Dignos de ser humanos
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Dignos de ser humanos

Una nueva perspectiva histórica de la humanidad

Rutger Bregman, Gonzalo Fernández Gómez

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Dignos de ser humanos

Una nueva perspectiva histórica de la humanidad

Rutger Bregman, Gonzalo Fernández Gómez

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¿Y si resulta que es el altruismo y no la competitividad feroz el impulso natural del ser humano? Una revolucionaria lectura de la historia de la humanidad.

El ser humano es egoísta, insolidario y se mueve solo por su propio interés: lo han sostenido pensadores como Maquiavelo, filósofos como Hobbes, psicoanalistas como Freud, científicos como Dawkins y multitud de historiadores y escritores. Pero ¿realmente es así? Este libro propone repensar la historia a partir de la evidencia de que el ser humano tiende más a cooperar que a competir, a confiar que a desconfiar.

El autor estudia doscientos mil años de historia y nos descubre que el altruismo y no la competitividad ha sido el motor evolutivo de la humanidad. Para ello aborda ejemplos como la diferencia entre lo que se cuenta en la novela El Señor de las Moscas y lo que sucedió en los años setenta del siglo pasado cuando un grupo de niños australianos naufragaron y pasaron varios meses solos; o el comportamiento solidario y resiliente de los ciudadanos durante el Blitz en el Londres de la Segunda Guerra Mundial; o la realidad tras ciertos experimentos psicológicos y sociológicos sobre comportamiento humano. Una propuesta fascinante, repleta de anécdotas, de muy grata lectura y que, lejos de pecar de ingenuidad o tramposa candidez, plantea una inteligente y revolucionaria lectura de la historia de la humanidad. Un libro que acaso pueda ayudarnos a cambiar el mundo.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433943095

