Talleyrand
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Talleyrand

El "diablo cojuelo" que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa

Xavier Roca-Ferrer

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Talleyrand

El "diablo cojuelo" que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa

Xavier Roca-Ferrer

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"Noble como Maquiavelo, sacerdote como Gondi, secularizado como Fouché, ingenioso como Voltaire y cojo como el diablo". Victor Hugo, sobre TalleyrandPersonalidad enigmática y fascinante, con una formación eclesiástica que lo lanzó a las alturas de la Iglesia francesa, cuando tuvo la ocasión no tardó en trabar amistad con un joven Bonaparte, en el cual creyó ver el ejecutor de sus ideas y deseos para Francia: poner fin a la Revolución, reforzar el Estado, recrear una monarquía, y reconstruir el país y su economía en el marco de una Europa pacificada. Sin embargo, su alumno resultó más díscolo de lo que imaginaba.Talleyrand, cuya ingente fortuna personal sabía muy ligada a la suerte del que había pasado a ser Emperador de los franceses, trató de pararle los pies hasta que las invasiones de España y Rusia acabaron con su relación. Su figura ha sido objeto de enconados enfrentamientos: las derechas lo odiaban por "traidor" a la Iglesia, a un emperador y a tres reyes, y las izquierdas lo veían como un fósil de la aristocracia y un plutócrata. Amigo de la broma y la mixtificación, vivió "ocultándose" como algunos filósofos antiguos, y ello se nota en sus memorias. En ellas, soberbiamente escritas, miente poco, pero calla mucho.Roca-Ferrer arroja nueva luz sobre la vida del viejo aristócrata, que entendió como nadie los conflictos de su época. Se dio cuenta de que la irrupción del pueblo en el gran teatro del mundo iba a cambiar la historia, e hizo entrar en ella principios como los de la soberanía del pueblo, la legitimidad, la no intervención o la neutralidad.

