Ética, estética y política
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Ética, estética y política

Ensayos (y errores) de un metaindignado

Ernesto Castro

  1. 312 Seiten
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Ética, estética y política

Ensayos (y errores) de un metaindignado

Ernesto Castro

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Nueva política, arte contemporáneo, fin de la historia, ecología, feminismo, precariedad… Retrato de una generación perdida.¿Es la juventud un estado de ánimo? ¿Es posible una zoofilia no patriarcal ni machista? ¿Hay precariedad en el mundo del arte contemporáneo? ¿Hemos alcanzado el fin de la historia? ¿Cuáles son los fundamentos intelectuales del Estado Islámico?Sí, Ernesto Castro lleva una década haciendo el ganso, pero también leyendo, escribiendo y dialogando con mucha gente, metiéndose en sus opiniones como si fueran sus zapatos, abogando por las ideas incómodas por encima de las creencias heredadas, analizando cómo lo bello no siempre es bueno ni, mucho menos, justo y poderoso. Indignándose, en suma, más allá del campo de la política, mostrando también las contradicciones éticas y estéticas de nuestro día a día.Ética, estética y política es un resumen de este proceso de aprendizaje. Una caja de herramientas para entender algunos de los grandes debates que se han dado desde el 15M hasta hoy, abordados desde la perspectiva del feminismo, el antiespecismo, el marxismo y, como suele ser habitual, la inequívoca vocación castriana de ir a contracorriente.

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Information

Verlag
Arpa
Jahr
2020
ISBN
9788417623524
POLÍTICA

¿EL FIN DE LA HISTORIA O EL FIN DE LA GEOGRAFÍA PARA LOS MARXISTAS?

