Un verdor terrible
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Un verdor terrible

Benjamín Labatut

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Un verdor terrible

Benjamín Labatut

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La aventura de la ciencia convertida en literatura. Un libro inclasificable y poderosamente seductor.

Las narraciones incluidas en este libro singular y fascinante tienen un hilo conductor que las entrelaza: la ciencia, con sus búsquedas, tentativas, experimentos e hipótesis, y los cambios que –para bien y para mal– introduce en el mundo y en nuestra visión de él.

Por estas páginas desfilan descubrimientos reales que forman una larga cadena perturbadora: el primer pigmento sintético moderno, el azul de Prusia, creado en el siglo XVIII gracias a un alquimista que buscaba el Elixir de la Vida mediante crueles experimentos con animales vivos, se convierte en el origen del cianuro de hidrógeno, gas mortal que el químico judío alemán Fritz Haber, padre de la guerra química, empleó para elaborar el pesticida Zyklon, sin saber que los nazis acabarían utilizándolo en los campos de exterminio para asesinar a miembros de su propia familia. También asistimos a las exploraciones matemáticas de Alexander Grothendieck, que le llevaron al delirio místico, el aislamiento social y la locura; a la carta enviada a Einstein por un amigo moribundo desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial, con la solución de las ecuaciones de la relatividad y el primer augurio de los agujeros negros; y a la lucha entre los dos fundadores de la mecánica cuántica –Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg– que generó el principio de incertidumbre y la famosa respuesta que Einstein le gritó a Niels Bohr: «¡Dios no juega a los dados con el universo!»

La literatura explora la ciencia, la ciencia se convierte en literatura. Benjamín Labatut ha escrito un libro inclasificable y poderosamente seductor, que habla de descubrimientos fruto del azar, teorías que bordean la locura, búsquedas alquímicas del conocimiento y la exploración de los límites de lo desconocido.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941442

Cuando dejamos de entender el mundo

Cuanto más pienso en la parte física de la ecuación de Schrödinger, más asquerosa la encuentro. Lo que escribe apenas tiene sentido, en otras palabras, ¡es una mierda!
carta de WERNER HEISENBERG a WOLFGANG PAULI

PREFACIO

En julio de 1926, el físico austriaco Erwin Schrödinger viajó hasta Múnich para presentar una de las ecuaciones más hermosas y extrañas que han surgido de la mente del ser humano.
Se había convertido en una estrella internacional del día a la mañana al encontrar una manera sencilla de describir lo que ocurría en el interior de los átomos. Usando fórmulas similares a las que se habían empleado durante siglos para predecir el movimiento de las ondas de agua, Schrödinger había logrado algo aparentemente imposible: poner orden en el caos del mundo cuántico, iluminando las órbitas de los electrones alrededor del núcleo con una ecuación tan poderosa, elegante y bizarra que los más entusiastas no dudaron en llamarla «trascendental».
Pero su mayor atractivo no era su belleza, ni la enorme cantidad de fenómenos naturales que podía explicar; lo que sedujo a toda la comunidad científica era que les permitía visualizar lo que estaba ocurriendo en la escala más pequeña de la realidad. Para quienes se habían fijado la meta de escudriñar la materia hasta sus fundamentos, la ecuación de Schrödinger fue un fuego prometeico capaz de disipar la oscuridad impenetrable del reino subatómico, revelando un mundo que hasta entonces había permanecido oculto tras un velo de misterio.
La teoría de Schrödinger parecía confirmar que las partículas elementales tenían un comportamiento similar al de las olas. Si realmente poseían esa naturaleza, obedecerían a leyes conocidas y comprensibles, leyes que todos los físicos del planeta podrían aceptar.
Todos salvo uno.
Werner Karl Heisenberg había tenido que pedir dinero prestado para asistir al seminario de Schrödinger en Múnich, y luego de comprar los pasajes de tren, apenas le quedó suficiente para cubrir sus gastos de alojamiento en una roñosa pensión de estudiantes. Pero Heisenberg no era un tipo cualquiera. Con solo veintitrés años, ya era considerado un genio: había sido el primero en formular una serie de reglas que explicaban lo mismo que Schrödinger, pero seis meses antes que el austriaco.
Ambas teorías no podían ser más opuestas; mientras que a Schrödinger le había bastado una ecuación para describir casi toda la química y la física modernas, las ideas y fórmulas de Heisenberg eran excepcionalmente abstractas, filosóficamente revolucionarias y tan endiabladamente complejas que solo un puñado de físicos las sabían utilizar. E incluso a ellos les generaban dolores de cabeza.
En la sala de conferencias de Múnich no quedaba ni una sola silla desocupada. Heisenberg tuvo que escuchar la presentación de Schrödinger sentado en el pasillo, mordiéndose las uñas. No pudo aguantar hasta el final. En la mitad del discurso de Schrödinger, se incorporó de un salto y avanzó hasta el pizarrón ante la mirada atónita de todos los presentes, gritando que los electrones no eran ondas y que el mundo subatómico no podía ser visualizado. «¡Es mucho más extraño de lo que pueden imaginar!» Fue abucheado por un centenar de personas con tanta vehemencia que el mismo Schrödinger tuvo que pedir que lo dejaran hablar. Pero nadie quiso escuchar al joven que les exigía olvidar cualquier imagen mental que tuvieran del átomo. Nadie estaba dispuesto a mirar las cosas de la manera en que lo hacía Heisenberg. Cuando empezó a llenar la pizarra con sus objeciones a la teoría de Schrödinger, lo sacaron a empujones de la sala. Lo que pedía era demasiado. ¿Por qué tenían que abandonar el sentido común para alcanzar la escala más diminuta de la materia? Seguramente, el joven solo sentía envidia. Y era comprensible. Después de todo, las ideas de Schrödinger habían eclipsado por completo su propio descubrimiento, negándole su lugar en la historia.
Pero Heisenberg sabía que todos estaban equivocados. Los electrones no eran ondas, olas ni partículas. El mundo subatómico no se parecía a nada que hubieran conocido. Eso lo sabía con total certeza, con una convicción tan profunda que aún no era capaz de ponerla en palabras. Porque algo se le había revelado. Algo que desafiaba cualquier explicación. Heisenberg había percibido un núcleo oscuro en el centro de las cosas. Y si esa visión no era verdadera, ¿todo lo que había padecido fue en vano?

