Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo
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Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

Celia Amorós, Ana De Miguel

  1. 384 páginas
  2. Spanish
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Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

Celia Amorós, Ana De Miguel

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En este primer volumen se presenta la trayectoria que lleva de los «memoriales de agravios», que recogen las quejas de las mujeres contra los abusos del poder patriarcal, a la formulación de «las vindicaciones». Estas últimas dan su expresión a la crisis de legitimidad de este poder, como se pondrá de manifiesto desde las luchas por el acceso a la ciudadanía de las mujeres en la Revolución Francesa, hasta el movimiento sufragista. La obra de la filósofa existencialista Simone de Beauvoir, 'El segundo sexo', hará de bisagra entra la formulación de las preguntas últimas suscitadas por esta primera fase y la apertura de los nuevos ámbitos temáticos propios de la llamada «segunda ola» del feminismo.

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Información

Año
2021
ISBN
9788416089550

1

FEMINISMO E ILUSTRACIÓN

Celia Amorós y Rosa Cobo

I. ILUSTRACIÓN Y CONTRACTUALISMO

1. De los «memoriales de agravios» a las vindicaciones. Christine de Pizan

Christine de Pizan escribe una obra emblemática, titulada La cité des dames en 1405. Lo hace en el contexto de la polémica en torno al Roman de la rose1, que no podemos entrar a detallar aquí. El análisis de esta obra nos va a servir para ilustrar una distinción, que consideramos de importancia teórica y política en la historia del feminismo, entre el género literario al que vamos a llamar «memorial de agravios» y la formulación de las vindicaciones feministas, que no va a emerger hasta la Ilustración en sus formas más precoces. Queremos argumentar aquí que, por boca de nuestra autora, las mujeres se ven constreñidas a expresar sus agravios en el marco de una concepción estamental de la sociedad que no se pone en cuestión y se estima sancionada por la voluntad divina. Christine de Pizan esgrime contra «los prejuicios» —como lo hará Poullain de la Barre más tarde— su «saber», a instancias de Razón2, frente al desconcertante concierto de la opinión de «los sabios» sobre las mujeres, que amenazaba con sumirla en la depresión. «El discurso del deprimido, se ha dicho, es el discurso del Otro», y Christine de Pizan estaba a punto de interiorizarlo, por abrumador, antes de recibir la reconfortante visita de Razón, quien la amonesta diciéndole: «Tú rechazas lo que sabes con toda certeza para vincularte a una opinión en la que no crees, que no conoces ni fundas sino sobre la acumulación de los prejuicios de otro»3. ¿A qué saber se refiere Razón? A la «propia experiencia» de Christine de Pizan y a su juicio («qu’est devenu ton jugement?», le increpa Razón). Aparece de este modo en escena le bon sens, el aliado natural de la causa de las mujeres del que tanto partido van a sacar, en otro contexto, Poullain de la Barre y Mary Wollstonecraft. El bon sens, entendido como «capacidad de juicio y de discernimiento», les es reconocido a las mujeres por Razón como un don de la Naturaleza independientemente del saber que se aprende en los libros4. Así se expresa Razón:
La capacidad de juzgar (…) es un don que la naturaleza concede a los hombres y a las mujeres, a unos más que a otros. No procede en absoluto del saber, al que sin embargo corona en aquellos que naturalmente están dotados de él. Pues tú sabes que dos fuerzas reunidas son más poderosas y más eficaces que lo sería individualmente cada una de ellas. Por ello me atrevo a afirmar que, si una persona tiene naturalmente ese discernimiento que se llama el buen sentido, y además el saber, entonces merece realmente la palma de la excelencia5.
Ahora bien, si hubiera que optar entre el bon sens y le savoir ¿qué sería preferible? Respuesta de Razón: «algunos preferirían el buen sentido sin el saber libresco a un gran saber libresco al que acompañaría poca dosis de buen sentido». Pero, como lo reconoce Razón, sobre este punto problemático habría opiniones diversas.
Pues hay que admitir —continúa Razón— que es preferible con mucho lo que contribuye en mayor medida al bien general de todos, y es un hecho que un individuo instruido es más útil a la colectividad por la ciencia que puede aportar que por todo el buen sentido que pudiera tener. La capacidad de juzgar, en efecto, sólo dura por el espacio de una vida; cuando la persona muere, su buen sentido muere con ella; pero aquéllos que, por el contrario, han aprendido las ciencias podrán disfrutar de ellas eternamente, puesto que éstas le aseguran la fama; otras personas las aprovecharán también, porque pueden aprenderlas de ellos y hacer libros para las generaciones futuras6.
Razón se remite al ejemplo de Aristóteles, más provechoso para la humanidad que todo «el juicio sin saber», si bien hay que admitir que «numerosos reinos e imperios han sido gobernados y dirigidos felizmente por la prudencia y el discernimiento. Todas esas cosas son, sin embargo, efímeras y se van con el tiempo, mientras que la ciencia, que es eterna, permanece». En este punto, y de forma muy significativa, Razón decide dejar estas cuestiones en suspenso para que otros deliberen acerca de ellas, y limitarse a responder «afirmativamente» a la pregunta formulada por Christine de Pizan acerca de «si la mujer está provista naturalmente de juicio». Razón se remite, como prueba de ello, a la manera como las mujeres, «por regla general cumplen con las tareas que les han sido encomendadas».
Este juicio prudencial, dependiente del bon sens, tiene asimismo una vertiente política, pues ha servido para dirigir el destino de reinos e imperios. El «subtexto de género», que aquí se puede tematizar, de este «saber del no-decir» es femenino, y hay que señalar que este diálogo de nuestra autora con Razón sirve para introducir el catálogo de mujeres ilustres —plato fuerte de la tópica del género renacentista «sobre la excelencia de las mujeres»— que han gobernado con competencia y con éxito7. Se contrapone al «subtexto de género» que corresponde al campo del saber científico o de la razón teorética, el cual oscila entre el masculino y el neutro virtual, pues la Divinidad «ha dado a la mente femenina la suficiente penetración para comprender y conocer en todos los dominios del saber». Las mujeres, de suyo, podrían aprender las ciencias en la medida en que Dios les ha dado facultades para ello; ahora bien, de hecho, hay una distribución en lugares naturales. Ella no irracionaliza el hecho, pues remite a la voluntad divina de ser servido «de modo diferente» por los diferentes estamentos8. Pero salva lo fundamental, a saber, que las mujeres, aun sin cultivar las ciencias, pueden ser buenas y honestas por el bon sens. No debemos perder de vista que nuestra autora razona de acuerdo con una mentalidad feudal del «ajuste caso por caso» y de la excepción.
Como lo señala Geneviève Fraisse9, cuando, con la Revolución Francesa, se imponga la lógica universalizadora de la democracia, la excepción constituirá un problema porque, de acuerdo con la misma, no es asimilable a título de tal: si una mujer escribe, todas pueden escribir; si una mujer habla en la asamblea, todas van a hacerlo; luego, en la medida en que nuestros demócratas no están dispuestos a que lo hagan todas, no podrán tolerar ningún centro hemorrágico: tienen que impedir que lo haga ninguna. Pero para Christine de Pizan, instalada en una lógica estamental, el ser la excepción no constituye un particular problema: ella es como un caballero que defiende a las mujeres que lo merecen y se defiende, a la vez, a sí misma en virtud de la particular situación que le ha deparado la Fortuna. Con todo, no exhorta a todas las mujeres a que sean como ella, ni vindica para ellas como genérico el acceso a los saberes que se reservan a los hombres: la capacidad general explica la excepción y el que haya podido haber muchas excepciones —yo he podido, luego las mujeres pueden—, pero la exigencia de su ejercicio por parte de todo el género femenino no viene implicada por el hecho de postularla. Aún no hemos salido del género «memorial de agravios».
Hará falta que se genere una plataforma conceptual de abstracciones universalizadoras como, por ejemplo, ciudadanía, sujeto de derechos y no de privilegios, sujeto moral autónomo para poder reclamar que tales abstracciones se apliquen en los mismos términos al genérico «mujer». Ahora bien: en ello consiste precisamente la vindicación, nervio del feminismo: en demandar, tomando como su referente el techo marcado por una abstracción disponible, un trato igualitario, es decir, que incluya a las mujeres en el ámbito extensional que viene delimitado por la propia conceptualización abstracta puesta en juego. La idea de igualdad y la vindicación están así íntimamente ligadas: la noción de igualdad genera vindicaciones en la medida misma en que toda vindicación apela a la idea de igualdad.