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Information

Verlag
Arpa
Jahr
2021
ISBN
9788417623777

CAPÍTULO XVII

LA BATALLA DE LOS TRES EMPERADORES Y SUS CONSECUENCIAS

«No estoy dispuesto a ser el verdugo de Europa».
TALLEYRAND

TALLEYRAND EN ESTRASBURGO

Austria no esperó a que los rusos se unieran a ella y sus fuerzas atravesaron Baviera en el verano de 1805 para establecer sus posiciones en el valle del Danubio. Talleyrand, cumpliendo órdenes de su amo, se desplazó a Estrasburgo. Cenaron juntos el 1 de octubre. Aquella misma noche el emperador se disponía a partir con su Grande Armée para luchar en una campaña con la que no contaba. Boulogne e Inglaterra quedaban aparcados. Después de la cena abrazó fuertemente a Charles-Maurice y a Josefina, y les dijo: «¡Me resulta tan doloroso abandonar a las dos personas que más amo!».
En cuanto Josefina se hubo ido, el emperador cayó al suelo vomitando espumarajos, víctima de un ataque de convulsiones que duró un cuarto de hora. Charles-Maurice lo liberó de su corbata y le hizo friegas con agua de colonia. Tenía todo el aspecto de un ataque epiléptico, aunque ni Talleyrand ni nadie de entre los que lo rodeaban, ni siquiera Bourrienne, que no se separaba de él, recordaba otro anterior. Cuando se hubo recuperado, acabó de vestirse y partió a unirse con su ejército en la parte superior del Danubio tras imponerles silencio sobre lo ocurrido.
Talleyrand permaneció poco tiempo en Estrasburgo porque Napoleón lo quería junto a él. Lo necesitaba para elaborar tratados de armisticio, imponer y consolidar adquisiciones de territorios y aconsejarle en materia diplomática, todo ello antes de que la sangre de los vencidos se hubiera secado. A Talleyrand no le hacía ninguna ilusión: detestaba la vida de campamento, en la que no se le asistía en su día a día con la atención de que gozaba en sus mansiones de París y Valençay ni le preparaba la comida su chef Antonin Carême, el mejor de París, y, por lo tanto, del mundo. Para Charles- Maurice, «comer era una forma de gobernar». El principal asesor de Carême era el propio Talleyrand, que le había enseñado a preparar trescientas sopas distintas, doscientas francesas y las demás «internacionales».
Su comida importante de la jornada era la del mediodía, el almuerzo, que podía constar de dieciséis platos distintos. Las cenas de Talleyrand, en cambio, eran muy frugales: una sopa, queso (el brie era su favorito y lo declaraba el mejor queso del orbe), un vaso de madeira y otro de burdeos. Le preocupaba mucho su salud y se vestía con ropas de abrigo porque siempre fue propenso a resfriarse. Había cumplido los cincuenta y cada día se notaba un poco más grueso. Su cara iba tomando poco a poco un tono cerúleo que recordaba a muchos las figuras que la famosa dama francesa Mme Tussaud, perseguida por la Revolución e instalada en Londres en 1802, exhibía en el Teatro del Lyceum y en sus espectáculos itinerantes por provincias a quienes pagaban la entrada, que también en eso era muy francesa.
Talleyrand siempre temió que Napoleón le quitaría aquel Beethoven de los fogones para las Tullerías. No fue así, pero a lo largo de su carrera Carême estuvo al servicio del zar de Rusia Alejandro I, del príncipe de Gales, a la sazón regente de Inglaterra y futuro Jorge IV, de lord Steward, embajador británico en la corte austriaca, de la princesa de Bragation, de lord Stairs y del príncipe Esterhazy, embajador austriaco en París, a cuyo servicio permaneció hasta 1823, fecha en la que pasó a trabajar para el barón Rothschild hasta su merecida jubilación en 1829.
Talleyrand se quedó en Estrasburgo hasta que se conoció la primera gran victoria de su amo en la batalla de Ulm (18 de octubre), a partir de la cual Napoleón ya pudo marchar sobre Viena sin impedimento alguno. Una semana antes de la victoria de Ulm, el ministro había escrito a Alexandre d’Hauterive, exsecretario del duque de Choiseul y al que había encontrado en América, a la sazón y por mucho tiempo su hombre de confianza en el ministerio, exponiéndole los planes que pensaba proponer al emperador. Esperaba que Bonaparte no abusara de su victoria. Austria debería ceder a Francia el control de territorios que apreciaba mucho, como Venecia, el Tirol y Suabia, pero recibiría a cambio y como compensación otros que se hallaban al este y que siempre había soñado con controlar: Moldavia, Valaquia, Besarabia y los territorios del bajo Danubio, todavía dentro de la esfera otomana. Aceptado todo ello, Francia y Austria debían aliarse y olvidarse de cualquier pacto ulterior con Prusia. En el fondo, su plan perseguía lo que había buscado siempre: una gran paz europea que permitiera la prosperidad de todos (y el enriquecimiento ilimitado de los más listos, añadimos nosotros).
Este fue, pues, el plan que presentó a Napoleón después de Ulm, precedido de un prefacio que decía:
Los que saben que su majestad considera cada una de sus victorias solo como una garantía más de la paz que desea, no albergan duda alguna sobre que, tras salir victorioso de esta guerra con Austria, cederá una vez más a las nobles inclinaciones de su alma magnánima.
El plan era sencillo. En aquel momento en Europa dominaban cuatro grandes potencias: Francia, Inglaterra, Austria y Rusia. Prusia vivía todavía sumida en un aletargado siglo XVIII a la sombra de la personalidad de Federico el Grande, fallecido en 1786, y no pasaba de ser la primera de las segundas potencias. Con ello se conseguiría separar, además, los intereses de Austria de los de Inglaterra. Era muy difícil derrotar (por no hablar de invadir) las islas Británicas, pero sí cabía dejarlas al margen de la política continental. De todos modos, Rusia seguía constituyendo un peligro. En última instancia, quería un equilibrio de poderes en Europa que hiciera la guerra imposible.
Pero Talleyrand no tenía en cuenta (o no deseaba tener en cuenta) el momento que estaba viviendo su amo. No se puede obligar a un recién casado a que haga un voto de castidad por tres años. ¿Cómo iba un soldado embriagado por un éxito reciente y que esperaba unos cuantos más no menos espectaculares en un futuro próximo permitir que las propuestas del antiguo abbé, por muy razonables que fueran, interfirieran en su camino a la gloria, un camino que ya había recorrido una vez hasta convertirse en lo que era? No daba por terminada su contienda con Austria y esperaba decir su última palabra en el mismísimo palacio de Schönbrunn. Francisco había abandonado Viena y se estaba llevando sus fuerzas 50 kilómetros al norte de la ciudad para unirlas a las del zar Alejandro I. Charles-Maurice alcanzó al emperador en Múnich y volvió a proponerle su plan, al cual Napoleón hizo, como suele decirse y era de esperar, «oídos sordos». Juntos entraron en Viena, cuya población les recibió con una mezcla de fascinación e inquietud.