1. LA NOCHE DE HELIGOLAND

Un año antes de la conferencia de Múnich, Heisenberg se había convertido en un monstruo.
En junio de 1925, mientras trabajaba en la Universidad de Gotinga, un ataque de alergia al polen deformó su cara hasta dejarlo irreconocible. Sus labios parecían un durazno podrido con la piel a punto de reventar, sus párpados se hincharon tanto que apenas lo dejaban ver. Incapaz de soportar un día más de primavera, abordó un barco para alejarse lo más posible de las partículas microscópicas que tanto lo torturaban.
Su destino era la «tierra santa» de Heligoland, la única isla de altamar de Alemania, tan seca e inclemente que sus árboles apenas lograban despegar sus troncos del suelo y ni una sola flor brotaba entre sus rocas. Pasó el viaje encerrado en su cabina, mareado y vomitando, y al pisar el polvo rojo de la isla se sentía tan miserable que tuvo que hacer un esfuerzo para no ver el muro del acantilado –que se alzaba más de setenta metros sobre su cabeza– como la solución más expedita a los múltiples achaques físicos y psicológicos que lo afectaban desde que había decidido resolver el misterio del mundo cuántico.
A diferencia de sus colegas, que disfrutaban del momento dorado por el que pasaba la física, desarrollando aplicaciones y cálculos cada vez más complejos y exactos, Heisenberg vivía torturado por lo que él consideraba una falla esencial en los fundamentos de la disciplina: las leyes que habían funcionado tan bien para el mundo macroscópico desde Isaac Newton en adelante perdían validez en el interior de los átomos. Heisenberg quería entender qué eran las partículas elementales y desenterrar la raíz que unía todos los fenómenos naturales. Pero esa singular obsesión –en la que trabajaba sin permiso de su supervisor– estaba consumiéndolo por completo.
La mujer que lo recibió en el pequeño hotel donde había reservado un cuarto apenas pudo disimular su impresión al verlo. Insistió en llamar a la policía, segura de que el joven había sufrido una golpiza a manos de algún marinero borracho durante el viaje. Cuando Heisenberg logró convencerla de que solo se trataba de una alergia, Frau Rosenthal juró cuidarlo hasta que estuviera completamente recuperado, tarea a la que se dedicó como si el físico fuera su propio hijo, irrumpiendo en su habitación a cualquier hora para obligarlo a beber un ungüento pestilente, supuestamente milagroso, que Heisenberg fingía tragar aguantando las arcadas, para luego escupirlo por la ventana cuando la mujer finalmente lo dejaba tranquilo.
Durante sus primeros días en Heligoland, Heisenberg siguió un estricto régimen de actividad física: apenas despertaba se lanzaba al mar y nadaba hasta rodear el enorme peñasco donde, según la dueña del hotel, estaba escondido el mayor tesoro pirata de Alemania. Werner solo volvía a la orilla cuando estaba completamente agotado y casi a punto de ahogarse, una costumbre que había adquirido de niño, cuando competía contra su hermano para ver quién podía nadar más vueltas alrededor del estanque que bordeaba el terreno de la casa de sus padres. Heisenberg enfrentaba sus investigaciones con esa misma actitud, trabajando durante días en un trance profundo, olvidándose incluso de comer y dormir. Si no lograba alcanzar un resultado satisfactorio, quedaba a un paso del colapso nervioso; si lo hacía, caía en un estado de exaltación similar a un éxtasis religioso, al cual sus amigos creían que se había vuelto progresivamente adicto.
Desde la ventana de su hotel gozaba de una vista ininterrumpida del océano. Mirando las olas que corrían hasta perderse en el horizonte, no podía dejar de recordar las palabras de su mentor, el físico danés Niels Bohr, quien le había dicho que una parte de la eternidad está al alcance de quienes son capaces de mirar la vertiginosa extensión del mar sin cerrar los ojos. El verano anterior habían recorrido los cerros que rodean Gotinga, y Heisenberg consideraba que su carrera científica solo había comenzado realmente luego de esas largas caminatas.
