El niño que comía lana
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El niño que comía lana

Cristina Sánchez-Andrade

  1. 216 páginas
  2. Spanish
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El niño que comía lana

Cristina Sánchez-Andrade

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Cuentos que se mueven entre lo macabro y lo irónico, entre la fábula y el esperpento, el crudo realismo y la fantasía más desaforada.

Un niño traumatizado por la desaparición de su cordero empieza a comer lana, que vomita en forma de bolas; un ama de cría sueña con emigrar a América mientras mantiene la leche utilizando a un perrito; a un marqués le proporcionan dentaduras postizas de dudosa procedencia; a un niño le extirpan las amígdalas, que acaban convertidas en trofeo; un náufrago logra sobrevivir gracias a un secreto inconfesable; una anciana toma una decisión inaudita tras la muerte de su marido; un oficinista selecciona por catálogo a una novia que al final resulta no ser la mujer con la que soñaba... Estos son algunos de los estrafalarios protagonistas de los jugosos cuentos reunidos en este volumen.

Moviéndose entre lo macabro y lo irónico, entre la fábula y el esperpento, el realismo más crudo y la fantasía más desaforada, estas historias son una excelente muestra del particular, inimitable y estimulante universo literario de Cristina Sánchez-Andrade. En ellas asoman la Galicia rural, la España profunda, los escenarios de sainete, los personajes estrambóticos y las situaciones imposibles. Aparecen la muerte, el sexo, la codicia, las ensoñaciones, los engaños y los desengaños, pero también algún que otro crimen, toques grotescos, pinceladas macabras y un humor peculiarísimo, descacharrante y a veces perturbador.

La autora, que ya dejó constancia de la potencia de su personal voz en estupendas novelas como Las Inviernas y Alguien bajo los párpados, demuestra aquí un dominio prodigioso de la distancia corta con relatos que seducen y sorprenden, llenos de giros inesperados. Cuentos deliciosamente perversos, inquietantemente divertidos, pérfidamente sugerentes.

