El buda de los suburbios
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El buda de los suburbios

Hanif Kureishi, Mónica Martín Berdagué

  1. 360 Seiten
  2. Spanish
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El buda de los suburbios

Hanif Kureishi, Mónica Martín Berdagué

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«Mi nombre es Karim Amir y soy inglés de los pies a la cabeza, casi.» Así empieza El buda de los suburbios, la novela que, hace veinticinco años, inauguró triunfalmente la carrera de uno de los escritores británicos imprescindibles de las últimas décadas.

El buda en cuestión es el padre de Karim, un respetable pakistaní de clase y edad medias, casado con una inglesa, que un buen día decide brindar a las amas de casa y a sus maridos de los suburbios la ración de trascendencia y éxtasis místico a que todos creían tener derecho en los años setenta. El adolescente Karim tolera con juvenil cinismo los desvaríos de sus mayores. ¿Acaso no está él siempre a la búsqueda de diversión, sexo y respuestas a los más diversos interrogantes de la vida? Pero todo se saldrá muy pronto de su cauce y Karim verá las puertas abiertas para lanzarse a la «vida verdadera» en ese caldero mágico de feminismo, promiscuidad sexual, teatro, drogas y rock and roll que era el Londres multirracial y fascinante de los setenta, durante el fin de la era hippy y los albores del punk; un ecosistema retratado con extraordinaria vivacidad y realismo por un autor que dio carta de naturaleza ficcional a temas y tonos que en aquel momento resultaban exóticos, cuando no inéditos: temas sobre la diversidad de razas y clases en un mundo nuevo, retratado con una mezcla siempre imprevisible de humor y acidez, perversidad y cariño.

Un autor que fue tan pionero como influyente, al que sus herederos literarios leyeron con una pregunta insistente rondándoles la cabeza: «¿Cómo podía saber tanto sobre nosotros ese tal Kureishi, que había nacido en el sur de Londres y nos sacaba veinte años?» O eso es lo que dice Zadie Smith en el entusiasta e iluminador prólogo que acompaña este rescate, que contiene una constatación feliz: «Releyendo a Kureishi ahora me emociono igual, siento el mismo placer, y todo ello ligeramente intensificado.»