Bohr era un coloso en el mundo de la física. El único otro científico que tuvo su nivel de influencia durante la primera mitad del siglo XX fue Albert Einstein, de quien era tan amigo como rival. En 1922, Bohr ya había recibido el Premio Nobel, y tenia un don para descubrir talentos excepcionales y ponerlos bajo su influencia. Fue exactamente lo que hizo con Heisenberg: durante sus paseos de montaña, convenció al joven físico de que al hablar de los átomos el lenguaje solo podía ser utilizado como poesía. Caminando con Bohr, Heisenberg tuvo su primera intuición de la radical otredad del mundo subatómico: «Si una sola mota de polvo contiene billones de átomos», le dijo Bohr mientras escalaban los macizos de la cordillera Harz, «¿cómo se puede hablar con sentido de algo tan pequeño?» El físico –como el poeta– no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones mentales. Desde ese verano en adelante, Heisenberg entendió que aplicar conceptos de la física clásica –como posición, velocidad y momento– a una partícula subatómica era un despropósito total. Ese aspecto de la naturaleza requería un idioma nuevo.
En su retiro en Heligoland, Heisenberg decidió someterse a un ejercicio de restricción radical. ¿Qué se podía saber realmente de lo que ocurría en el interior de un átomo? Cada vez que uno de los electrones que rodea el núcleo cambia su nivel de energía, emite un fotón, una partícula de luz. Esa luz puede ser registrada en una placa fotográfica. Y esa es la única información que se puede medir directamente, la única luz que sale de la oscuridad del átomo. Heisenberg decidió abandonar todo lo demás. Él deduciría las reglas que regían esa escala solo basándose en ese puñado escuálido de datos. No iba a utilizar ningún concepto, ninguna imagen, ningún modelo; iba a dejar que la realidad misma dictara lo que se podía decir sobre ella.
Apenas su alergia le permitió trabajar, ordenó esos datos en una serie interminable de tablas y columnas, formando una compleja red de matrices. Durante días se dedicó a jugar con ellas como un niño tratando de armar un puzle cuya tapa se ha perdido, disfrutando el placer de calzar las piezas, pero sin poder adivinar su forma verdadera. Poco a poco, empezó a distinguir sutiles relaciones, maneras de sumar y multiplicar sus matrices, reglas de un nuevo tipo de álgebra que se volvía cada vez más abstracto. Paseaba por los caminos sinuosos que atravesaban la isla con la vista pegada al suelo, sin tener la menor idea de adónde iba. Cada nuevo avance en sus cálculos lo alejaba más del mundo real. Cuanto más complejas eran las operaciones que era capaz de realizar con sus matrices, más oscuro se volvía su argumento. ¿Qué relación podía existir entre esas listas de números y las moléculas que formaban las piedras esparcidas a sus pies? ¿Cómo podría regresar desde sus tablas –más propias del cuaderno de un triste contador que de un físico– a algo que se pareciera, aunque fuera un poco, a la idea del átomo que se tenía en su época? El núcleo como un pequeño sol, y los electrones orbitando a su alrededor como planetas; Heisenberg detestaba esa imagen por ingenua e infantil. En su visión del átomo todo aquello se esfumaba; el minúsculo sol se extinguía, el electrón dejaba de girar en redondo y se disolvía en una niebla informe. Lo único que quedaba eran los números. Un paisaje tan estéril como la llanura que separaba las dos puntas de la isla.
Manadas de caballos salvajes la atravesaban galopando, horadando el terreno con sus pezuñas. Heisenberg no lograba entender cómo podían sobrevivir en un lugar tan yermo, pero siguió sus huellas hasta una cantera de yeso, donde se entretuvo partiendo piedras para ver si encontraba uno de los fósiles de la isla, famosos en toda Alemania. Dedicó el resto de esa tarde a lanzar rocas al fondo de la cantera, donde estallaban en mil pedazos, anticipando –sin saberlo y a escala microscópica– la violencia que los ingleses desatarían sobre Heligoland después de la Segunda Guerra Mundial, cuando amontonaron todas las municiones, torpedos y minas que les habían sobrado y detonaron la explosión no nuclear más potente de la historia en medio de la isla. La onda de choque del Big Bang británico rompió ventanas a sesenta kilómetros de distancia y coronó la isla con una columna de humo negro que se elevó tres mil metros, pulverizando la ladera que Heisenberg había escalado veinte años antes para ver la puesta del sol.