El verano de 1989 Francis Fukuyama puso por escrito las palabras adecuadas en el orden adecuado y en el momento adecuado. La tesis del fin de la historia venía a constatar el triunfo de las instituciones políticas de la democracia liberal y de los mecanismos económicos del libre mercado sobre sus adversarios históricos (la dictadura del proletariado y la economía planificada) apenas unos meses antes de la caída del muro de Berlín. El artículo fue criticado con dureza, desde posiciones tanto de izquierdas como de derechas, aunque buena parte del debate tuvo un sesgo claramente sectario o terminológico. Los hegelianos le echaron en cara no haber comprendido a Hegel; los marxistas, no haber comprendido a Marx; los historiadores, no haber comprendido la historia. And so on and so forth. Pese a todo, la argumentación de Fukuyama no era tan trivial como pudiera parecer tras una primera ojeada apresurada del libro que se publicó en 1992, cuyo título, El fin de la Historia y el último hombre, podría sugerir al lector desnortado que Fukuyama está declarando una huelga permanente de los acontecimientos1. De hecho, esta fue la lectura que realizaron autores como Jean Baudrillard, cuyas consideraciones sobre la actualidad política de la década de 1990 y de los 2000 han envejecido muy pero que muy mal. Así, gracias a enunciados que —en caso de que tuvieran algún sentido— bien podrían ingresar en la historia universal de la infamia, del tipo «La guerra del Golfo no ha tenido lugar» o «El atentado del 11-S no rompe con la huelga de los acontecimientos, sino que apuntala la lógica del simulacro anticipado y producido ex professo para ser consumido como espectáculo»2, el filósofo francés se ha ganado un puesto en la galería de los pensadores más cínicos y endiosados del siglo.
No me quiero detener mucho tiempo en Baudrillard. Baste con mostrar que su teoría del simulacro, el fundamento filosófico de la huelga de los acontecimientos no solo es autocontradictoria —un defecto argumental irrelevante para toda teoría posmoderna que se mofa y cree prescindible el principio de no-contradicción—, sino que además se basa en dos premisas de dudosa procedencia intelectual para alguien que se precia de ser un terrorista metafísico, un filósofo radical, un pensador revolucionario. La primera premisa afirma que vivimos en una sociedad del simulacro mediático permanente, y esta es una premisa etnocéntrica porque ignora que el acceso a la tecnología mediática está determinado por factores económicos y que no todo el mundo puede darse el lujo de ingresar en la sociedad del espectáculo. La segunda premisa afirma que los medios de comunicación suprimen la realidad ontológica de los hechos reproducidos, y esta es una premisa metafísica porque atribuye a los medios un poder de influencia de proporciones paranoicas y estipula unos estándares de pureza ontológica imposibles de satisfacer para cualquier hecho posible. Según estos estándares, la única realidad que merece tal nombre es aquella que no está mediada por ningún medio en absoluto, pero ¿es posible tener un acceso al mundo no-mediado, inmediato? Aplicado al campo de la historia, parece que no hay suceso sin soporte mediático de algún tipo. ¿Dónde poner la barrera, entonces, entre medios legítimos de reproducción de la verdad y medios de reproducción del simulacro? ¿En la televisión?, ¿en la fotografía?, ¿en la radio? ¿A partir de qué número de periodistas, a partir de qué número de telediarios, a partir de qué número de fotografías se puede afirmar que la Guerra del Golfo no tuvo lugar? Los reportajes de las guerras napoleónicas, las instantáneas de la Guerra de Secesión, los vídeos del Holocausto, ¿invalidan la realidad de estos sucesos históricos?
Estas preguntas sin respuesta revelan la vaguedad pseudoconcreta que subyace al pensamiento de Baudrillard, cuyo platonismo mediático —unido a su nihilismo reactivo— le lleva a estipular la existencia de una realidad muy real, más allá de toda determinación mediática, que constantemente se retrae al escrutinio humano y que solo se vuelve visible ante la perspectiva pura de algún Dios que no ojea el periódico ni atiende a las noticias. A pesar de sus resonancias terroristas, el concepto de simulacro refuerza la distinción convencional entre apariencia y verdad, al declarar que el mundo es una sombra sin sustancia. ¿Baudrillard, metafísico y etnocéntrico? Las exigencias filosóficas del francés revelan, en último término, un pensamiento nostálgico y conservador que se regodea en su propia contradicción lógica, así como en la periclitada decadencia cultural y filosófica de Occidente. Apoyado en la barandilla de sus aposentos en alguna conocida calle de París, ombligo del mundo, Jean Baudrillard se pasó las últimas dos décadas del siglo XX suspirando de melancolía por esa realidad muy real, situada en algún tiempo pasado ya perdido para siempre, mientras el mundo a su alrededor entraba en una espiral mediática de decadencia que condujo al simulacro total, al panóptico ampliado, al Gran Hermano, etc. ¿Quién se cree esto ahora? A los escépticos como yo, que hemos visto el impacto que pueden tener las nuevas tecnologías en el curso de la historia —véase el uso político de las redes sociales a partir de la Primavera Árabe—, siempre nos quedará la duda de si existió aquella edad de oro donde los individuos establecían un conocimiento no-mediado con la realidad y donde los acontecimientos históricos sucedían de veras, sin que nadie viviera para contarlo y, mucho menos, para hacerse la foto3.
