Metamorfosis
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Metamorfosis

La fascinante continuidad de la vida

Emanuele Coccia, Pablo Ires

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Metamorfosis

La fascinante continuidad de la vida

Emanuele Coccia, Pablo Ires

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DE OVIDIO A LA PANDEMIA MUNDIALPor fin en castellano, el original e iconoclasta ensayo que ha sacudido el panorama del pensamiento contemporáneo.«En este ensayo Emanuele Coccia desarrolla una tesis tan atractiva como tranquilizadora: todos los seres vivos, desde el hombre hasta las bacterias, compartimos una misma vida, sin principio ni fin, que se ha transmitido durante siglos y no pertenece a nadie realmente». Le Monde«Hay un estilo, una música y una estética Coccia. Su obra combina el arte para la metáfora de Peter Sloterdijk y la agilidad de la prosa de Giorgio Agamben». Libération«El mundo no es un contenido, un conjunto de cosas, sino un procedimiento que todo el tiempo recombina los materiales existentes; un collage permanente y natural, cósmico e involuntario, que tiende a mezclar los elementos del universo».IGNACIO NAVARRO, Página 12En el comienzo éramos todos el mismo viviente. Y las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Hemos multiplicado las formas y las maneras de existir, pero todavía hoy somos la misma vida. Desde hace millones de años, esta se transmite de cuerpo en cuerpo, de individuo en individuos, de especie en especies. Y aunque se desplaza y se transforma, la vida de cualquier ser vivo no comienza con su propio nacimiento sino que es mucho, mucho más antigua.Nuestra vida, que imaginamos como lo que hay de más íntimo e incomunicable en nosotros, no tiene en realidad nada de exclusivo ni de personal: nos fue transmitida por otro, animó otros cuerpos, otras parcelas de materia distinta a la que nos alberga. Fuimos los mismos humores, los mismos átomos que nuestra madre. El aliento de otra vida se prolonga en el nuestro, la sangre de otra circula en nuestras venas, moldea nuestro cuerpo. Del mismo modo, nuestra humanidad tampoco es un producto originario y autónomo. Es también la prolongación y la metamorfosis de una vida anterior. Más precisamente, es una invención que algunos primates —otra forma de vida— supieron extraer de su propio cuerpo, de su ADN, de su manera de vivir, para hacer existir de otra manera la vida que los habitaba y los animaba. Son ellos los que nos transmitieron esta forma, y los que a través de la forma humana continúan viviendo en nosotros.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2021
ISBN
9788418859366
Edición
1
Categoría
Philosophie

