La interculturalidad en cuestión
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Fidel Tubino

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Fidel Tubino

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Reflexiones sobre los derechos humanos, la construcción de la ciudadanía y la lucha por el reconocimiento pleno y real de las diversidades culturales en las sociedades latinoamericanas. Los conflictos interculturales en el mundo actual se agudizan cada vez más. Entender que en dichos conflictos se confrontan no solo intereses económicos y políticos sino también formas de pensar, valorar y sentir el mundo es empezar a comprenderlos. La interculturalidad no es solo un problema, es también una posibilidad de convivencia dignificante basada en el reconocimiento de la diversidad. Así, las nociones de dignidad y de derechos humanos no son universales por naturaleza. Pero deben serlo. Y para ello deben interculturalizarse. De allí la necesidad de crear las condiciones subjetivas y objetivas que hagan posible un diálogo intercultural sobre los derechos individuales y colectivos en contextos asimétricos. Entender la construcción dialógica de la universalidad de los derechos humanos como una necesidad ética y social de envergadura nos conduce a reformular nuestra concepción de la ciudadanía. Esta se ejerce básicamente en los espacios de deliberación pública, lamentablemente hoy colonizados por el logocentrismo, la lengua y la cultura hegemónica. Descolonizar dichos espacios para hacerlos inclusivos de la diversidad es una tarea pendiente. Para ello son necesarias las "políticas interculturales de reconocimiento", siempre y cuando se articulen a políticas redistributivas y de representación política tanto afirmativas como transformativas. En ello consiste el interculturalismo como posibilidad.

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Ciudadanías complejas y diversidad cultural10
Es mi intención develar aquí las incoherencias del proyecto ilustrado con el ánimo de renovarlo, no de rechazarlo. No se trata de una irresponsable deconstrucción del proyecto modernizador sino, más bien, de evidenciar la necesidad de radicalizarlo a fin de hacerlo coherente consigo mismo. Poner de manifiesto las contradicciones del proyecto ilustrado no tiene por qué conducirnos ni al neoconservadurismo posmoderno ni a las nostalgias ultramontanas del pensamiento reaccionario.
Considero que la crítica racional es un momento necesario en la renovación radical del proyecto ilustrado y la democracia liberal. Solo así podremos reintentar la realización de sus ideales originarios de libertad, equidad y solidaridad; y, de esa forma, radicalizar la democracia, hacerla inclusiva y deliberativa, y, sobre todo, configurarla como un espacio para la construcción de la justicia social y cultural.
Pero nos movemos en un contexto adverso. La globalización en marcha, basada en el principio de la competencia y no de la solidaridad ilustrada, acrecienta las distancias entre ricos y pobres y contradice el principio de la equidad social. La lógica interna de la globalización económica es la acumulación del capital. Es una lógica perversa porque genera deseos que no logra satisfacer y está en abierto enfrentamiento con los principios ideales del proyecto ilustrado. Asimismo, es éticamente antiilustrada pues está generando grandes distancias sociales, conflictos culturales y tensiones políticas irresolubles en el marco de las reglas de juego del modelo neoliberal.
Por otro lado, la libertad ilustrada y el ejercicio de los derechos humanos fundamentales se han transformado en privilegios de los incluidos, que son los menos, en perjuicio de las grandes mayorías de excluidos del sistema vigente. La exclusión social que propicia la globalización es un problema de derechos humanos, ya que las grandes mayorías se ven excluidas —por estructurales injusticias económicas y culturales— del ejercicio de la ciudadanía reconocida.
En el plano cultural, los intentos de homogeneización mental y actitudinal que la globalización pone en marcha a través de los medios de comunicación masivos han tenido efectos adversos. A esto se suman los reiterados fracasos de los procesos de modernización en las sociedades poscoloniales. Ambos fenómenos —la homogeneización cultural y la modernización fracasada— han contribuido significativamente al surgimiento de los comunitarismos locales, la reivindicación de lo étnico en la política y, en no pocas oportunidades, al afloramiento de los fundamentalismos político-religiosos. Los casos del fundamentalismo islámico y del fundamentalismo cristiano son particularmente relevantes.
La distancia entre las ofertas ideales del liberalismo y sus contradictorias realizaciones históricas es alarmante. Todo indica que el liberalismo político, uno de los hijos predilectos de la Ilustración, es un proyecto intrínsecamente incoherente.