Cuando estaba por alcanzar el borde del acantilado, una densa neblina cayó sobre la isla. Heisenberg decidió volver a su hotel, pero al girar se dio cuenta de que el camino se había esfumado. Limpió los cristales de sus anteojos y miró a su alrededor buscando alguna referencia que le permitiese alejarse del barranco con seguridad, pero estaba completamente desorientado. Cuando la niebla se diluyó un poco, creyó reconocer una enorme roca que había intentado escalar la tarde anterior, pero apenas dio un paso la bruma volvió a envolverlo. Como cualquier buen montañista, conocía múltiples historias de paseos que habían acabado en tragedia: bastaba poner un pie fuera de lugar para terminar con la cabeza rota. Trató de mantener la calma, pero todo a su alrededor había cambiado; el viento corría helado, el polvo se levantaba desde el suelo y le aguijonaba los ojos, el sol no lograba penetrar la niebla. Lo poco que pudo distinguir cerca de sus pies –una bosta reseca, el esqueleto de una gaviota, el envoltorio arrugado de un caramelo– le pareció extrañamente hostil. El frío mordía la piel de sus manos, aunque media hora antes había tenido que sacarse el abrigo por el calor. Incapaz de avanzar en ninguna dirección, se sentó y se puso a hojear su cuaderno de notas.
Todo lo que había hecho hasta entonces le pareció un sinsentido. Las restricciones que se había impuesto eran absurdas; no había cómo iluminar el átomo oscureciéndolo de esa manera. Empezó a sentir una ola de autocompasión creciéndole en el pecho cuando una ráfaga de viento disipó la neblina momentáneamente, mostrándole el camino que bajaba hacia el pueblo. Se puso de pie de un salto y corrió tratando de alcanzarlo, pero la bruma volvió tan rápido como se había ido. Sé dónde está el camino, se dijo, solo tengo que acercarme poco a poco, fijarme en pequeños detalles del terreno inmediato, diez metros hasta aquella piedra partida, veinte hasta los vidrios rotos de una botella, cien hasta las raíces torcidas de ese árbol seco, aunque le bastó mirar a su alrededor para aceptar que no tenía ninguna manera de saber si se acercaba al sendero o caminaba directo al abismo. Iba a volver a sentarse cuando escuchó un tronar sordo a su alrededor. El ruido sacudió la tierra y fue creciendo en intensidad hasta que los guijarros a sus pies se pusieron a bailar como si hubieran cobrado vida propia. Creyó distinguir un grupo de sombras que se movían a toda velocidad justo más allá de donde alcanzaba a ver. Son los caballos, se dijo intentando controlar los latidos de su corazón, son solo los caballos que corren ciegos en la niebla. Aunque, por más que los buscó una vez que el cielo se despejó por completo, fue incapaz de encontrar una sola de sus huellas.
Durante los siguientes tres días trabajó sin descanso, encerrado en su habitación sin siquiera lavarse los dientes. Y habría seguido así de no ser por Frau Rosenthal, que irrumpió para sacarlo a empujones, alegando que la pieza había empezado a oler a muerto. Heisenberg bajó al puerto olisqueándose la ropa. ¿Cuánto hacía que no se cambiaba la camisa? Caminó con la vista pegada al suelo, haciendo un esfuerzo tan grande por evitar las miradas de los demás turistas que casi se da de bruces contra una joven que intentaba llamar su atención. Llevaba tanto tiempo sin interactuar con otro ser humano que no fuera la dueña del hotel que se demoró más de la cuenta en entender que aquella chica de ojos brillantes y pelo rizado solo intentaba venderle una insignia de ayuda para los pobres. Heisenberg rebuscó en sus bolsillos; no tenía un marco para darle. La joven le sonrió con las mejillas encendidas y le dijo que no se preocupara, pero a Werner