II
CAPULLOS

Transformaciones

Soñé a menudo con ello, con encerrarme en un capullo —poco importa cuál: una habitación de mi apartamento, una casa de campo en un país lejano o un submarino en el fondo del mar—. Soñé con cortar toda relación con el mundo y abandonarme al trabajo de la materia. Con sentir que mi alma se talla y se suelda otra vez bajo una forma nueva. Con experimentar una fuerza que la cincela, que la modifica de principio a fin. Con despertarme y no encontrar nada de lo que creía que me pertenecía, de lo que creía ser yo. Con despertarme y darme cuenta de que el mundo que me rodea ha cambiado de manera irremediable, de que es diferente en la textura, en la intensidad, en la luminosidad.
Soñé a menudo con ello. Con enrollarme en la seda hasta separarme del mundo durante días. Con construir un huevo suave y cándido dentro del cual dejar trabajar a mi cuerpo. Con experimentar un cambio radical hasta tal punto que el mundo mismo ya no sea el mismo. Con no poder seguir viendo de la misma manera. Con no poder seguir oyendo de la misma manera. Con no poder seguir viviendo de la misma manera. Con volverme irreconocible. Con habitar un mundo que también se haya vuelto irreconocible.
Soñé a menudo con ello. Con tener las capacidades de las orugas. Con ver surgir las alas de mi cuerpo de gusano. Con volar en lugar de reptar. Con mantenerme en el aire y no sobre la tierra. Con pasar de una existencia a otra sin tener que morir y renacer, y, por eso mismo, con cambiar el mundo sin tocarlo. Es el tipo de magia más peligroso. La vida más cercana a la muerte. La metamorfosis.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué aquello era solo un sueño. Por qué nunca lo vivo en estado de vigilia. En primer lugar, hay un problema con el cambio.
Hemos hecho del movimiento y de la transformación dos fetiches. Sin embargo, se intenta por todos los medios que el movimiento se vuelva imposible. Aspiramos a movernos, a cambiar de posición social, a mudarnos a otro lugar de residencia, a pasar de un estado a otro. Pero todos estos cambios son una ilusión: desplazamos la misma vida hacia un nuevo decorado, un agradable trampantojo que oculta las telarañas del en realidad viejo mobiliario intacto y anticuado de nuestra alma. La mundialización había prometido una movilidad inaudita en la historia de la humanidad. Resultó una variante a escala global del juego de la oca: los desplazamientos son febriles, pero todos los participantes siguen siendo las y los que eran. Los ricos siguen siendo ricos, y los pobres siguen sin tener en la línea de llegada mayores oportunidades que en la línea de salida. Los occidentales siguen siendo occidentales allí donde estén, y los africanos continúan siendo excluidos y castigados en Occidente. Si esos movimientos llegan a alterar la sociedad o la geografía mundiales, es porque son caras de un mismo cubo de Rubik: el tipo y la cantidad de colores siguen siendo los mismos; simplemente permutan de posición.
Pregonamos un amor inquebrantable por la transformación del mundo, por su progreso y su mejora, pero cualquier cambio real nos aterroriza. Recomendamos el reemplazo de los objetos que nos rodean, pero en secreto esperamos que eso no altere nuestra identidad: nos aterroriza perder aquello que nos sostiene. Hemos transformado el mundo hasta la médula, y sin embargo ese cambio nos paraliza; nos negamos a acompañarlo con un cambio en nuestro interior.
En todos los casos, la transformación es solo simulada. En todos los casos, el movimiento se estanca. Hay algo que nos retiene, algo que nos aleja de la metamorfosis.
Estamos habituados a pensar en la transformación y el cambio siguiendo dos modelos: la conversión y la revolución. La metamorfosis no es ni una cosa ni la otra.
En la conversión, el que cambia es exclusivamente el sujeto: sus opiniones, sus actitudes, su manera de ser se transforman, pero el mundo permanece —y debe permanecer— idéntico. Solo un mundo que no haya sido tocado por la conversión puede ser testigo del cambio del converso. La conversión es a menudo la consecuencia de un camino interior, hecho de pruebas y revelaciones, de largos ejercicios de abstinencia y ascetismo; presupone un dominio absoluto y total de sí mismo.
