CAPÍTULO 1
El pensamiento crítico
1. ¿Cuál es nuestra noción de educación y qué educación deseamos?
Al decir de Kant, en su libro Pedagogía (2003), en la vida humana la ley y la educación son los más loables medios para llegar a la realización como individuo de esta especie y a la convivencia. Así, la educación viene a ser el camino esencial para hacer de nosotros lo mejor posible y para vivir con otros de la manera más deseable.
La educación prefigura una cierta idea —imaginario— de hombre y de sociedad; en ella, la instrucción educativa es el emplazamiento de todos los medios disponibles para hacer cotidiana esta idea. En América Latina nacimos a Occidente bajo la sumisión ante la espada y la cruz; conquista y catequización, armas y doctrina católica fueron las empresas sustantivas para hacernos «hijos» de Europa. Así fuimos forjados y, con el correr de las décadas y los siglos, nuestro imaginario no ha sufrido modificaciones estructurales.
Por lo anterior, nos corresponde preguntarnos cuál es nuestra noción de educación. La respuesta que elaboremos será la pieza clave de lo que somos y de los que podemos ser. El hecho de haber heredado y asumido como propio un modelo cultural fundamentado en la imposición y el colonialismo permanece en nuestro imaginario y, de manera soterrada, sus valores y prácticas encausan nuestra vida cotidiana. La historia de América Latina, y de Colombia, muy en particular, ha sido la radiografía de una sociedad que ha vivido de adoptar modelos extranjeros, de ver en el individualismo —y su forma política, el caudillismo— la única posibilidad de redención; de desconfiar del otro —entendido como el rival o el opuesto—; de hacer del rebusque y de la mal entendida «malicia indígena» la forma de prosperidad y de preocuparse solo por los asuntos propios y familiares, pues aquello de lo público y de la ciudadanía, es todavía para nuestro entorno una idea desconocida y lejana. Seguimos viviendo en los feudos, las comarcas, los señoríos, los resguardos y los virreinatos de antaño.
Para el caso de la educación, esos imaginarios culturales se han traducido en prácticas esencialmente heteroestructurantes, al decir de Not (2013); esto es, en una formación humana venida de afuera, en donde valores y contenidos son dados por hechos, asumidos e incorporados sin mayor capacidad crítica ni creativa. Gran parte de nuestra educación ha desarrollado asuntos disciplinares y éticos descontextualizados que, con razón, inquietan a otras latitudes pero que nosotros hemos enarbolado como asuntos muy propios, sin el debido ajuste de cuentas, sin la indispensable acomodación y comprensión histórica. En otras palabras: continuamos mirando —por aquello de nuestro imaginario de sociedad colonizada— más hacia otras geografías que hacia la propia. Y no se trata de desechar, sino de hacer las revisiones críticas de la tradición y adaptar aquello que necesitemos para nuestro proyecto personal y colectivo. Se quiera o no, los programas educativos que van y vienen, que nos inundan y gobiernan y que nos forman, los administramos, ya por voluntad propia o imposición ajena, como objetos de consumo incuestionables. Los afanes más actuales de forjar competencias para la vida laboral no significan otra cosa sino una manera más de seguir en lo mismo. Digámoslo enfáticamente: desde el siglo XV Colombia no ha tenido un modelo educativo propio; no ha logrado sopesar la tradición y no ha consolidado un proyecto educativo genuino. La peor parte de haber sido educados como colonizados no es tanto el colono de turno, como la propia incapacidad para pensarse y rehacerse: le tenemos pavor al vacío de las preguntas, a la incertidumbre de las hipótesis, a la disciplina y la autorregulación que exige la libertad, por lo mismo, preferimos el dulce adormecimiento de la voz de otro, escogemos que sea alguien más quien nos diga qué hacer, elegimos con más convencimiento las normas que se nos imponen que el recio y persistente trabajo de labrarnos a nosotros mismos… Por estos imaginarios, nuestro sistema educativo no promueve como valor sustantivo el ejercicio del pensamiento: analizar, investigar, argumentar, resignificar, con ahínco y esmero. No es un valor del todo bien recibido entre nuestros directivos y docentes que se reflejen en el currículo las didácticas y las formas de evaluación; es preferible, para unos y otros, seguir en el catálogo de lo dado. Pensar, imaginar y proponer es más arduo y retador que repetir, recapitular y sintetizar.
Y no se trata de rasgarse las vestiduras, quemar las naves o arrojar todo por la borda. Todo lo contrario, el ejercicio es, como lo decía al principio, sopesar el imaginario que nos gobierna; ponernos en perspectiva crítica a nosotros mismos y, con esto, generar una educación que se pregunte insistentemente quiénes somos y que sobre esta base se dedique a responder creativa y rigurosamente qué queremos ser.
2. La actitud crítica y la educación crítica: proyecto, trayecto e itinerario
Me parece altamente sugerente una idea de Foucault: más que hablar de pensamiento crítico, hablar de actitud crítica. El autor afirma que esta es «una cierta manera de decir, de actuar, una cierta relación con lo que existe, con lo que se sabe, con lo que se hace, una relación con la sociedad, con la cultura, una relación, también, con los otros» (2006, pp. 1-2). Este cambio de perspectiva es muy enriquecedor —a mi juicio—, pues ante todo subraya el hecho de asumir la vida, en su totalidad, como un proceso además de intelectual, ético, político, estético y emocional, comprometido siempre con examinarse interna y exteriormente. Examinar la propia vida y la cultura. Decir actitud crítica refiere, efectivamente, que se trata más de alimentar procesos continuos de sospecha, balance y proposición que enunciaciones esporádicas, así sean muy brillantes. La actitud comporta una orientación selectiva y activa del hombre, una predisposición cercana al hábito, un conjunto de ideas, actos y propuestas analíticas y valorativas que direccionan la vida personal. De hecho, puedo hablar críticamente todo el tiempo, pero sin la actitud crítica lo enunciado no necesariamente me compromete. En cambio, una actitud crítica conjuga el decir con el hacer y el proponer, hacia sí mismo y hacia el mundo de la vida. En la actitud crítica se va la condición misma de quien habla y no solo su discurso; la actitud crítica sobrelleva el sentido de proyecto vinculante y de gobierno de sí.
Por lo anterior, la actitud crítica tiene un alto costo: me la juego en el momento en que hablo, no solo ante los demás —ya de por sí temerario—, sino por sobre todo conmigo mismo, pues lo dicho recae y refigura también mis propios hacer y proponer: lo sentenciado hacia el fuera toca el adentro. El lenguaje, en tal concepción, se torna generacional: produce, genera, un efecto público pero igualmente crea un resultado íntimo. Así, lo político se conjuga con lo ético; huelga decir, lo enunciado no se expresa irreflexivamente, no se habla por hablar; lo que hablo lo sopeso antes de decirlo y, una vez dicho, vuelvo a examinarme. En este entramado, queda claro que el pensamiento crítico es condición propia de la actitud crítica. Si no fuera así, se podría caer en las pirotecnias verbalistas o en los blancos y los negros y dejaría de ser, precisamente, pensamiento crítico; se tornaría en proselitismo, fanatismo u oportunismo coyuntural. Quien piensa críticamente, vive críticamente. Expone su pensamiento, halla las fracturas del mundo social, pero en similar condición, evalúa su propio pensar y actuar; conoce y pulsa sus propias zonas frágiles. La actitud crítica denota el ejercicio pleno de la libertad pero asimismo el de la responsabilidad: la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el arte de la indocilidad reflexi...