Umbral de época
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Umbral de época

De Ilustración, románticas e idealistas

Jose Mª Ripalda

  1. 128 Seiten
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Umbral de época

De Ilustración, románticas e idealistas

Jose Mª Ripalda

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En La flauta mágica (1791) la noche es tiniebla, irracionalidad, mujer, en oposición al día, que es luz, racionalidad, varón. La razón es revolucionaria, pero su fuerza le viene de una noche que aún no entiende, porque viene del futuro.El decorado de Schinkel (1816) para la gran escena de la Reina de la Noche reconoce esa fuerza. El Idealismo alemán trata de entenderla. Monarquías e imperios se tambalean, la guerra cubre Europa; religión, orden social, matrimonio amenazan ruina. El tiempo se acelera.Este intenso relato de "la década prodigiosa" nos hace respirar el ambiente en el que cristalizó nuestra modernidad, ahora ante un nuevo umbral crítico.

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Information

Jahr
2021
ISBN
9788432320187
I. LA DÉCADA PRODIGIOSA (1795-1805)
«Curiosamente ciertas mentalidades se generalizan y consiguen mantenerse en el tiempo y hasta acaban siendo confundidas con la misma naturaleza humana.»
Goethe a Schiller, 18 de marzo de 1801.
Veintitantos años antes de las Conversaciones de emigrados Goethe había irrumpido en la escena literaria con su drama Götz von Berlichingen con la mano de hierro (1773). La conmoción había sido inmediata, el ataque al teatro cortesano era directo por la quiebra de las tres unidades de acción, tiempo y lugar; pero también lo era por la introducción del lenguaje vulgar, por el recurso al pasado alemán para proyectar en él –paradójicamente– la irrupción de algo radicalmente nuevo, y por su aire desmelenado de ansia y tempestad, Sturm und Drang, que cobra carta pública de naturaleza. Precisamente un amigo shakespeariano de Goethe, Friedrich M. Klinger, da nombre al nuevo movimiento con su drama Sturm und Drang. El título de Klinger ¿no recuerda a La tempestad de Shakespeare? Y El sueño de una noche de verano, que vinculaba los meteoros a las vicisitudes emocionales de Oberón y Titania, ¿no prenunciaba, trasladado prodigiosamente, El rey de los elfos [Erlkönig (1782)] de Goethe?
El gran Federico II de Prusia, el déspota ilustrado, de cultura expresamente francófila y antigermana, protector de Voltaire y de Rousseau, reacciona con desprecio ante el remedo detestable, según él, de cierto teatro inglés, re­ple­to de vulgaridades repulsivas, de pasiones y fantasías sin rebozo, es decir, el de Shakespeare. El progresismo del rey prusiano muestra ejemplarmente la complejidad de sus intereses aparentemente cristalinos. Es reformista, pero respetando intereses que no se reducen a su idealidad innovadora; quiere hacer pasar el cambio histórico, en reali­dad ineludible, por códigos limitadores, militares y dirigistas. El sujeto progresista no coincide con el sujeto real ni quiere entender que es otro sujeto real el que se está colando bajo la capa del indeseable súbdito inglés Shakespeare.
Herder propugna públicamente las vulgaridades repulsivas para el monarca prusiano; en esa década de los 70 se publican en Alemania tres traducciones distintas de las obras completas de Shakespeare; en la década siguiente el Hegel adolescente lo lee y lo imita en el colegio. Solo un año después del Götz la novela Las cuitas del joven Werther extiende la fama de su joven autor por toda Europa. Se puede decir que en 1774 se abre irremisiblemente una nueva era, que llevará el nombre de Goethe.
Así empieza un periodo decisivo en la cultura de habla alemana, que se constituye como una literatura nacional entre las grandes literaturas europeas. Pero se trata también de un brote de energía enorme, lateral. ¿A qué respondió en pleno Ancien Régime la sacudida espectacular del Werther? Algo estaba pasando en el mismo Goethe y no solo en él. Se cernía en el aire algo así como la promesa de un mundo más razonable, sin más guerras ni disputas religiosas, las hambrunas se alejaban de la Europa central con el progreso tecnológico de la agricultura. El «progreso» de la «razón» y la «moralidad», sí. Con ellas en la década de 1780 la filosofía de Kant corroía sin compromiso la Ilustración, a la vez que abría en ella un territorio desco­nocido. Hölderlin le vio como el Moisés que había guiado al pueblo hacia la Tierra Prometida, aunque trágicamente le estuviera vedado entrar en ella. La imagen es de Federico II de Prusia, quien en 1760 se la había asignado a él mismo al final de su De la literature allemande.