No hay nada más alejado de la metamorfosis que una conversión.
La conversión seduce y da prueba y testimonio de la omnipotencia del sujeto. El converso estará obligado a decir a sus amigos: ego non sum ego («ya no soy la persona que conociste»). Estará obligado a repudiar todos sus recuerdos, a rechazar su vida y a amputar una parte de sí mismo. Deberá asumir un nuevo rostro y una nueva identidad, cambiar de hábitos y de costumbres, no recuperar ya nada de su pasado, inmolado en el fuego de su voluntad de cambio. Todavía podrá seguir convencido de que ese cambio proviene de él, y solo de él. La nueva identidad artificial, producida por entero por ese «yo» sin rostro que se oculta en uno, solo es la celebración cotidiana de esa potencia totalmente domesticada con la cual uno gusta identificarse para protegerse de todo lo que pasa en el mundo.
En una metamorfosis, la potencia que nos atraviesa y nos transforma no es en absoluto un acto de voluntad consciente y personal. Viene de otra parte, es más antigua que el cuerpo que ella fabrica y opera más allá de cualquier decisión. Y, sobre todo, no hay ningún impulso de rechazo o de negación del pasado o de la identidad. Un ser metamórfico es, por el contrario, un ser que renunció a cualquier ambición de querer identificarse con un único rostro. La vida que atraviesa a la oruga y a la mariposa no puede reducirse ni a la una ni a la otra. Es una vida capaz de habitar y de albergar de manera simultánea varias formas, y que convierte esa naturaleza anfibia en su poder.
El segundo modelo del que hablábamos, el de la revolución, es más conocido y está más extendido. En dicho modelo, el que cambia es el mundo; el sujeto que es su causa y que encarna al garante del pasaje de un mundo al otro no puede transformarse, ya que es el único testigo de la transformación en curso. La revolución es la forma de cambio más apreciada por la técnica y la política modernas: ambas parecen entender su relación con el mundo exclusivamente bajo el signo de la transformación radical del mismo. La técnica es el paradigma mismo de un cambio que no puede ni debe afectar al sujeto: un instrumento técnico debe, sobre todo, no modificarse al transformar al objeto que toca. Lo que mide su eficacia es su ajenidad al cambio. Esta es la razón por la cual toda técnica sigue siendo una práctica de exaltación del técnico, del sujeto de la práctica, más que un verdadero proceso de mejoramiento del objeto sobre el que se aplica. Se podría hacer la misma observación a propósito de todas las políticas que hacen de la revolución su propio horizonte y su objetivo principal, ya que en el sueño de un mundo constituido por entero a partir de un acto de voluntad definido hay muy poco amor por la materia y el mundo, muy poco interés por el cambio, y mucho narcisismo y tentativa de transformar la realidad en su propio espejo. En este sentido, cualquier revolución está mucho más próxima a la conversión de lo que se podría imaginar: en ambos casos, el sujeto contempla su propio poder.
La revolución está tan alejada de la metamorfosis como la conversión. Desde hace más de dos siglos, hemos abordado la técnica como una proyección de un órgano anatómico en un doble sentido. En primer lugar, el objeto técnico sería la reproducción fuera del cuerpo de la forma de uno de los órganos que componen nuestro cuerpo: el martillo no es otra cosa que una imitación del antebrazo y del puño; las gafas, un remedo del cristalino; el ordenador, del sistema nervioso. En un segundo sentido, se supone que todo objeto técnico reproduce al sujeto y a su voluntad hacia el exterior de su cuerpo: el mundo se convierte así en una prolongación del yo. Es exactamente lo inverso de lo que sucede en la metamorfosis. Un capullo no es un instrumento de proyección de uno mismo fuera de los límites del cuerpo anatómico. Corresponde, por el contrario, a la construcción de un umbral donde todas las fronteras y las identidades —tanto del yo como del mundo— están suspendidas de manera temporaria. Es el quiasma que hace del mundo el laboratorio de la génesis del yo, y hace del yo la materia más preciosa del mundo, aquella que no cesa de transformarse.

