Non nova sed nove
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Non nova sed nove

Inactualidades, anacronismos, resistencias en la literatura contemporánea

  1. 112 páginas
  2. Spanish
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Non nova sed nove

Inactualidades, anacronismos, resistencias en la literatura contemporánea

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Una paradoja contemporánea: en literatura como en otros sistemas de representación, lo "nuevo" parece ser hoy lo "viejo". Borges y Barthes nos guían por un recorrido interrogativo sobre maneras actuales de pensar y representar la historicidad de los textos literarios.

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Información

Editorial
Quodlibet
Año
2018
ISBN
9788822909497
Categoría
Literatura

1.

ESTILOS EN DESUSO

No se estila, ya sé que no se estila,
que te pongas para cenar
jazmines en ojal…
María Dolores Pradera, «Amarraditos»
César Aira, en un ensayo del 2010 (Sobre el arte contemporáneo), narra que la compra, en 1967 cuanto tenía dieciocho años, de una compilación de escritos de Marcel Duchamp con una reproducción de «El Gran Vidrio» (esa obra tiene hoy ya un siglo: fue empezada en 1915), desembocó en un descubrimiento revelador. En una perspectiva fundacional, que legendariamente anuncia su frondosa obra futura, Aira habría constatado entonces «la inutilidad de escribir libros, aun amándolos como yo los amaba, o precisamente porque los amaba. Había llegado la hora de hacer otra cosa (que por lo demás ya estaba hecha y la había hecho Duchamp). Esa otra cosa fue lo que hice en definitiva» (2016a). En un escritor que muy a menudo se afirmó como «discípulo» de Roussel y Duchamp leemos un singular proyecto que, una y otra vez, postula que lo nuevo es retomar las invenciones de las vanguardias históricas, en particular los procedimientos, procedimientos vistos como un catálogo de infinitas posibilidades narrativas (hacer otra cosa es volver a hacer lo que ya estaba hecho). La vanguardia, retrospectiva si no nostálgica, resulta ser infinitamente fértil a la hora de delinear un proyecto innovador: sin lugar a dudas, la suya es la obra más influyente y proliferante de la literatura argentina de los últimos treinta años. El de Aira no es un ejemplo aislado; cuando Mario Bellatin, sin ir más lejos, intitula un libro de pseudo autobiografías El Gran Vidrio (o, en alguna reedición posterior La novia desnudada por sus solteros… así), parece repetir o prolongar el gesto del argentino. Otros escritores, más jóvenes, retoman orientaciones parecidas: Damián Tabarovsky, Matías Celedón, Pablo Katchadjian, Amir Hamed, Félix Bruzzone.
«Espero ser leído en 1640» (1990, p. 282)1: eso afirma, en la misma generación de autores pero en otra lengua y en una versión opuesta, Pascal Quignard (nacido un año antes que Aira, en 1948), uno de los más prestigiosos y al mismo tiempo inhabituales escritores franceses del momento. La boutade retoma, a contramano, una célebre frase de Stendhal: «Apuesto un billete a una lotería, cuyo premio mayor se reduce a esto: ser leído en 1935». Así, la proyección legendaria hacia un futuro reconocimiento se invierte: el porvenir, incluso el de la repercusión de la obra, está detrás. Ya no se escribe para la posteridad, se escribe para el pasado. Y ante la pregunta de su eventual papel de precursor de lo postmoderno, Quignard contesta: «no somos postmodernos, somos preoriginarios. Pienso inclusive que somos antearcaicos» (Bonnet 2013, p. 287). Estas afirmaciones se corresponden con cierta práctica de escritura muy marcada por la historia (modelos, estéticas, objetivos, concepciones del estilo, temáticas, referencias) pero también por lo que él llama «lo pasado» o «lo anterior» (2016). Revelan a su vez una concepción paradójica de la historia literaria, en la medida en que proponen un desplazamiento, una recreación, una imprevisibilidad no convencional. Porque Quignard también afirma que «las obras les dan miedo a los códigos», asumiendo la tensión moderna de la diferencia: «no se puede comprender nada de las obras de arte si no se ve el poderoso deseo anti-académico, anti-pasado, que las sostiene» (Ruffel 2010, p. 204). Se trata de una posición que es difícil de encasillar y a la que adhiere una corriente fuerte de la producción francesa actual (Pierre Bergounioux, Richard Millet, Pierre Michon, Jacques Rouaud, Gérard Macé son algunos nombres conocidos al respecto).