1. UN NUEVO REALISMO

1
Este libro trata sobre una idea radical.
Una idea que, a lo largo de la historia, ha inquietado a gobernantes y han rechazado ideologías y religiones. Una idea que ignoran sistemáticamente los medios de comunicación y se ha borrado de los anales de la historia.
Pero es una idea, al mismo tiempo, fundamentada empíricamente por casi todos los campos de la ciencia, corroborada por la evolución y confirmada por los hechos en la vida cotidiana, algo tan intrínseco a la naturaleza humana que a casi todo el mundo le pasa desapercibido y que, si tuviéramos el valor de tomárnoslo en serio, podría desencadenar una revolución y conducir a una forma completamente distinta de organizar la sociedad. Es una idea que, cuando comprendes lo que de verdad significa, puede tener incluso el efecto de una medicina que cambia para siempre tu forma de ver el mundo.
¿Y cuál es esa idea?
Que, en esencia, la gran mayoría de la gente es buena.
No conozco a nadie capaz de explicar mejor esa idea que Tom Postmes, catedrático de Psicología Social en la Universidad de Groninga. Desde hace años, todos los cursos plantea el mismo problema a sus alumnos:
Un avión hace un aterrizaje forzoso y el fuselaje se rompe en tres partes. La cabina de pasajeros se llena de humo y todo el mundo se da cuenta de que hay que salir de allí cuanto antes. ¿Qué ocurre?
• En el planeta A, los pasajeros se interesan primero por el bienestar de los demás y dan prioridad a aquellos que necesitan ayuda. La gente está dispuesta a dar su vida, incluso por un extraño.
• En el planeta B se desata el pánico. Todo el mundo reacciona según el principio del sálvese quien pueda. Hay patadas y empujones. Los niños, las personas mayores y los incapacitados se ven arrollados por los más fuertes.
Pregunta: ¿En qué planeta vivimos?
«Según mis estimaciones, aproximadamente el 97 por ciento de los alumnos cree que vivimos en el planeta B», dice Postmes. «Pero, en la práctica, casi siempre vivimos en el planeta A.»1
Da igual a quién se pregunte. Votantes de izquierdas o de derechas, pobres o ricos, con estudios o sin estudios, todo el mundo incurre en el mismo error de percepción. «Nadie ve la realidad. Ni los estudiantes de primero, ni los de tercero, ni los de máster. Ni siquiera el personal de emergencias», se lamenta Postmes. «Y no será por falta de estudios que lo demuestran. Esto es algo que todo el mundo debería saber desde la Segunda Guerra Mundial.»
Hasta las tragedias más famosas de la historia tuvieron lugar en el planeta A. Piensa, por ejemplo, en el hundimiento del Titanic. Si has visto la película, tal vez pienses que todo el mundo sufrió un ataque de pánico (salvo los integrantes del cuarteto de cuerda). Pero no. De hecho, la evacuación tuvo lugar de forma muy ordenada. Un superviviente explicó que «no había ningún indicio de pánico o histeria, no se oían gritos de terror y nadie corría de un lado para otro».2
Y durante los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, miles de personas bajaron tranquilamente por las escaleras mientras las Torres Gemelas ardían, aunque sabían que sus vidas corrían peligro. Todo el mundo cedía el paso a los bomberos y los heridos. «La gente decía: “No, no, usted primero”», recuerda una de las víctimas. «No podía creerme que, en una situación así, la gente dijera: “Adelante, por favor.” Era algo irreal.»3
Hay un mito muy persistente según el cual el ser humano es egoísta, agresivo y propenso al pánico por naturaleza. Es lo que el biólogo holandés Frans de Waal denomina la «teoría de la capa de barniz»:4 la noción de que la civilización no es más que una fina capa de barniz que se quiebra ante el más mínimo estímulo externo, dejando vía libre a nuestra naturaleza salvaje. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario: precisamente cuando caen bombas del cielo o las aguas inundan las ciudades, el ser humano muestra su mejor versión.
El 29 de agosto de 2005, el huracán Katrina desató toda su furia sobre Nueva Orleans. Los diques y muros de contención de la ciudad no resistieron y la subsiguiente inundación afectó al 80 por ciento de las viviendas. Al menos 1.836 personas perdieron la vida. Fue una de las mayores catástrofes naturales de la historia de Estados Unidos.
Aquella semana, los periódicos publicaron infinidad de noticias sobre violaciones y tiroteos en Nueva Orleans. Circulaban historias espeluznantes sobre bandas callejeras que iban por la ciudad saqueando todo lo que encontraban a su paso y, por lo visto, había un francotirador que disparaba contra los helicópteros de salvamento. El estadio cubierto de la ciudad, el Superdome, se convirtió en el mayor centro de acogida. Veinticinco mil personas estuvieron allí varios días hacinadas como ratas en una trampa, sin agua ni electricidad. Según los periodistas, dos bebés murieron degollados y una niña de siete años fue violada y asesinada.5
El director de la policía dijo que la ciudad estaba cayendo en la anarquía y la gobernadora de Luisiana compartía sus temores. «Lo que más me indigna», dijo esta última, «es que este tipo de catástrofes hacen emerger muchas veces lo peor del ser humano.»6
Esa conclusión dio la vuelta al mundo. El laureado historiador Timothy Garton Ash escribió en el periódico británico Te Guardian lo que todo el mundo pensaba:
Suprime los elementos básicos de una vida civilizada –comida, techo, agua potable y un mínimo de seguridad personal–, y en pocas horas descendemos a nuestro estado hobbesiano primigenio: [el mundo se transforma en] una guerra de todos contra todos. (...) Unos pocos se convierten en ángeles, pero la mayoría vuelven a ser primates.
