acabó nuestra infelicidad, ¿verdad, cariño? ¡Y cuánta infelicidad! ¡Dios mío, cuánto he sufrido! ¿No te has dado cuenta?
–Demasiado bien lo he sabido.
–¿Y ahora me compensarás por ello, Monica?
De nuevo impulsada por la irresistible fuerza, ella respondió mecánicamente:
–Haré lo que sea mejor para los dos.
Él se agachó junto a ella y la estrechó entre sus brazos.
–¡Ésa es mi mujer! Te ha cambiado la cara por completo. ¿Ves cómo el marido tiene que coger las riendas? Nuestro segundo año de casados será completamente diferente del primero. Aunque en realidad hemos sido felices, ¿verdad, querida? Es este maldito Londres lo que se ha interpuesto entre nosotros. Empezaremos de nuevo en Clevedon, como lo hicimos en Guernsey. Estoy convencido de que todos nuestros problemas eran consecuencia de tu mala salud. El aire de Londres nunca te ha sent...

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