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Segunda parte

En la ciudad

9

El piso de West Kensington en realidad era sólo tres habitaciones espaciosas, muy elegantes en sus tiempos, de techos tan altos que a menudo me quedaba pasmado ante las dimensiones de las habitaciones, como si estuviera en una catedral abandonada. Con todo, los techos eran lo más interesante del piso. El lavabo estaba al fondo del vestíbulo y tenía un ventanuco roto, a través del cual las ráfagas de viento te azotaban el trasero. El piso había pertenecido a una mujer polaca que había vivido allí de niña, y que lo había alquilado a estudiantes durante los últimos quince años. A su muerte, Eva lo compró tal como se encontraba, con muebles incluidos. Las habitaciones estaban decoradas con molduras medio desconchadas y tenían timbres de campanilla con mangos de hierro para llamar a los criados que solían ocupar el sótano, en el que entonces vivía el manager de Thin Lizzy, un hombre que, según las informaciones de Eva, tenía la desgracia de tener vello hasta en la espalda. De esas paredes tristonas y descoloridas colgaban espejos rotos y oscuros y cuadros enormes y ennegrecidos que iban desapareciendo sistemáticamente, uno a uno, cada vez que salíamos, y eso que no había otros indicios de robo. Lo que más pasmado me tenía era que Eva ni siquiera se inmutara.
–Eh, creo que ha desaparecido otro cuadro –le dije un día.
–Ah, bueno, así tendremos más sitio para otras cosas –repuso.
Por fin reconoció que era Charlie quien los robaba para venderlos, y ya no se habló más del asunto.
–Por lo menos tiene iniciativa –le defendió–. ¿Acaso Jean Genet no fue también ladrón?
Unos tabiques subdividían aquellos grandes salones en habitaciones más pequeñas y una cocina a la que daba el baño. Era el típico piso de estudiante: un cuchitril inmundo y sórdido, con linóleo en el suelo y grandes flores secas blancas que se cimbreaban sobre la chimenea de mármol. El espacio que quedaba libre en las habitaciones estaba atestado de engorrosos muebles marrones desvencijados y, como ni siquiera había una cama para mí, tenía que dormir en el sofá del salón. A veces Charlie, que tampoco tenía donde dormir, se acostaba en el suelo, a mi lado.
Papá se quedó mirando el piso con asco. Eva no le había dejado verlo antes y lo había comprado con prisas, cuando vendimos la casa de Beckenham y tuvimos que marcharnos.
–¡Dios mío! –se lamentó papá–. ¿Cómo hemos venido a parar a semejante antro?
No quería ni sentarse, por si una araña salía disparada de un sillón. Eva tuvo que coger bolsas de plástico grapadas entre sí y cubrir una de las sillas para que fuera lo suficientemente higiénica para acomodar su trasero. Aun así, Eva estaba contenta.
–Veréis el partido que se le puede sacar a esto –repetía, mientras recorría las habitaciones y papá se quedaba pálido por momentos.
Eva le abrazó en medio de la habitación y le besó una y otra vez, por miedo a que perdiera los ánimos y la confianza en ella, y empezara a echar de menos a mamá.
–¿Qué te parece? –preguntó papá, volviéndose hacia mí, su otra preocupación.
–Me encanta –repuse, y eso pareció agradarle.
–Pero ¿crees que será bueno para él? –preguntó a Eva.
–Sí –dijo Eva–. Yo le cuidaré –añadió con una sonrisa.
La ciudad me abrió las ventanas al horizonte de par en par. Sin embargo, el hecho de estar metido en un lugar tan animado, ajetreado y espléndido, que ofrecía tantas posibilidades, me infundía una sensación de vértigo: no tenía por qué ayudarme necesariamente a aprovechar esas oportunidades. Seguía sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Me sentía a la deriva y perdido entre la multitud. Todavía no me había hecho del todo con el funcionamiento de las cosas en la ciudad, pero empezaba a averiguarlo.
West Kensington era un barrio formado por hileras y más hileras de edificios de cinco plantas de estuco descascarillado, divididos en dormitorios que ocupaban mayoritariamente estudiantes extranjeros, gente que estaba de paso y personas pobres que ya llevaban años viviendo allí. La línea de metro de District desaparecía bajo tierra hacia la mitad de Barons Court Road, y sus vagones avanzaban paralelos a esa calle en dirección a Charing Cross para aparecer luego en el East End, de donde procedía tío Ted. A diferencia del extrarradio, donde no había vivido nadie de renombre –salvo H.G. Wells–, aquí uno tropezaba con VIPs a cada paso. Gandhi había vivido en una habitación de West Kensington, el célebre propietario Rachman alquilaba un apartamento a la joven Mandy Rice-Davies en la calle vecina; Christine Keeler iba allí a tomar el té; terroristas del IRA vivían amontonados en habitaciones minúsculas y, cuando se reunían en los pubs de Hammersmith, entonaban «Arms for the IRA» a la hora de cerrar. Hasta Mesrine había tenido una habitación junto a la estación de metro.