Ahí estaba de nuevo: la teoría de la capa de barniz. Según Garton Ash, Nueva Orleans había abierto un pequeño agujero en «la delgada costra que cubre el magma en ebullición de la naturaleza, incluida la naturaleza humana».7
Meses después, cuando los periodistas ya se habían ido, las aguas habían vuelto a descender y los columnistas habían encontrado otro tema del que hablar, los investigadores descubrieron lo que había ocurrido de verdad en Nueva Orleans.
Los supuestos disparos de un francotirador resultaron ser el ruido de la válvula de escape de un tanque de combustible. En el Superdome hubo que lamentar seis muertos: cuatro por causas naturales, uno por sobredosis y uno por suicidio. El director de la policía tuvo que admitir que no se habían registrado oficialmente asesinatos ni violaciones. Y sí, hubo casos de saqueo, pero sobre todo por parte de grupos que colaboraban para sobrevivir, a veces incluso con la ayuda de la policía.8
Los científicos del Centro de Investigación de Catástrofes de la Universidad de Delaware concluyeron que «la inmensa mayoría de las conductas espontáneas fueron de naturaleza prosocial».9 Llegó una auténtica flota de barcos, incluso desde Texas, para salvar a la mayor cantidad de gente posible. Se formaron cientos de unidades de salvamento. Un grupo de once amigos autodenominados «los saqueadores de Robin Hood» recorrió la ciudad en busca de comida, ropa y medicinas para los más necesitados.10
La catástrofe, en resumen, no sumió a Nueva Orleans en la anarquía y el egoísmo. Más bien al contrario. La gente reaccionó con muestras inequívocas de valor y espíritu caritativo.
Con ello, el huracán Katrina vino a confirmar lo que dicen los estudios científicos sobre la forma en que el ser humano responde ante una situación de emergencia. El citado Centro de Investigación de Catástrofes, sobre la base de casi setecientos estudios de campo realizados desde 1963, ha constatado que, en contra de lo que se ve en las películas, después de una catástrofe nunca se desata el pánico ni se impone la ley del sálvese quien pueda. De hecho, casi siempre desciende el número de delitos como asesinatos, robos y violaciones. La gente conserva la calma, no queda paralizada por el miedo y entra rápido en acción. «Y por muchos saqueos que haya», observa uno de los investigadores, «ese tipo de actitudes siempre palidecen frente a la ola de altruismo que conduce al reparto gratuito y masivo de bienes y la prestación de servicios.»11
Las catástrofes siempre sacan a la superficie lo mejor de la gente. No se me ocurre ningún otro hallazgo de la sociología tan bien documentado y, al mismo tiempo, tan olímpicamente ignorado. Los medios de comunicación ofrecen una y otra vez la imagen opuesta de lo que ocurre realmente después de una catástrofe.
Y lo peor es que los persistentes rumores de vandalismo costaron vidas en Nueva Orleans.
Los servicios de asistencia tardaron mucho en reaccionar, porque los miembros de los equipos de salvamento no se atrevían a entrar en la ciudad sin protección. Las autoridades convocaron a 72.000 militares con órdenes explícitas de abrir fuego siempre que hiciera falta. «Esos soldados están entrenados para disparar y matar», dijo la gobernadora, «y eso es lo que espero que hagan.»12
Y eso fue lo que hicieron. En el puente Danziger, en la zona este de la ciudad, la policía abrió fuego contra seis afroamericanos inocentes y desarmados. Un joven de diecisiete años y un discapacitado mental de cuarenta murieron a causa de los disparos. (Cinco de los agentes implicados fueron condenados después a largas penas de prisión.)13
Obviamente, la catástrofe de Nueva Orleans es un ejemplo extremo. Pero la dinámica en situaciones de emergencia es siempre la misma: un colectivo sufre alguna adversidad, la población reacciona con muestras abrumadoras de solidaridad y las autoridades se dejan llevar por el pánico, lo cual provoca una segunda catástrofe.
«Mi impresión», escribe Rebecca Solnit en Un paraíso en el infierno (2009), su fantástico ensayo sobre el huracán Katrina, «es que el pánico de la élite se debe a que los más poderosos tienen una imagen de la humanidad basada en cómo se perciben ellos mismos.»14 Reyes y dictadores, gobernantes y generales creen que la gente corriente es egoísta solo porque ellos lo son, y recurren a la fuerza bruta para prevenir peligros que solo existen en su cabeza.
2
En el verano de 1999, nueve niños de una pequeña escuela de Bornem, Bélgica, desarrollaron de repente síntomas de una misteriosa enfermedad. Dolor de cabeza. Náuseas. Taquicardia. Por la mañana habían entrado tan felices en clase, pero después de la comida empezaron a decir que se encontraban mal. Según los profesores, solo había una explicación posible: los nueve niños que se habían puesto malos habían bebido Coca-Cola en la comida.
El incidente no tardó en llegar a oídos de la prensa y el teléfono de la sede de Coca-Cola empezó a sonar con insistencia. Aquella misma tarde, la dirección de la empresa difundió un comunicado de prensa anunciando la retirada de millones de latas y botellas de Coca-Cola de los comercios de Bélgica. «Estamos investigando el caso muy seriamente y esperamos encontrar una respuesta en los próximos días», dijo un portavoz de la gran multinacional.15
Pero ya era demasiado tarde. Los síntomas se extendieron como una mancha de aceite por todo el país, hasta la frontera con Francia. Las ambulancias no daban abasto a trasladar a los hospitales a niños pálidos como cadáveres. Aquella semana, por algún motivo misterioso, todos los productos de Coca-Cola –ya fuera Fanta, Sprite, Nestea o Aquarius– ponían en peligro la salud de los menores de edad. El caso supuso uno de los mayores golpes financieros para las cuentas de la famosa compañía fundada ...

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