se le hundió el corazón en el pecho. ¿Qué estaba haciendo en aquella isla de mierda? Siguió a la chica con la mirada hasta que la vio abordar a un grupo de dandis borrachos que caminaban abrazados a sus novias, recién bajados del barco, y pensó que probablemente era el único hombre solo en toda la isla. Se volteó y fue invadido por una sensación de extrañeza incontrolable. Las tiendas que bordeaban el paseo marítimo le parecieron ruinas carbonizadas por una gigantesca tormenta de fuego. La gente deambulaba a su alrededor con la piel quemada por un incendio que solo Heisenberg podía ver; los niños corrían con el pelo en llamas, las parejas ardían como los leños de una pira funeraria, riendo juntas, sus brazos tan entrelazados como las lenguas de fuego que brotaban de sus cuerpos y se estiraban hacia el cielo. Heisenberg apuró el paso, tratando de dominar el temblor que se había apoderado de sus piernas, cuando un gran estallido le sacudió los tímpanos y un rayo de luz atravesó las nubes y le taladró un agujero en el cerebro. Corrió de vuelta al hotel, prácticamente cegado por el aura que anunciaba uno de sus ataques de jaqueca, aguantando las náuseas y un dolor que se iba esparciendo desde el centro de su frente hacia sus oídos, como si su cabeza fuera a partirse en dos. Cuando finalmente se arrastró escaleras arriba y cayó desmayado sobre su cama, tiritaba a causa de la fiebre.
Se volvió incapaz de retener lo que comía, aunque se negó a suspender sus caminatas alrededor de la isla. Avanzaba marcando el terreno como un animal, cagando en cuclillas con los zapatos puestos y luego escarbando entre las piedras para tapar su mierda, seguro de que en cualquier momento alguien lo sorprendería con el culo al aire. Estaba convencido de que su anfitriona lo estaba envenenando con el tónico que lo obligaba a beber, pero ella le daba cucharadas cada vez más grandes a medida que Heisenberg perdía peso como consecuencia de la diarrea y los vómitos. Cuando ya no fue capaz de poner un pie fuera de la cama (en la que apenas cabía si estiraba las piernas), se vistió con toda la ropa que le cupo sobre el cuerpo y se tapó hasta el cuello con cinco frazadas para tratar de «quemar la fiebre», un remedio casero que había aprendido de su madre y que aplicaba sin cuestionar su efectividad, convencido de que era preferible soportar cualquier dolor con tal de no caer en manos de un médico.
Transpirado de pies a cabeza, se pasaba el día memorizando El diván de Oriente y Occidente, un poemario de Goethe que un visitante anterior había olvidado en su habitación. Leía los poemas en voz alta una y otra vez. Algunos de los versos lograban escapar del encierro de su habitación y se amplificaban en los pasillos vacíos del hotel, desconcertando a los demás huéspedes, que los oían como si fueran los desvaríos de un fantasma. Goethe los había escrito en 1819, inspirado por el místico sufí Khwaja Shams-od-Din Muhammad Hafez-e Shirazi, conocido simplemente como Hafez. El genio alemán leyó al gran poeta persa del siglo XIV en una mala traducción publicada en Alemania y llegó a creer que había recibido el libro por mandato divino. Se identificó tanto con él que su voz cambió por completo, fundiéndose con la del hombre que había cantado las glorias de Dios y del vino más de cuatrocientos años antes. Hafez había sido un santo bebedor tan místico como hedonista. Se dedicó a la oración, la poesía y el alcohol, y a los sesenta años trazó un círculo en la arena del desierto, se sentó en el medio y juró no levantarse hasta tocar la mente de Alá, el todopoderoso y único Dios. Pasó cuarenta días en silencio, atormentado por el sol y el viento, sin obtener resultados, pero al romper su largo ayuno con una copa de vino que le dio el hombre que lo halló a un paso de la muerte, sintió el despertar de una segunda conciencia que se impuso a la suya y le dictó más de quinientos poemas. Goethe también tuvo ayuda para escribir su Diván, aunque no se inspiró en la divinidad sino ...

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