La lógica del liberalismo económico ínsita a la globalización necesita ser replanteada. Mientras que la lógica de la acumulación de capital sea el núcleo del proceso, las soluciones a los problemas que crea serán inviables. Hay que pensar desde modelos sociales alternativos, antiautoritarios y no estatistas que reivindiquen el rol protagónico de la sociedad civil en la política. La fórmula del «neoliberalismo económico con democracia liberal» es adversa a los ideales de la Ilustración.
Para superar las contradicciones entre lo ideal y lo histórico, entre los principios normativos de la Ilustración —equidad, libertad y solidaridad— y sus realizaciones concretas, es preciso repensar el pacto social como parte sustancial de la agenda pública. Eso demanda construir espacios públicos inclusivos de deliberación colectiva. Se trata de rehacer la democracia, de radicalizarla y, al mismo tiempo, enraizarla en las culturas. La crítica de la democracia es una necesidad teórica y práctica. No es el punto de llegada sino de partida de la emancipación política de nuestros pueblos.
Antes que contribuir a la defunción de la democracia moderna, me propongo más bien sacarla de su encapsulamiento en discursos absolutizantes y autoindulgentes, y retomar sus ideales y motivaciones iniciales, no para justificar lo injustificable sino para realizarla en la diversidad.
El discurso ilustrado como discurso cerrado
En pleno siglo XVIII, Goya representó genialmente la autojustificación de la barbarie en nombre de la Razón cuando los ejércitos napoleónicos invadieron España y aplastaron las masivas protestas populares con indescriptible crueldad. Los sueños de la Razón engendran monstruos. Goya fue testigo de excepción de la paradojas que arrastra desde sus orígenes el proyecto ilustrado: que, en nombre de la dignidad humana, denigra la dignidad del Otro, en nombre de la solidaridad universal somete a pueblos enteros y en nombre de la tolerancia racional practica una intolerancia cultural inconcebible.
Desde el paradigma de la Modernidad las culturas no occidentales han sido y son percibidas como entidades sincrónicas, «sin historia», arcaicas y retardatorias del desarrollo social. Sus miembros son considerados menores de edad, adultos párvulos que, en el mejor de los casos, hay que civilizar para conducir hacia el Progreso. Desde el discurso ilustrado, el no-yo no es un tú. El problema central del proyecto modernizador es que no reconoce alteridad. Es un proyecto solipsista. El otro no es un «tú eres». Para serlo, debe renunciar a sí mismo, dejarse asimilar, abdicar de su horizonte moral, desarraigarse, dejar de ser. La Modernidad no dialoga, monologa. En nombre de la Razón niega la otredad. La barbarie son los otros.
El ilustrado coloca sus creencias básicas como condición absoluta de la convivencia con el otro. La racionalidad monológica es logocéntrica: conlleva la negación del diálogo intercultural y de la deliberación prudencial. Es la negación de la política como el arte de convivir mediante la deliberación compartida y la acción concertada. Es la negación de la razón pública y, por lo tanto, de la autorregulación colectiva.
No es posible construir ciudadanías abiertas a la diversidad sobre la base de la racionalidad monológica. La racionalidad ciudadana es esencialmente una racionalidad comunicativa, dialógica, plural. La democracia, el buen gobierno y la deliberación política solo son posibles desde el reconocimiento de la alteridad. El otro no es una exterioridad que hay que asimilar o destruir. Lo propio se constituye en relación con lo extraño, con lo no familiar. Solo a partir del reconocimiento simétrico de la autonomía del otro se puede producir el diálogo intercultural en la vida pública para reconstruir la cultura política desde la diversidad cultural y no a pesar de ella. Dialogar significa pensar con el otro y a través del otro. Dialogar es más que tolerar, pues implica el esfuerzo por comprender al otro desde dentro, mirarse desde la mirada del otro y autorrecrearse recíprocamente. La tolerancia ilustrada es insuficiente. Como bien señala Martín Hopenhayn, «ya no es solo la tolerancia del otro distinto lo que está en juego, sino la opción de la auto-recreación propia en la interacción con el otro» (2001).
La radicalización de la democracia moderna nos obliga a transitar de la racionalidad monológica a la racionalidad dialógica y de la racionalidad instrumental a la racionalidad prudencial. La racionalidad dialógica es la esencia de la deliberación prudencial y de la autorregulación pública: es la condición indispensable de la praxis política y de la democracia intercultural. Sin ella, el proyecto ilustrado queda preso en sus ilusiones y encarcelado en sus contradicciones.
