Gastrosofía
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Gastrosofía

Una historia atípica de la Filosofía

Eduardo Infante, Cristina Macía

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  1. 304 páginas
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Gastrosofía

Una historia atípica de la Filosofía

Eduardo Infante, Cristina Macía

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Un menú pitagórico vegano, un menú kantiano servido a la hora en punto, una comida medieval con fondo de Carmina Burana o un Banquete digno del mejor Sócrates. Un ameno recorrido por lo que pensaron sobre la comida –y lo que comieron o bebieron– algunos de los filósofos más ilustres.Mediado el siglo XIX, el pintoresco pensador alemán Eugen von Vaerst escribió un delicioso texto titulado Gastrosophie, una elegía hedonista a la comunión entre el buen comer, el buen pensar y el bien vivir. En su estela, los autores de este libro emprenden un peregrinaje desde las normas culinarias de Pitágoras a la frugalidad de Platón (con la excepción de los higos), ambos más interesados en la pureza del alma o de las ideas que en las alegrías del cuerpo; sin olvidar el idílico Jardín de Epicuro, precedente del autocultivo bio, pasando por la enfermiza manía de ayunar de algunos insignes pensadores del medievo, hasta llegar a la insospechada afición al vino del circunspecto Hegel o a la no tan insospechada querencia por la cerveza y los habanos de un perpetuo aspirante a bon vibant como Marx.Gastrosofía incluye deliciosas recetas de cada escuela filosófica. Una manera original y placentera de acercarse al pensamiento filosófico.