UNA DE CAL Y OTRA DE ARENA: AUSTERLITZ Y TRAFALGAR

El 2 de diciembre de 1805 tuvo lugar la batalla de Austerlitz, que ha pasado a la historia como la de los tres emperadores (Napoleón, Francisco y Alejandro), una batalla que el genio militar de Bonaparte había preparado al milímetro y que constituyó una de las victorias más espectaculares de su carrera de militar. Para revivirla basta con leer las espléndidas páginas que León Tolstói le dedicó en Guerra y paz, que rivalizan con el impresionante relato que hizo Victor Hugo de la derrota de Waterloo en Los miserables. Austria y Rusia perdieron 27.000 hombres y casi todo su carísimo armamento. Lo que quedaba del ejército ruso se arrastró como pudo de vuelta a su patria. En Inglaterra, Pitt, de vuelta al cargo de primer ministro tras tres años en la oposición, tuvo un disgusto tan grande que murió a los pocos días (el 23 de enero de 1806).
Y, sin embargo, Talleyrand vio en lo que parecía la apoteosis de su amo no el inicio de una nueva época a raíz de una serie de triunfos militares franceses, sino el principio del declive de una carrera gloriosa que parecía destinada a no acabar nunca. Como ha escrito un historiador perspicaz, «Bonaparte había acumulado un poder tan enorme que solo podía derrotarlo su propia locura: y eso fue precisamente lo que ocurrió» 1. Pero antes de que los cañones comenzaran a bramar en Austerlitz, el ministro se vio obligado a comunicar a su señor la gran derrota sufrida por la flota franco-española en Trafalgar.
La batalla de Trafalgar tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 en el marco de la Tercera Coalición formada por Reino Unido, Austria, Rusia, Nápoles y Suecia para intentar derrocar a Bonaparte del trono imperial. Se produce frente a las costas del cabo de Trafalgar, en Los Caños de Meca. En ella se enfrentaron los aliados Francia y España (al mando del vicealmirante francés Pierre Villeneuve, al cual estaba subordinado por parte española el teniente general del mar Federico Gravina) con la armada británica al mando del vicealmirante Horatio Nelson. La flota franco-española se vio bloqueada en Cádiz por Nelson y en septiembre Napoleón ordenó a Villeneuve navegar a Nápoles para librar el Mediterráneo del hostigamiento de los buques británicos, pero el almirante no obedeció la orden y permaneció en el puerto. A mediados de octubre, conociendo las intenciones de Napoleón de sustituirlo y enviarlo a París para pedirle cuentas por su desobediencia, se adelantó a la llegada de su reemplazo y el 18 de octubre partió de Cádiz con la flota.
Un total de 34 buques se encontraron entonces con la flota de Nelson cerca del cabo de Trafalgar y el 21 de octubre tuvo lugar el choque naval. Nelson fue herido de muerte durante la batalla, convirtiéndose en uno de los más grandes héroes de guerra de Gran Bretaña. Villeneuve y su buque insignia, el Bucentaure, fueron capturados por los británicos junto con otros muchos buques españoles y franceses. El almirante español Gravina logró alejarse del campo de batalla con parte de la flota, pero sucumbió pocos meses más tarde por las heridas sufridas durante la batalla. Los barcos capturados por la flota inglesa fueron llevados hasta el puerto de Gibraltar. Sin embargo, la fuerte tormenta que se desencadenó en las aguas del estrecho pocas horas después de la batalla hizo que algunos barcos se fueran a pique en las costas gaditanas u onubenses ante la imposibilidad de resistir el remolque.
Aunque el mensajero procuró minimizar las consecuencias del fracaso ante el emperador, lo ocurrido llenó de inquietud a Charles-Maurice: después del desastre de Abukir en tiempos de la guerra de Egipto, leyó en el de Gibraltar otro presagio funesto para el águila que se creía imbatible. Como escribió a Hauterive, «Me preocupa la destrucción de nuestra flota y el impacto que la desgracia tendrá en la opinión de nuestros puertos y entre los marineros».
Pero Napoleón estaba convencido de que sus victorias de Ulm y Austerlitz lo habían cambiado todo a su favor. Nada volvería a ser igual en toda Europa, decidió, y se guardó el plan de una paz equilibrada que le había propuesto Talleyrand con anterioridad a las dos últimas batallas, una perdida en el mar y la otra brillantemente ganada en tierra por su genio incomparable. Más todavía, la victoria de Austerlitz le confería nuevos derechos que habría que hacer pagar a los austriacos. Y así se lo dio a entender a su ministro en una carta. Pero Talleyrand no se arredró y envió otra al emperador en la que, tras felicitarle en los términos más encomiásticos, le decía:
Hace tiempo que su majestad ha agotado todos los términos de admiración, solo nuestro amor y gratitud son inagotables. Hoy nuestros deseos más profundos consisten en ver un final de todos los peligros que cuantos sirven fielmente a su majestad hallan más alarmantes todavía, porque ven que su majestad los tiene en nada.
Como comentó discretamente a su amigo Hauterive, «con una bayoneta se puede hacer cualquier cosa menos sentarse sobre ella». Hauterive había llegado también a la conclusión de que Napoleón se había condenado a ensartar, una tras otra, batallas sin fin, porque deternerlas suponía para él un retroceso y, en cuanto la coalición lo obligara a dar un paso atrás, su imperio se habría acabado. Pero la suerte de Napoleón no parecía agotada y casi un año después de Austerlitz derrotó a los prusianos en Jena, un éxito que le permitió ocupar Berlín en cuatro días. La doble batalla de Jena-Auerstädt tuvo lugar el 14 de octubre de 1806, y enfrentó al ejército imperial bajo el mando de Napoleón con el segundo ejército prusiano comandado por Federico Guillermo III de Prusia. La doble victoria francesa supuso la derrota de Prusia y su salida de las guerras napoleónicas hasta 1813, cuando, tras los fracasos franceses en España y Rusia, estas se reemprendieron.