La ciudadanía ilustrada como ciudadanía indiferenciada
El gran aporte a la humanidad de las democracias liberales ha sido la idea de que la ciudadanía no es patrimonio de unos pocos, sino una cualidad intrínseca a todos los seres humanos. Contra los principios filosóficos de las sociedades jerárquicas, el liberalismo y el republicanismo ilustrado construyeron la teoría de la ciudadanía universal y crearon los marcos y los instrumentos jurídicos de la expansión de la ciudadanía. Tal es sin duda su principal contribución. Pero no basta el reconocimiento legal de los derechos ciudadanos para tener la oportunidad de ejercerlos. Esto ocurre por ejemplo con los indígenas amerindios, para quienes el acceso al ejercicio de la ciudadanía implica la renuncia a su cultura de pertenencia y su asimilación a la cultura criolla. La inclusión del otro pasa en este caso por su desenraizamiento ético, por la pérdida de sus horizontes de sentido y de sus marcos referenciales de ubicación ontológica.
El Estado nacional moderno se encargó y se encarga de ello, y para eso usa la educación pública. Con la noble tarea de propiciar la cohesión social y la integración nacional diseña y pone en práctica políticas públicas asimilacionistas que buscan uniformar las identidades originarias desde los marcos referenciales de la identidad cultural de la nacionalidad dominante. En los Estados nacionales modernos, en nombre de la igualdad se aplican las políticas de homogeneización cultural, las national building, que tienen como finalidad construir una identidad nacional que haga posible la consolidación de la unidad económica y política del Estado-nación.
El discurso ilustrado de la ciudadanía confunde equidad con homogeneidad. Bajo el lema «la misma ley para todos», borra las diferencias y homogeneiza la diversidad sobre el modelo cultural de la nacionalidad hegemónica. La igualdad ante la ley soslaya las diferencias y se interpreta como uniformidad cultural. Podemos decir por ello, sin temor a equivocarnos, que la cara oculta de la integración nacional es la desestructuración de las identidades originarias.
La identidad ciudadana ilustrada como identidad abstracta
La identidad ciudadana moderna es una identidad abstracta. En la Ilustración los derechos humanos son tematizados como atributos esenciales de un sujeto sin locus y sin ethos. La identidad ciudadana apareció así como una identidad desvinculada. Como consecuencia de ello los ciudadanos de las culturas no occidentales se ven constantemente forzados a escoger entre su ser cultural y su ser ciudadano. Poner entre paréntesis su ethos es la condición de la ciudadanía. Sus lenguas, sus valoraciones, sus modelos de vida buena y sus concepciones son percibidas como rasgos atávicos que obstaculizan el progreso y el ejercicio de la autorregulación colectiva. Así, mientras menos conserven el espíritu comunitarista de su ethos originario, más ciudadanos serán. Entre pertenencia comunitaria y ejercicio de la ciudadanía hay ruptura, no solución de continuidad. La ciudadanía presupone el desarraigo; es para individuos desvinculados e indiferenciados, para entes abstractos.
La autopercepción del sí mismo como sujeto de derechos universales presupone el desenraizamiento del yo, la renuncia a concebirse como parte de una tradición comunitaria y como parte de la cadena del Ser. Los derechos fundamentales son los atributos de un sujeto abstracto: son los derechos del individuo desvinculado frente al Estado. Marcan la frontera entre la soberanía del Estado y la soberanía de la subjetividad. La praxis de la ciudadanía ilustrada consiste fundamentalmente en el ejercicio de las libertades negativas que subrayan la autonomía de los individuos frente al Estado.
Sobre la relación entre las libertades negativas o «la libertad de los modernos» (es decir, el ejercicio de los derechos civiles) y las libertades positivas o «la libertad de los antiguos» (es decir, el ejercicio del derecho a la participación política) hay dos interpretaciones contrapuestas que se derivan de la Ilustración: una liberal y otra republicana. Según la versión liberal, el ejercicio de los derechos políticos cobra sentido en tanto asegura y protege de manera irrestricta la vigencia de los derechos civiles de los ciudadanos. En la versión republicana, las libertades individuales tienen sentido si hacen posible la participación polític...

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