El monarca prusiano, afrontando victoriosamente a las potencias continentales Austria, Rusia y Francia, no solo había suscitado una conciencia nacional alemana, sino que en cierto modo proyectaba en ella la forma de Estado como garantía de la prosperidad, la tolerancia y el bien común. El Sacro Imperio, presa gigantesca de mordiscos mezquinos según el Hegel de La Constitución de Alemania (1799-1802), ya había dejado abandonado –injustamente según Goethe– al noble Götz von Berlichingen. Por ello el «quizá no siempre justo Federico II» (Hegel, 2014: 19) se mantendrá en toda la vida del filósofo como referencia de fondo, sobre la cual se proyectará también la de Napoleón.
Es como si se hubieran ido condensando ciertas consecuencias de las revoluciones inglesas del siglo xvii, así como, en el siglo anterior, de la rebelión holandesa, que precisamente haría posible con su apoyo el triunfo de la «Glorious Revolution» de 1688; y se trata luego de la Rebelión de las Trece Colonias en América, seguida dos decenios después por la Revolución francesa. No son tanto los hechos franceses los que a partir de 1789 inciden en la sociedad alemana, incapaz de asimilar su violencia. Incluso las monarquías vecinas, en su desprecio por la capacidad política y militar de los plebeyos, ven en un primer momento hasta con alivio la debilitación borbónica. Pero en un azar imprevisible de reacciones y cegueras se alza por veinte años el monstruo de la guerra, el Imperio napoleónico. El mundo tradicional se mantiene; pero su consistencia desmaya ante la nueva «alma del mundo», como llamará Hegel a Napoleón, cuando le vea pasar por las calles conquistadas de Jena.
El gran cambio no es tecnológico ni económico, sino cultural y bajo hegemonía extranjera. En 1761 la novela de Jean Jacques Rousseau Julia o la nueva Heloísa había irrumpido en Francia con un éxito clamoroso. Saint-Preux, el amante de Julia en esta novela epistolar a lo Richard­son, es, como Rousseau mismo, un desclasado errante ni noble ni burgués, preceptor de Julia y, por tanto, sirviente; pero su mirada desde fuera sobre la aristocracia y la sociedad burguesa las confronta y desenmascara con un yo de intensidad desconocida, demoledora. Una generación después la marginalidad de este yo es la clave para entender la desgracia de Hölderlin y la os­curidad de los años que pasó Hegel en Berna también como tutor. Pero entretanto ha sucedido la Revolución y la soberanía del yo no se presenta encerrada en las efusiones sentimentales de una correspondencia privada, sino que desestabiliza el escenario del Ancien Régime, como muestra el pasaje de las Conversaciones de emigrados que encabeza esta narración. La novela de Dorothea Schlegel Florian (1801) retrata en su protagonista a lo que podría haber sido un estudiante del mismo Hegel en Jena: inadaptado, consciente de su superioridad a la vez que sometido, sin suelo firme bajo los pies, pero con ambición de infinito, víctima personalizada una y otra vez del desprecio y la agresividad nobiliaria que lo percibe como amenaza cercana e ilegítima.
A finales del siglo xviii la sociedad alemana no solo estaba sometida al despotismo, sino que vivía en ciudades pequeñas, bajo el control cotidiano por los pares. La ciudad más grande en que vivió Hegel al final de su vida, Berlín, apenas llegaba a los 200.000 habitantes. Como muestra directamente el mismo filósofo en ¿Quién piensa abstractamente? (1807-1808), la forma habitual de comunicación era directa y singularizada; la clase media –es decir, no trabajadora–, reducida y precaria, requería modestia y sumisión. El Estado era por otra parte el principal empleador. «Geschäftsmann», literalmente «empresario», solía ser sinónimo de funcionario. Precisamente el Sacro Imperio era un conglomerado casi anárquico de mini-Es­tados –el Götz anticipaba su recuerdo romantizado–, aunque ya apenas eran viables y estaban endeudados lo mismo que su aristocracia. Esta, la propietaria del suelo, imponía su estilo de vida dispendioso y parasitario, imitado en lo posible por la misma burguesía. Una tarea principal de Goethe era procurar diversión y espectáculos para la Corte de Weimar.