Así que eso era Londres, y nada me gustaba más que pasarme el día entero paseando por mis nuevos dominios. Londres se me aparecía como una casa enorme de cinco mil habitaciones, todas distintas; lo único que había que procurar era averiguar cómo se comunicaban entre sí para poder pasar de una a otra. Hacia Hammersmith estaba el río con sus bares, animados con el griterío de clase media y también los jardines recoletos que ribeteaban el río a lo largo de Lower Mall y los paseos sombreados del camino de sirga hasta Barnes. Esta parte del oeste de Londres era como el campo para mí, pero sin sus inconvenientes: ni vacas ni campesinos.
Muy cerca estaba el carísimo Kensington, donde las damas adineradas iban de compras, y apenas a un paso se encontraba Earls Court con sus gigolós y prostitutas de caras aniñadas, que andaban siempre discutiendo y dándose empujones en los bares, sus travestis, drogadictos y timadores, y mucha gente despistada. Había hoteluchos que apestaban a semen y a desinfectante, agencias de viaje australianas, tiendas de bengalíes casi enanos que estaban abiertas toda la noche, bares con mucho cuero negro, maricas regordetes y bigotudos que intercambiaban misteriosos signos en la puerta y forasteros de ojos ávidos y sin dinero que vagaban sin rumbo. En Kensington nadie lo miraba a uno; en Earls Court, te miraba todo el mundo con ojos del que se pregunta qué te podrá quitar.
West Kensington, sin embargo, era un área fronteriza en la que la gente repostaba antes de dar el gran salto o se quedaba atascada para siempre. Era un barrio tranquilo, de pocas tiendas –ninguna interesante– y restaurantes que abrían sus puertas con optimistas guirnaldas y muchas invitaciones para la inauguración, y a la puerta de los cuales solía aparecer el propietario a las pocas semanas con expresión desconsolada y cara de preguntarse dónde había metido la pata. En sus ojos se leía ya que esa zona no iba a levantar cabeza en la vida. Eva, sin embargo, hacía caso omiso de todos esos ojos: ahí se podía hacer algo, estaba convencida.
–Esto va a subir como la espuma –predijo, mientras charlábamos sentados alrededor de la estufa de queroseno, la única fuente de calor de que disponíamos en aquella época, coronada por unos calzoncillos de papá a medio secar.
A la vuelta de la esquina teníamos un bar famosísimo y ruidosísimo, centro de peleas y de drogas, que se llamaba Nashville. La fachada estaba decorada con vigas de roble y los cristales eran panzudos como un tocadiscos tragaperras Wurlitzer. Todas las noches tocaban grupos nuevos que hacían retumbar el aire de West Kensington con su música.
Como Eva sabía muy bien, la situación de aquel piso siempre iba a actuar como reclamo para Charlie, así que la noche que se presentó buscando comida y cobijo le propuse:
–¡Vamos al Nashville!
Charlie me miró con ojos cautelosos, pero asintió. Parecía bastante ansioso por ir, por ver con sus propios ojos a los grupos más recientes y averiguar así lo que se estaba cociendo en el campo de la música. Sin embargo, creí adivinar en él cierto desánimo. De hecho, luego trató de hacer un cambio de planes y me dijo:
–¿Y no preferirías ir a otro sitio más tranquilo, donde podamos hablar?
Charlie llevaba meses evitando todo tipo de conciertos y actuaciones. Tenía miedo de descubrir que los grupos de Londres eran demasiado buenos, como si el ver a un grupo de jóvenes con mucho talento y futuro fuera a echar por tierra sus frágiles esperanzas y aspiraciones en un terrible segundo de clarividencia y conciencia de sus propias limitaciones. Yo, por mi parte, iba al Nashville todas las noches y estaba convencido de que la gloria que Charlie había alcanzado en el sur de Londres era todo a cuanto podía aspirar. En Londres, los chavales tenían un aspecto increíble y se vestían, caminaban y hablaban como pequeños dioses. Nosotros, en cambio, podíamos muy bien haber aterrizado directamente de Bombay. Nunca les alcanzaríamos.
Como era de esperar, tuve que invitar a Charlie y, aunque lo hice de buena gana porque todavía me encantaba su compañía, tenía poco dinero. Aprovechando que los precios de las propiedades inmobiliarias londinenses estaban en alza, Eva había urdido un astuto plan que consistía en arreglar el piso tal como habíamos hecho con la casa, luego venderlo con un buen margen de beneficios y mudarnos de nuevo. Sin embargo, Eva dedicaba todavía horas y horas a la meditación, a la espera de esa voz del piso que iba a informarle de los tonos que más le favorecían. Cuando llegara el momento, Ted y yo nos pondríamos manos a la obra y nos pagaría religiosamente. Hasta entonces, yo estaba sin blanca y Ted en su casa, evocando recuerdos de la guerra con mamá y tratando de impedir que Jean bebiera.