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LA LIBERTAD DEL ESCARABAJO

Al oír los tres toques, el abuelo, que había estado espiando a través del visillo, se apartó de la ventana. En la puerta esperaba el señor marqués, el semblante torcido en una mueca torva, la boca abierta y el bastón en alto, a punto de volver a llamar. Unos pasos por detrás, el Hispano-Suiza negro con el chófer. Con un gesto de espantar gallinas, el abuelo nos hizo desaparecer, «¡fuera, largo de aquí!», y buscamos cobijo detrás del arcón.
A continuación colocó las sillas cojas, escondió la botella de aguardiente, apartó unas peladuras de patata con el pie y limpió las manchas de grasa de la mesa con unos periódicos viejos. Deslizó el cerrojo y levantó el pestillo. Al abrir la puerta, el señor marqués casi se cae al suelo. En la penumbra del umbral, los dos viejos se miraron intensamente, como perros que se encuentran en medio del camino.
Vestía el marqués de Alcántara del Cuervo un abrigo con cuello de zorros sobre un traje de chaqueta y chaleco, corbata y camisa de raso. De uno de los bolsillos del traje asomaba un pañuelo rojo, y, aunque no se veía, nosotros sabíamos que escondía una pistola bajo la chaqueta. Entró avanzando torpemente, como si llevara un cesto de huevos en la cabeza. Desde nuestro escondite vislumbramos el color amarillento de su piel, la cortinilla de pelo atravesando la calva de un extremo a otro, el arrecife de caspa que se le había formado sobre las solapas del abrigo, las manchas de huevo en la corbata, los pelos duros y canos que despuntaban de las orejas, así como el cúmulo de escamillas en torno a la nariz.
Dijo con la voz pastosa:
–Andando, viejo, no tengo todo el tiempo del mundo. A ver qué me tienes hoy.
Los pulgares del marqués se posaron en las sisas del chaleco y lanzó una mirada hacia el interior de la casa. La bola de cristal quedó inmóvil, mientras el ojo vivo, azul y transparente, recorría lentamente la estancia: una mesa y varias sillas, una estantería y el arcón. Al fondo estaba la lareira.
–Y date prisa. Llevo semanas comiendo como los niños de teta.
La mezcla de elegancia con desaliño, de guarrería con nobleza, no era lo peor. Ni siquiera el ojo de mentira. Lo peor de todo era el olor, que incluso llegaba a donde estábamos nosotros. Olor a sucio, a agua de fregar. Olor de carne añosa, olor a charca de rana. El marqués olía como los caracoles cuando los aplastas contra el suelo en los días de lluvia.
–Cierto, señor marqués –dijo el abuelo haciendo una reverencia–. Por eso le tengo todo preparado.
Mientras el marqués recorría la estancia observándolo todo con cara de repugnancia, el abuelo se adentró en la oscuridad de la casa y desapareció durante unos minutos. Se oyeron unas toses procedentes de la cocina. El marqués se llevó la mano a la oreja, como para escuchar mejor.
Reapareció el abuelo con una bandeja y una bacinilla de porcelana llena de agua.
–Siéntese y póngase cómodo, señor marqués de Alcántara del Cuervo –dijo indicándole una silla con la barbilla–. Con esto que le traigo, podrá usted comerse hoy mismo un caballo asado.
–He oído toses –dijo el marqués.
El abuelo no quiso mirarlo. Con ochenta y cinco años, la vida le seguía resultando un verdadero fastidio. Se había casado, había tenido hijos y luego nietos, tenía sus gallinas y su huerto de berzas, pero nada de eso le tocaba el corazón. Estaba encerrado en sí mismo, aburrido. Solo tenía una pasión: el dinero. O mejor dicho, dos: el dinero y el aguardiente.
–¿Toses, dice? –preguntó.
Sin dejar de mirar a un lado y a otro, la mano posada detrás de la oreja, el marqués tomó asiento y el abuelo dejó la bandeja sobre la mesa. En cuanto el marqués clavó la mirada en el contenido de la bacinilla, su gesto crispado se relajó. Una especie de gorjeo le subió del bajo vientre hasta la garganta, y el surco tenso de sus labios se distendió, brotando de ellos una sonrisa rígida, como arrancada de una estatua.
Una mano como una garra de águila se desprendió entonces del cuerpo, se introdujo en la bacinilla y sacó una dentadura. Ante la mirada vidriosa del abuelo, el marqués de Alcántara del Cuervo la inspeccionó en el aire durante unos segundos. En realidad, era una inspección inútil: sabíamos que a través del otro ojo, el que no estaba muerto, no veía más que sombras. Muy lentamente, abrió la boca: aquella boca que tanto miedo nos daba. Un desagradable olor a tripas, a secretos y a complicados procesos digestivos se propagó por la estancia; mi hermano y yo tuvimos que taparnos la nariz.
Se colocó la dentadura. Con los ojos cerrados, hacía muecas para encajarla entre sus encías, masticando como si papara moscas. Después de un rato, se la arrancó de cuajo (sonaba como cuando arrancas las raíces del tojo). Un hilillo de saliva ensangrentada colgó de su boca. El abuelo se la quitó de la mano y la lanzó a la bacinilla. Cogió otra y se la extendió:
–Pruebe con esta, señor marqués –dijo–, es de primera calidad. Y no tiene ni un solo desconchado.
El marqués se llevó la segunda dentadura a la boca. Esta vez, como tampoco encajaba, el abuelo se inclinó sobre la mesa, le metió el puño dentro y forcejeó para colocársela.
–¡Coño! ¡Si serás maricón! –exclamó el marqués sacando la mano del viejo y llevándose las suyas a los carrillos. La dentadura salió volando y cayó al suelo. El abuelo la recogió, la restregó contra la manga y la puso a flotar en el agua de la bacinilla–. ¿Es que quieres dejarme sin encías?
Desde nuestro escondite, no pudimos evitar soltar unas risitas que se mezclaron con el sonido de un nuevo ataque de tos procedente de la cocina.
–¡La tos! –exclamó el marqués, girando el pescuezo a un lado y a otro–. ¡Otra vez! Te digo que alguien tose. ¿A quién tienes escondido, viejo de mierda?
El abuelo humilló la cabeza. Cogió la tercera dentadura y se la extendió.
–No fue nada, señor marqués. Las gallinas, o los gatos, que a veces reproducen sonidos humanos. Pruébese esta. Ya verá como esta sí le sirve.
Volvieron a oírse las toses, esta vez más insistentes. El abuelo se puso en pie.
–Son los chicos –se excusó nervioso–. ¡Acudid, gandules!
–¿Los chicos? –refunfuñó el marqués volviéndose a sentar–. Te tengo dicho que no quiero que ande nadie por la casa cuando me pruebo los dientes.
Abrió la boca y, con la mano temblorosa, se introdujo la tercera dentadura.
–Tráeme un espejo, viejo –dijo–, y diles a los haraganes de tus nietos que ni se les ocurra aparecer por aquí.
El abuelo volvió a adentrarse en la penumbra de la casa y salió con un trozo de espejo en forma de triángulo, oxidado por los bordes. Lo puso delante del marqués y este sonrió.
–Se ve usted muy bien –le dijo.
Durante un rato, frente al espejo, el marqués boqueó como pez en tierra, hizo todo tipo de muecas, se levantó el labio superior, le dio golpecitos a uno de los colmillos. El abuelo lo observaba con expectación, girando la cabeza a un lado y a otro para verlo mejor. El marqués dijo:
–Me aprieta, viejo. No sirve. ¿Tienes más? –Se arrancó la dentadura y la lanzó a la bacinilla.
En el semblante del abuelo se dibujó un gesto de desilusión.
–Al principio tiene que apretar un poco, señor marqués. Tiene usted que aguantar. Luego enseguida se hace uno...
El marqués le dirigió una mirada feroz.
–Todo lo que tú quieras menos levantarme la voz –sentenció. El abuelo volvió a humillar la cabeza.
–De momento no tengo otras –dijo–. Pero si espera... Si vuelve en un par de días, seguro que le tengo más preparadas. –Bajó el tono–. Tengo entendido que en una de las batidas localizaron a un grupo peligroso, señor marqués, que lleva escondido en el molino desde hace meses. Dicen que los tienen acorralados, señor marqués, y que solo...
El marqués se rascó una oreja con saña. Miles de escamitas se desprendieron de su piel y quedaron posadas en las solapas.
–Te tengo dicho que no quiero saber de dónde vienen los dientes –le dijo el marqués al abuelo–. Tú me los enseñas, yo me los pruebo y, si me sirven, te los pago y se acabó. Ahí empieza y acaba nuestro trato, ¿entendido?
El viejo hizo una genuflexión.
–Perfectamente, señor marqués.
Apoyando una mano contra la rodilla, el marqués se puso en pie. El chasquido de los huesos se confundió con nuevas toses procedentes de la cocina.
–¿Cuándo dices que tendrás más? –dijo dirigiéndose a la puerta, pero sin dejar de mirar hacia la cocina.
–Calculo que pasado mañana. Si viene usted a esta hora, las tendrá sin falta.
El marqués deslizó el cerrojo y abrió la puerta. Se giró.
–Mira, viejo –dijo–. Te voy a explicar una cosa: se avecinan nuevos y gloriosos tiempos para España, y yo voy a ocupar un puesto importante en la capital, ¿comprendes? Y para eso, tengo que tener buena presencia. Pasado mañana a esta hora estoy aquí. Como me falles, te mando a la guardia civil y les digo de dónde sacas las dentaduras.
Se quedó un rato inmóvil. Su mirada, que caía oblicua, tenía al abuelo atrapado.
–Por cierto, viejo, tus nietos, ¿no estarán un poco tísicos?
Tras estas palabras, mientras soltaba una carcajada feroz, emprendió unos pasitos y se introdujo en el automóvil, cuya portezuela abierta sostenía el chófer.
Aún tardamos un rato en salir de nuestro escondite. La carcajada nos había puesto la piel de gallina.
A las seis de la mañana todavía era de noche. Como todos los días a esa hora, el abuelo comenzó a berrear:
–¡Arriba, gandules! ¡Mamarrachos! ¡Hijos de perra!
En diez minutos, estábamos vestidos y listos en la puerta con el morral. El abuelo nos extendió los alicates.
–¿Y padre? –le dijimos–....

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