2. De la reforma de las ciencias a la reforma social

Las primeras vindicaciones feministas se articularon históricamente en el ámbito de la universalización del sujeto de conocimiento que tuvo lugar en el cartesianismo. Descartes, quien proclamó que el bon sens, la capacidad autónoma de juzgar, era extensiva a la especie humana, escribió en su Discurso del método «Quiero que me entiendan hasta las mujeres»10. Entendemos que con ello quería significar que su mensaje acerca del método de la nueva ciencia tal como él la concebía no dependía del saber recibido. Justano mente, ese saber tradicional estaba en cuestión en la medida en que lo deslegitimó, ya que no podía ser convalidado con los estándares de la nueva regla de evidencia que él estableció como criterio inapelable y plasmó en la formulación del cogito: «pienso, luego existo.» Pero será su discípulo François Poullain de la Barre quien explotará y radicalizará el mensaje cartesiano de la universalización del bon sens y su virtual inclusión en él a las mujeres, por una parte, a la vez que, por otra, pragmatiza el «cogito», es decir, desplaza la exigencia de la aplicación de la regla de evidencia del ámbito de las ciencias teóricas al de la reforma de las costumbres. Así, lo que en Descartes era un proyecto de reforma de la mente se convierte en este peculiar epígono del cartesianismo en un programa de reforma social. La certeza del cogito, de este modo, se desprende, no ya del puro pensamiento en su introspección reflexiva —«no puedo dudar de que estoy dudando acerca de la existencia de mi propio pensamiento»— sino de la pregnancia con que se nos impone la evidencia de nuestra capacidad de actuar. «Existimos, porque aquéllo que duda, actúa, y lo que actúa existe.» Esta inflexión del cogito cartesiano está en función del programa de Poullain de la Barre de aplicar las exigencias críticas derivadas del método cartesiano a las cuestiones éticas, políticas y sociales. La regla cartesiana de asentir solamente a aquello que se impone a nuestra mente por su contundente evidencia se convierte así en criterio de irracionalización11 de todo poder no legítimo y de toda violencia, que serán de este modo interpelados en tanto que no se fundan en la razón ni pueden ser contrastados con le bon sens. La pragmatización del cogito llevada a cabo por Poullain está de este modo en consonancia con su radica...

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