Charlie se emborrachó enseguida. Estábamos sentados en una pequeña barra lateral del Nashville y noté que empezaba a oler mal. No se cambiaba de ropa demasiado a menudo y, cuando lo hacía, se ponía lo primero que encontraba: jerséis de Eva, chalecos de papá y, ¡cómo no!, mis camisas, que siempre me cogía prestadas pero que jamás volvía a ver. A lo mejor se colaba en una fiesta, encontraba otra camisa que le gustaba más en un armario, se la ponía y dejaba la mía en su lugar. Por eso adquirí la costumbre de cerrar con llave el cajón del escritorio en el que guardaba las camisas todas las noches, hasta que acabé perdiendo la llave y ahí se quedaron todas mis Ben Sherman.
Hacía tiempo que tenía ganas de confesar a Charlie lo deprimido y solo que me sentía desde que nos habíamos mudado a Londres, pero antes de que pudiera soltar un solo lamento, Charlie ya me había tomado la delantera.
–Soy un suicida –proclamó con solemnidad.
Me dijo que se sentía atrapado en ese círculo vicioso de la desesperación en el que te importa un comino lo que pueda ocurrirte a ti o a los demás.
Un futbolista famoso, con una permanente digna de renombre, estaba sentado al lado de Charlie y escuchaba la conversación. Al poco rato, Permanente se había compadecido de Charlie –como, por lo demás, solía ocurrirle a todo el mundo– y éste le preguntaba por los inconvenientes de la fama, como si fuera algo que viviera en carne propia todos los días.
–¿Y qué haces cuando los periodistas no te dejan ni a sol ni a sombra –le preguntaba–, cuando están apostados frente a tu ventana todas las mañanas?
–Vale la pena –repuso Permanente–. A veces salgo al campo de juego con una erección, de tanto como me excita.
Invitó a Charlie, pero no a mí, a unas copas. Yo quería dejar a Permanente y hablar con Charlie, pero éste no quería ir a ninguna parte. Por suerte me había tomado un poco de anfeta: cuando estaba colocado me convertía en un todoterreno. Aun así, me sentía decepcionado. Pero justo en ese momento alguien dijo que el grupo estaba a punto de empezar a tocar en la sala de al lado y eso cambió mi suerte. De pronto Charlie se echó hacia adelante y devolvió sobre los pantalones del futbolista antes de caerse de espaldas del taburete. Permanente se puso hecho una furia. Al fin y al cabo, la última cena china de Charlie le cubría la bragueta como un charco humeante. Nos había comentado que esa noche tenía la intención de invitar a una mujer al Tramp. Fuera como fuese, Permanente bajó del taburete de un salto y la emprendió a puntapiés contra los huevos de Charlie con sus famosos pies hasta que los gorilas se lo llevaron. Entonces me las arreglé para levantar a Charlie, le llevé hasta la barra principal y le dejé apuntalado contra una pared. Estaba medio inconsciente y hacía verdaderos esfuerzos por no llorar. Sabía hasta dónde habían llegado las cosas.
–Tranquilo –le apacigüé–. Por esta noche, mantente alejado de la gente.
–Ya me encuentro mejor, ¿vale?
–Muy bien.
–De momento.
–De acuerdo.
Me relajé y escudriñé con la mirada aquella sala oscura, al fondo de la cual se erigía un pequeño escenario con una batería y un micrófono. Quizá fuera un provinciano, no lo sé; pero de pronto me di cuenta de que estaba rodeado por el público más raro que había visto en aquel local. Estaban los melenudos y los colgados de siempre, con sus pantalones negros de terciopelo o tejanos sucios...

Inhaltsverzeichnis

  1. Portada
  2. El buda de los suburbios
  3. Primera parte. en los suburbios
  4. Segunda parte. en la ciudad
  5. Notas
  6. Créditos
Zitierstile für El buda de los suburbios

APA 6 Citation

Kureishi, H. (2015). El buda de los suburbios ([edition unavailable]). Editorial Anagrama. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3174245/el-buda-de-los-suburbios-pdf (Original work published 2015)

Chicago Citation

Kureishi, Hanif. (2015) 2015. El Buda de Los Suburbios. [Edition unavailable]. Editorial Anagrama. https://www.perlego.com/book/3174245/el-buda-de-los-suburbios-pdf.

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Kureishi, H. (2015) El buda de los suburbios. [edition unavailable]. Editorial Anagrama. Available at: https://www.perlego.com/book/3174245/el-buda-de-los-suburbios-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Kureishi, Hanif. El Buda de Los Suburbios. [edition unavailable]. Editorial Anagrama, 2015. Web. 15 Oct. 2022.