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Información

Año
2022
ISBN
9788412473957
Edición
1
Categoría
Philosophy

1

Pitagóricos
El teorema de las habas
CROTONA ERA UNA COLONIA GRIEGA en lo que hoy es Calabria, más concretamente en la suela de la bota de Italia. Bañada por el mar Jónico, con la luz y los paisajes meridionales, cuesta imaginar este trocito de paraíso como escenario para desarrollar ideas religiosas lúgubres basadas en la privación, la contención, la abstinencia y, básicamente, prescindir de todo lo que hace grata la vida. ¿Qué trajo aquí a un filósofo rancio, estirado, amante de las prohibiciones y partidario de devolver el poder a la aristocracia, dejando atrás los devaneos democráticos de Atenas?
Si el lector solo sabía de Pitágoras lo de la suma del cuadrado de los catetos, prepárese para un festín. Metafórico, por supuesto, porque la relación del filósofo y sus seguidores con la comida era complicada, y consistía básicamente en abstenerse de casi todo. Tampoco tenían una relación muy saludable con el sexo. Una vez empiezas a privarte de placeres, es difícil saber dónde parar.
Del Pitágoras real se sabe poco y, peor aún, los datos son contradictorios. Es lo que tiene fundar una secta: tus biógrafos suelen ser fieles adoradores, más preocupados por mitificar la figura del líder que por la exactitud histórica. Sabemos con bastante certidumbre que nació en Samos, que era hijo de un mercader (o un artesano de categoría) y que viajó a Mileto, Fenicia y Egipto. Lo de Egipto es importante, porque allí aprendió geometría, astronomía y cosas muy turbadoras relacionadas con las habas. Muchos viajes más tarde acabó en Crotona, donde creó su escuela filosófica/secta, predicó unas ideas políticas poco aceptables en la cuna de la democracia que, no es de extrañar, fueron muy del agrado de la clase aristócrata, y lo más importante: creó toda una corriente religiosa con muchos secretos, muchos rituales y muchas prohibiciones.
La secta creada por Pitágoras tenía como punto fuerte la creencia en una arcaica culpa heredada, un pecado original (qué concepto tan recurrente) que debemos purgar. ¿Cuál es la fuente del mal en el ser humano?
La explicación de por qué nuestro cuerpo es fuente de mal y contaminación no tiene desperdicio. Todo empezó con los malvados Titanes, que atraparon al niño Dioniso, lo descuartizaron, lo cocieron, lo asaron y se lo comieron. Cuando Zeus se enteró de lo sucedido, fulminó con un rayo a los Titanes. Del humo que soltaron surgimos los humanos, unos seres ambivalentes que portamos en el cuerpo el horrible instinto titánico, y en el alma, una diminuta porción de la sustancia divina de Dioniso. La vida para un pitagórico es simple: venimos al mundo contaminados y hay que purificarse como sea. Buena parte de sus preceptos tenían como objetivo limpiar el cuerpo, y por lo visto eso implicaba no darle nada que le gustara. Comida, poca. Vino, menos. Sexo, muy contado, con largas temporadas de privación total. Y es que para el pitagorismo, la fuente de la salvación no es la justicia, sino la pureza; por ello, la experiencia corporal no es un lugar para la dicha y el disfrute, sino para el pecado y la penitencia. Todo esto derivó en un puritanismo de horror al cuerpo y contrario a la vida.
Analizando los placeres de la vida de un pitagórico, sorprende que vieran el cambio de cuerpo como un objetivo deseable tras la muerte. Ni que un cuerpo nuevo implicara menos privaciones. La otra idea central de la religión pitagórica es la metempsicosis, la mudanza de morada del alma. El cuerpo es una cárcel donde el alma recibe su merecido castigo por los pecados cometidos en vidas pasadas. Estos hombres defendían la existencia de un yo que es más viejo que el cuerpo y que sobrevivirá a este reencarnándose sucesivas veces hasta alcanzar su destino final: una vida puramente espiritual liberada del lastre de la carne. El corolario de esta doctrina de la transmigración de las almas fue el vegetarianismo: el animal que matas para comer puede ser la morada de un alma. Aunque se ha de advertir que Empédocles usó esta doctrina religiosa justo para lo contrario: negarse en rotundo a comer verduras. El filósofo de Agrigento sentía repugnancia hacia los vegetales porque decía que en otra vida había habitado en un arbusto (literalmente, que su alma había vivido en un arbusto, no que a falta de mejor morada se hubiera hecho una cabañita entre unos matorrales).
La secta pitagórica tenía muchas, variopintas y no necesariamente racionales reglas para evitar la contaminación y conservar el estado de pureza: no permitir que las golondrinas anidaran bajo tu techo, no recoger nada del suelo, no dejar la huella del caldero sobre las cenizas, no remover las ascuas con una vara de hierro... Muchas tenían que ver con la repugnancia religiosa hacia el cuerpo: un pitagórico que se preciara no podía mirarse en un espejo situado junto a una luz, y nada más levantarse de la cama tenía que alisar la ropa para que no quedara la marca de su paso. Otras eran más sutiles, pero iban más o menos por el mismo camino: no se podía tocar a un gallo blanco (porque lo blanco es puro y el gallo, un animal sagrado, claro). Pero su especialidad eran los mandamientos relativos a la alimentación: el pan no se podía partir (con lo que se dificultaba enormemente comer nada más grande que un canapé), estaba completamente vetado derramar ni una gota de sangre, y jamás, jamás, se debía probar el salmonete o el atún rojo. Lo del atún rojo, parece ser, se debe a su aspecto sanguinolento. Lo del salmonete, a la creencia de que se alimentan de «cosas sucias y fétidas» (pero más probablemente al color rojizo de su carne; parece que los pitagóricos tenían un problema con el rojo). Lo del derramamiento de sangre debía de ser uno de sus tabúes más fuertes. La regla de oro era «no derrames sangre» ya que había un temor a que la sangre derramada te contaminase. Se dice que Pitágoras evitaba por ello el contacto con carniceros y cazadores, no porque fueran malos, sino por impuros, portadores de una contaminación infecciosa. Pero como la abstinencia de carne no era obligatoria, tal vez eso implicaba mandar a otra persona a hacer la compra. Que cada uno cuide de su pureza.
Sin embargo, toda secta necesita un pecado capital, algo mucho más grave que todo lo demás y que represente la mayor fuente de contaminación. La mayoría de las religiones optan por algo relacionado con el sexo y, aunque Pitágoras impuso a sus discípulos (y discípulas) ciertas restricciones sexuales, no fueron los pecados de alcoba los más graves para esta secta. En todo caso, las relaciones han de tenerse en invierno, no en verano. Son más suaves en otoño y en primavera, pero...

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