Mal que le pese a sus intérpretes, Fukuyama nunca se comprometió con una profecía sobre el porvenir de ese tipo. La tesis del fin de la historia no postula un estadio utópico de felicidad infinita sin perturbaciones, mucho menos la disolución de las tensiones políticas, no digamos ya la paralización de los eventos de actualidad. Su argumentación sostiene que el liberalismo es el horizonte insuperable de nuestro tiempo, pero no ofrece la fecha de su definitiva imposición planetaria; es un cheque en blanco extendido desde una posición metahistórica que encuentra importantes fundamentos empíricos; una audaz justificación del imperativo thatcherita («No hay alternativa») que sintetiza argumentación filosófica y estudio histórico, propuesta normativa y fundamentación empírica en un solo lema: «La historia ha terminado». Según esta lectura, el triunfo de Occidente sobre la Unión Soviética (el «Imperio del Mal», a juicio de Ronald Reagan) y sobre el resto de los aspirantes al título no depende exclusivamente de elementos fácticos (quién tiene el poder) o materiales (quién es más eficiente); también está determinado por el consenso generalizado que suscita la doctrina liberal y la capacidad de persuasión que tienen las ideas sobre la conducta de la gente. En esto radica el idealismo vulgar de Fukuyama, que poco o nada tiene que ver con el idealismo ontológico Hegel. Y es que Fukuyama cree en la autonomía de las ideas respecto de los contextos materiales. Según su teoría del desenvolvimiento histórico, el desarrollo de los acontecimientos revela una necesidad histórica que no depende exclusivamente de hechos brutos, sino que está iluminada por una racionalidad intrínseca, que conocemos con el nombre de «progreso científico». La lógica del progreso científico conduce, tarde o temprano, a un periodo poshistórico marcado por el triunfo de aquel modelo organizativo que satisfaga de un modo óptimo las aspiraciones y necesidades de los seres humanos.
La tesis del fin de la historia presupone, por tanto, dos condiciones: 1) que el progreso científico sea finito y se encuentre íntimamente ligado con el perfeccionamiento de las instituciones sociales; 2) que haya algo así como una naturaleza humana, única e inmutable, de la que se derivan un conjunto finito de aspiraciones y necesidades, susceptibles de una satisfacción óptima. Esta última condición es de vital importancia, como aclara Fukuyama:
Si los seres humanos son infinitamente maleables, si la cultura puede superar a la naturaleza en moldear los impulsos y las preferencias humanas básicas, si todo nuestro horizonte cultural está socialmente construido, entonces no existe claramente ningún conjunto particular de instituciones políticas y económicas —y ciertamente tampoco las democrático-liberales— de las que se pueda decir en los términos de Kojève que sean «completamente satisfactorias»4.
Para muchos, esta afirmación es suficiente como para desestimar a Fukuyama por metafísico y arrojar sus libros a la hoguera. Personalmente, no considero que esa sea una buena línea de argumentación. Por mucho que insistamos en su marcado carácter metafísico, las premisas del naturalismo que suscribe Fukuyama —entre cuales que se cuenta la unidad biológica de la especie humana— no dejan de ser persuasivas o, mejor dicho, no dejan de satisfacer nuestros estándares de aceptabilidad racional; no dejan de estar respaldadas por multitud de procedimientos empíricos de contrastación provenientes de las ciencias naturales. Quien quiera refutar tales premisas debe tener en su mano mejores argumentos que esos insultos de parvulario que son «metafísico», «ontoteológico» y similares.
Pero ¿qué tipo de naturaleza humana presupone Fukuyama?
Aunque que ha matizado su postura a la luz de los nuevos desarrollos en biología, lo esencial de su concepción se ha mantenido inalterado: una síntesis entre, por un lado, la división tripartita del alma expuesta en la República de Platón, y por el otro, la lucha por el reconocimiento que tiene lugar en el cuarto capítulo de la Fenomenología del espíritu de Hegel. Fukuyama sostiene que la búsqueda del «reconocimiento de la propia dignidad» es el motor del desarrollo histórico y el pilar de las relaciones interpersonales, por encima de las motivaciones relacionadas con la posesión de bienes materiales y con la satisfacción de las necesidades vitales. El concepto central aquí es el del thymós platónico, una expresión griega que se puede traducir al castellano como «ambición» o «ira», o incluso como «autorreproche», y que Fukuyama equipara con el lugar psicológico de la aspiración hegeliana a ser reconocido como algo más que un mero viviente. De esta perspectiva antropológica se deduce que el modelo de organización social óptimo será aquel que satisfaga de un modo máximo la aspiración del ser humano al reconocimiento, como un individuo con una cierta singularidad inter pares.
Desde la perspectiva de 1989, Fukuyama consideraba que el socialismo había chocado con los límites impuestos por la naturaleza humana, mientras que el capitalismo había conseguido conciliar la «insociable sociabilidad» del ser humano con la persistencia de instituciones políticas estables al permitir que el thymós platónico se descargara políticamente (a través de elecciones periódicas) y económicamente (mediante el incremento de la competitividad). Por contra, el socialismo realmente existente estuvo marcado por la ineficiencia de la economía planificada y por el totalitarismo de la dictadura del proletariado, que habían inscrito las aspiraciones al reconocimiento de la singularidad en un marco interpretativo y social que negaba toda capacidad de maniobra a los individuos. Todo lo cual suponía un poderoso motivo para declarar vencedor por mayoría de puntos al ménage à trois de la democracia liberal, la economía de mercado y la sociedad de consumo como el modelo óptimo de organización social.