Insectos

Están por todas partes. Son muy numerosos. Son capaces de diferenciarse unos de otros como ninguna otra clase de vivientes. Una aplastante mayoría (el 90 por ciento) de la biodiversidad animal se debería a su dandismo anatómico: se estima que hay entre seis y diez millones de especies de insectos. Su imaginación somática, sin embargo, no se limita a la invención de nuevas identidades de especies concretas; también tienen la capacidad de fabricarse cuerpos tan diferentes en el transcurso de una misma vida individual que durante mucho tiempo se creyó que se trataba de criaturas mágicas capaces de pasar de una especie a otra. Es como si llegaran a condensar en la pluralidad formal de una única y misma existencia individual el impulso hacia la multiplicación de las formas que existe entre las distintas especies: los insectos hacen de la biodiversidad planetaria un asunto de virtuosismo personal.
Al transformarse en mariposa, la oruga produce en su vida, y a partir de ella misma, una diversidad morfológica tan marcada como la que existe entre especies diferentes. Los insectos logran conquistar en su propia forma de vida la diferencia a la que solo nos da acceso la experiencia interespecies. De hecho, fue para definir su modo de vida para lo que se acuñó en biología el término que Ovidio había introducido en la lengua latina: «metamorfosis». El naturalista Thomas Moffet fue el primero en tomarlo en préstamo. Su obra Insectorum sive minimorum animalium theatrum tuvo profundas repercusiones hasta en la filosofía política moderna, pues hacía de la vida social de los insectos un modelo para entender la de los hombres. Si toda política es ciencia de la diversidad, es a los maestros de la diversificación a quienes hay que preguntar cómo convivir.
Ellos son los maestros de la metamorfosis, pero no siempre fue así: no han «nacido» con ese talento, sino que supieron fabricárselo a lo largo del tiempo, lo que vuelve aún más increíble su proeza. Los primeros insectos no poseían alas y no conocían la transformación. No hay nada natural, original ni espontáneo en esta capacidad.
Aquello que se debe censurar es la piel. Imaginen tener, en lugar de su piel, tan flexible y vellosa, algo que se aproxima al chasis de un auto o a la armadura de acero de Goldorak o de Astro, el pequeño robot. Imaginen que pueden apoyarse sobre su piel como se apoyan sobre su esqueleto: imaginen que pueden pedirle que los proteja, que les dé forma y estructura. Cambiar de piel significaría entonces literalmente cambiar de forma. Con un cuerpo de ese tipo, todo crecimiento es metamorfosis. Cae la ficción que nos permite pensar que nuestra vida se da por satisfecha con una sola forma y que los cambios solo conciernen al tamaño de dicha silueta.
Desde el punto de vista del insecto, todo es forma y todo cambio de dimensiones es producción de una nueva forma. No hay distinciones entre fenómenos cuantitativos y cualitativos; todo crecimiento es metamorfosis. Su estructura anatómica vuelve visible lo que apenas es perceptible en el cuerpo de los otros vivientes: la forma nunca es aquello que se nos da de una vez y para siempre en el nacimiento, sino que lo continuamos construyendo y deshaciendo en cada instante de nuestra existencia. Y, si bien el nacimiento es el proceso de constitución de la forma, el nacimiento ya no es, en la metamorfosis, un acontecimiento puntual, sino una forma trascendental de la vida como tal.
Es por eso por lo que, a partir del siglo XVI, los insectos se vuelven el banco de pruebas para comprender la naturaleza de lo viviente y su relación con el cambio de forma. Por un lado, la metamorfosis de los insectos se convierte en el paradigma para entender la más radical de las transformaciones. Así, Jan Goedart ve en la metamorfosis el símbolo o la alegoría de la resurrección de los muertos. Tras haber abandonado la existencia terrestre, los insectos desarrollan alas y vuelan por el cielo. Como los resucitados, antes de llegar a esta «vida nueva y más feliz», deben estar y permanecer en reposo cierto tiempo, «como los muertos, sin moverse, sin comer, hasta que puedan adquirir una nueva forma de vida» y un nuevo cuerpo.
La metamorfosis es también una alegoría de purificación: así como los insectos deponen sus viejos cuerpos y adquieren un nuevo modo de vida, los hombres deben deponer su antiguo modo de vida para adoptar uno nuevo.
La comparación, muy radical, se deja invertir con facilidad: la metamorfosis sería una resurrección intramundana, que tiene lugar cada vez que nuestro cuerpo cambia de forma. Por esta razón, Voltaire se refería a las «metamorfosis que colman la tierra» como a una figuración de la metempsicosis y la reencarnación:
Nuestras almas pasaban de un cuerpo al otro; un punto casi imperceptible deviene un gusano, ese gusano deviene mariposa; una bellota se transforma en roble, un huevo en ave, el agua deviene nube y trueno; la madera se transforma en fuego y ceniza; finalmente todo parece metamorfoseado en la naturaleza.
En la entomología contemporánea, esta resurrección o reencarnación que tiene lugar en una única y misma vida tomará un giro por completo distinto. En 1958, por ejemplo, el célebre entomólogo Carroll M. Williams comparaba la vida de los insectos con la yuxtaposición de dos formas opuestas «viviendo como dos vidas sucesivas»: un primer organismo consagrado «a la nutrición y al porvenir del individuo», que consiste en «enormes vías digestivas transportadas en patas de orugas», y un segundo, consagrado «al porvenir de la especie», que consiste en «una máquina voladora consagrada al sexo». La metamorfosis es el mecanismo que permitiría que los dos cuerpos incompatibles pertenezcan al mismo individuo.
De manera opuesta, otros intentaron concebir la metamorfosis de los insectos como la más banal de las transformaciones. Así, en la preocupación por encontrar una continuidad y una unidad de todas las formas de transformaciones, Jan Swammerdam se esforzó por demostrar que ese «cambio no tiene nada de más sorprendente que el de las plantas y las flores»: «el animal está encerrado en la crisálida como una flor en su capullo». «Ese cambio —continúa—, que por cierto se nombra mal, a veces como una transformación y a veces como una muerte y una resurrección, no tiene en sí nada más oculto ni más sorprendente que las hierbas más miserables y enclenques que cruzan nuestros campos, y que uno puede despreciar hasta lleg...

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