El desprecio y la crueldad para con las clases inferiores apenas nos resultan imaginables, si no es por comparación con la experiencia colonial, a la que sirvieron de inspiración. Las novelas de Karl Philipp Moritz, amigo y protegido de Goethe, a quien conoció en Italia casi como mendigo, encierran testimonios autobiográficos impresionantes. La miseria del pueblo llano se daba por sobreentendida, si bien su alivio puntual permitía resaltar ocasionalmente el bienhechor mérito ilustrado de la nobleza. Pero el inmenso dolor social carecía de expresión posible. Cualquier crítica podía ser tomada como rebelión.
Los servidores del Estado eran a la vez sirvientes. Lo político era privado y lo privado cobraba fácilmente dimensiones políticas. Esta ambigüedad era una fuente estructural de conflictos y, para el servidor plebeyo, de amargas experiencias, bien conocidas por las vidas de Mozart o Lessing. Así lo muestra también la vida novelesca de otro personaje destacado de la época, Friedrich Carl Moser, quien en 1759 había escrito un Der Herr und der Diener [El señor y el sirviente].
No todos tenían la competencia jurídico-diplomática-administrativa de Moser como para poder elegir «dueño» o disfrutar de su amistad como Goethe, quien varias veces toca el tema del «servidor» en su autobiografía. Recordando sus años de estudiante en Leipzig, Goethe ha comentado la débil consistencia interna de aquella vida social, que sin embargo tenía «el encanto de su infantil inocencia» (como La Verbena de la Paloma):
Un estudiante con cierto nivel económico y respetabilidad hacía bien en mostrarse respetuoso con el estamento comercial y cuidar con tanto más esmero las formas por cuanto la colonia [extranjera] era un ejemplo de maneras francesas. Los profesores, de condición acomodada por patrimonio o por buenas prebendas, no dependían del número de alumnos, y muchos de estos, bien formados en las escuelas ducales o bien en otros colegios, no se atrevían a desviarse de la costumbre establecida, pues aspiraban a ser promocionados. La cercanía de [la capital] Dresde, la vigilancia que ello conllevaba, la verdadera piedad de los superintendentes académicos no podía sino tener influjo ético-religioso (Ficción y verdad, libro 6.º).
La sutil ironía de Goethe, que tiñe una vez más el final del párrafo, es representativa de un momento histórico fugaz. Cuando en 1834, aún reciente la muerte de Goethe y la de Napoleón, Georg Büchner trate inútilmente de sublevar a los campesinos con El mensajero de Hesse, se estarán iniciando en Alemania el telégrafo y el ferrocarril; el mismo Büchner es un científico que ha abandonado totalmente la Filosofía goetheana de la Naturaleza. Morirá en el exilio, perseguido como «los jóvenes hegelianos». La Revolución industrial empieza a tomar vuelo y con ella se desplaza el eje social. La Revolución industrial produce efectos catastróficos, arrojando una masa de campesinos desposeídos a los centros de producción. A su vez la burguesía intenta en 1848 el asalto al poder, pero es demasiado débil y al fin tiene que buscar apoyo en la corona –que la ha traicionado– y el ejército, precisamente sus adversarios, frente al monstruo que ella misma está generando. Fin de la edad de la inocencia.
* * *
La poesía alemana anterior a la era de Goethe había pertenecido al formalismo sentimental del Rococó con su referencia ornamental a la Antigüedad, con su «amor», «amada», «naturaleza». En este contexto, desde luego la literatura sentimental inglesa y Rousseau enlazaban con la revolución protestante mejor que les Lumières (enfrentadas al catolicismo; también Rou­sseau, originario de la Gine...

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