En sucesivas revisiones de su postura, realizadas a la luz de acontecimientos como el 11-S o la Segunda Guerra del Golfo, Fukuyama siguió en sus trece. El capitalismo es todopoderoso porque es verdadero, y es verdadero porque la historia y la naturaleza humana así lo quieren. El fanatismo religioso no es un competidor en igualdad de condiciones porque, a diferencia del liberalismo político, carece de justificación fuera de su contexto cultural concreto. En términos de John Rawls, esto se expresa afirmando que el liberalismo es el único sistema político capaz de generar un «consenso entrecruzado» con genuinas pretensiones de universalidad, pues es el único capaz de asegurar una sociedad plural en condiciones no-antagonistas. De hecho, podríamos afirmar que las insurgencias de la última década en el Magreb y en Oriente Medio resuelven la conocida controversia entre Samuel Huntington y Francis Fukuyama en favor de este último. A la luz de la Primavera Árabe, parece claro que las tradiciones islámicas no son incompatibles con las demandas de instituciones liberales (imperio de la ley, elecciones libres, derechos cívicos). No hay una correspondencia unívoca entre tradiciones culturales y aspiraciones políticas, como suponía la hipótesis del choque de civilizaciones.
En el momento de su formulación original, la tesis del fin de la historia parecía muy sólida, pero rápidamente se reveló que hacía aguas por todas partes. En primer lugar, la premisa que estipulaba la finitud del progreso científico cometía el mismo error que Karl Popper había denunciado en la Miseria del historicismo. Al igual que todos aquellos profetas que aseguraron que su tiempo había consumado todas las posibilidades del progreso humano y que ellos mismos se encontraban en una posición privilegiada para acceder al destino de la historia, Fukuyama cometió una terrible hybris filosófica: no tuvo en consideración el carácter perfectible del conocimiento humano. Aun cuando se demostrara que el liberalismo político constituye el horizonte político insuperable de nuestro tiempo, todavía habría que demostrar lo indemostrable: que la imaginación creativa del ser humano es incapaz de romper el círculo de posibilidades reconocidas por la actual correlación de saber-poder. ¿Acaso han desaparecido las tentativas de transgredir la realidad existente?
En realidad, concebir el tiempo que nos ha tocado vivir desde una perspectiva escatológica es lo más normal del mundo. Desde las premisas del historicismo que Fukuyama suscribe, la imagen que los seres humanos tienen de sí mismos se encuentra históricamente situada y, por tanto, resulta inevitable afirmar que los seres humanos clausuran la historia a cada instante. Los individuos, en cada periodo, comprenden las opciones políticas triunfantes de su tiempo como la consecuencia de alguna lógica más profunda, porque su conocimiento de la realidad es incapaz de saltar por encima de las fronteras que impone su contexto histórico, y desde la atalaya del presente no podemos predecir cuál será el futuro de la humanidad si no es mediante los esquemas de interpretación en vigor. El muro mediante el cual la coyuntura histórica delimita el horizonte de la imaginación creativa es, si cabe, más elevado en aquellos periodos que se caracterizan por la falta de alternativas políticas.
La tesis del fin de la historia era también errónea, en segundo lugar, porque la premisa que estipula la ligazón entre progreso científico y perfeccionamiento humano se encuentra sesgada por ciertos prejuicios morales, que empezaron a ser cuestionados por los espectaculares desarrollos científicos que tuvieron lugar a finales del siglo XX. Como el propio Fukuyama reconoció en un libro posterior, Sobre el futuro posthumano, los recientes avances farmacéuticos y biotecnológicos han convertido al liberalismo en una antigualla, comparada con las nuevas posibilidades abiertas por la manipulación genética del ser humano, que atentan directamente contra nuestra concepción convencional de lo que significa la dignidad y l...

Inhaltsverzeichnis

  1. Cubierta
  2. Créditos
  3. Título
  4. Sumario
  5. Proemio: la lechuza de Arganzuela
  6. Estética
  7. Ética
  8. Política
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APA 6 Citation

Castro, E. (2020). Ética, estética y política ([edition unavailable]). Arpa. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1867668/tica-esttica-y-poltica-ensayos-y-errores-de-un-metaindignado-pdf (Original work published 2020)

Chicago Citation

Castro, Ernesto. (2020) 2020. Ética, Estética y Política. [Edition unavailable]. Arpa. https://www.perlego.com/book/1867668/tica-esttica-y-poltica-ensayos-y-errores-de-un-metaindignado-pdf.

Harvard Citation

Castro, E. (2020) Ética, estética y política. [edition unavailable]. Arpa. Available at: https://www.perlego.com/book/1867668/tica-esttica-y-poltica-ensayos-y-errores-de-un-metaindignado-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Castro, Ernesto. Ética, Estética y Política. [edition unavailable]. Arpa, 2020. Web. 15 Oct. 2022.