LA CAMPAÑA DE PRUSIA Y EL BLOQUEO CONTINENTAL

La vanguardia del ejército francés llega a Jena a últimas horas del día 13 de octubre, uniéndosele posteriormente la fuerza del emperador. La unión da lugar a un ejército de más de 100.000 hombres. Frente a ellos, los prusianos cuentan con unos 70.000 soldados al mando del príncipe Friedrich Hohenlohe. Desencadena la batalla una carga incontrolada del mariscal Ney, que se lanza contra los prusianos y tiene que ser rescatado por la caballería francesa. El posterior avance del grueso del ejército francés con la caballería al mando de Murat pone finalmente en retirada al ejército prusiano, que al mismo tiempo estaba siendo fuertemente acosado por Davout en Auerstädt. Tras el combate principal, el ejército francés avanza, ya prácticamente sin resistencia, y toma las ciudades de Erfurt y, finalmente, Berlín, forzando al exilio a la familia real prusiana.
Tras la ocupación, Talleyrand se instaló en una magnífica mansión de la avenida Unter den Linden, propiedad de un prominente estadista prusiano que había huido antes de la entrada de la Grande Armée. Allí asentó una vez más su corte de «abeja reina», a la que se había incorporado un sinfín de príncipes y duques alemanes que se morían de ganas por saber qué iba a pasar con sus pequeños Estados. Fue entonces, en Berlín, donde Napoleón promulgó en noviembre su disparatado Sistema Continental. Aunque Talleyrand lo consideraba un grave error que acabaría perjudicando sobre todo a Francia, se vio obligado a apoyarlo en un primer momento como tantas otras medidas desacertadas de su amo. En lugar de la estrategia militar, fracasada en Trafalgar, Napoleón optó por la estrategia de la guerra económica, porque gran parte de la fortaleza nacional británica se basaba en su floreciente comercio internacional.
Como resultado de los primeros inicios de la Revolución Industrial, la economía británica se había afianzado con fuerza en Europa y el mundo como principal exportadora de productos y proveedora de algunas materias primas imprescindibles obtenidas en sus colonias. También otros países europeos poseían industrias florecientes a finales del siglo xviii, pero ninguno de ellos (ni siquiera Francia, su más cercana competidora) tenía una producción industrial tan numerosa y variada como la británica.
El Sistema Continental consistía en un embargo económico que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. En noviembre de 1806, tras los éxitos militares de Austerlitz y Jena, casi todo el continente se hallaba bajo el dominio directo de Francia, salvo algunos países que, por temor, se abstenían cuidadosamente de ir contra los intereses franceses, situación visible desde la península Ibérica hasta Prusia. Este fue el momento escogido por Napoleón para promulgar el Decreto de Berlín, que prohibía a sus «aliados» y a los países conquistados cualquier tipo de relación comercial con Gran Bretaña. En 1807 y mediante el Decreto de Milán, todavía endureció las condiciones iniciales de la medida en un intento por destruir el comercio británico como preludio para una posible invasión. A la vez que se implantaba el bloqueo contra Gran Bretaña, decidió imponer el pleno control francés sobre los principales puertos de la Europa continental, ya sea mediante el establecimiento directo de soldados franceses en sus costas, ya mediante la amenaza a las autoridades locales de una ocupación militar francesa si se negaban a cooperar.
Grandes socios comerciales de Gran Bretaña, como los países ribereños del Báltico (Dinamarca y Prusia), debieron plegarse a las exigencias de Napoleón para eludir la invasión francesa. De igual forma, los territorios de Italia y el resto de Alemania bajo influencia napoleónica hubieron de imponer controles aduaneros para cerrar el paso a los productos británicos. En España, que se consideraba aliada de Francia, Manuel Godoy, hombre fuerte del régimen, intentó oponerse, pero finalmente, coaccionado por Napoleón, aceptó integrarse en el bloqueo. Parece que fue entonces cuando Napoleón decidió «acabar de una vez por todas» con los Borbones de España. En contrapartida, tras prohibirse el comercio de los productos britán...

Inhaltsverzeichnis

  1. Cubierta
  2. Xavier Roca-Ferrer
  3. Talleyrand
  4. Título
  5. Créditos
  6. Sumario
  7. Introducción
  8. Capítulo I: Los pies tuvieron la culpa
  9. Capítulo II: Los años de estudio
  10. Capítulo III: En la capital del mundo
  11. Capítulo IV: Las mujeres del cura
  12. Capítulo V: Ensayo general
  13. Capítulo VI: La revolución, al fin
  14. Capítulo VII: El diablo toma el poder
  15. Capítulo VIII: Una apoteosis paródica: la fiesta de la Federación
  16. Capítulo IX: La Legislativa echa a andar
  17. Capítulo X: Inglaterra sospecha
  18. Capítulo XI: En el nuevo mundo
  19. Capítulo XII: Tal para cual
  20. Capítulo XIII: De camino a brumario
  21. Capítulo XIV: Una piedra en el zapato
  22. Capítulo XV: El hombre del primer cónsul
  23. Capítulo XVI: Del Consulado al Imperio
  24. Capítulo XVII: La batalla de los tres emperadores y sus consecuencias
  25. Capítulo XVIII: Un regalo imperial, la confederación del Rin y el fin de un imperio
  26. Capítulo XIX: El príncipe se aparta del Imperio a partir de Tilsit
  27. Capítulo XX: Una farsa española
  28. Capítulo XXI: Erfurt y un matrimonio inesperado
  29. Capítulo XXII: 1809: Un mal año para todos
  30. Capítulo XXIII: 1810-1811: Tiempo de divorcios, bodas y traiciones
  31. Capítulo XXIV: 1812: El principio del fin
  32. Capítulo XXV: 1813-1814: El hundimiento (i)
  33. Capítulo XXVI: 1813-1814: El hundimiento (ii)
  34. Capítulo XXVII: Nunca segundas partes fueron buenas
  35. Capítulo XXVIII: 1814-1815: El congreso que bailó y acabó en susto
  36. Capítulo XXIX: La bestia resucita
  37. Capítulo XXX: El obispo en la oposición y un mal negocio
  38. Capítulo XXXI: Unas cuantas muertes y un nacimiento misterioso
  39. Capítulo XXXII: De cómo el veneno de la política alarga la vida
  40. Capítulo XXXIII: Embajador en Londres
  41. Capítulo XXXIV: Últimas andanzas en el mundo de los vivos
  42. Epílogo: Última pirueta y telón rápido
  43. Bibliografía
  44. Personajes ilustres
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Roca-Ferrer, X. (2021) Talleyrand. 1st edn. Arpa. Available at: https://www.perlego.com/book/2161464/talleyrand-el-diablo-cojuelo-que-dirigi-dos-revoluciones-enga-a-veinte-reyes-y-fund-europa-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Roca-Ferrer, Xavier. Talleyrand. 1st ed. Arpa, 2021. Web. 15 Oct. 2022.