Los dos ejemplos remiten a polos opuestos (vanguardia/tradición o ruptura/continuación) que hoy, de hecho, resultan simétricos —ya en 1964, Michel Foucault definía a la literatura por la presencia de dos gestos paralelos: uno es la transgresión, el otro es la repetición de la biblioteca— (2013, p. 86). Ambos responden a ciertas coordenadas del presente buscando la fuerza, la originalidad, el sentido mismo de una literatura futura en el pasado —en ciertos aspectos, imaginarios o visiones de lo pasado—. Ahora bien, ¿cómo pensar la paradoja de que, bajo modalidades diversas, lo «nuevo» sea lo «viejo»? ¿Alcanza con recurrir a trayectorias específicas nacionales (la literatura francesa, las diferentes literaturas latinoamericanas) y sus relaciones divergentes con la tradición, los modelos, las herencias? Semejantes modos de insertarse en el tiempo de la creación ¿qué nos dicen del estado hoy de esa construcción legendaria y antropomorfizada que denominamos «La Literatura» y que, en nuestros discursos, actúa, se enferma, rejuvenece, se pone en duda, se muere, cree, transgrede sus límites, etc.? ¿En qué medida estas irrupciones de lo «ultraliterario», estas reivindicaciones de pasados antinómicos, son un síntoma de cierta relación actual de los escritores con la historia, después del postmodernismo, ese postrero estertor de las categorías englobantes? ¿Podemos generalizar, considerando que los ejemplos dados son un emblema de lo contemporáneo, son un rasgo dominante que habría que intentar denominar? ¿O, al contrario, la dimensión paradójica que presentan exigen que pensemos en cómo influyen en nuestras categorías y en ciertas concepciones del devenir literario?
El problema así delineado remitiría a la crisis de lo que llamamos literatura, a su fin, su subversión, su desplazamiento hacia otros modos discursivos: Aira y Quignard representarían, como facetas contrapuestas, estertores tardíos de una concepción paseísta o inoperante. La literatura es un concepto moderno que emergió a comienzos del siglo XIX y que, después de dos siglos, estaría agotada. Por lo tanto, esta presencia equivaldría a la de restos, espectros, revivals efímeros; los de una literatura que habría, de nuevo, entrado en una época alejandrina, es decir en una época en que se limita a lo ya leído y que se crea a partir de esbozos de citas, queriendo reconstruirse con ruinas (de lo cual la estética postmoderna no sería más que un aspecto o avatar) (Viart 2011, p. 259). Muchos estudios críticos señalan la existencia de una literatura espectral que trabajaría con lo anterior como si fuese una lengua muerta. Escribir hoy sería acomodar y desplazar restos, desechos, ruinas (Viart 2011, pp. 51-63; Lantelme; Rubino). Si es cierto, como lo postula Daniele Giglioli sobre la producción italiana del nuevo milenio, que los escritores actuales reaccionan a una «falta de trauma» con una serie de estrategias narrativas extremadas, lo que ocupa el lugar del trauma podría ser una visión apocalíptica sobre la existencia en sí de la literatura: el trauma sería escribir desde las ruinas.
Una percepción de la presencia del pasado deducida de la idea de un agotamiento de la literatura, de una «obsolescencia», es frecuente. «Lo obsoleto»: la expresión es la que usa Barthes en su último seminario, La preparación de la novela (1978-1980), en el que el fin de la literatura está muy presente con afirmaciones como la que leemos en uno de los primeros cursos: «La muerte de la literatura vagabundea a nuestro alrededor» (2005, p. 57). Valga la acotación: cuando Barthes pronuncia esa frase, el 16 de diciembre de 1978, el panorama de la literatura, visto desde nuestras incredulidades contemporáneas, parece exaltante. Doy un ejemplo francés y otro argentino: Georges Perec acaba de publicar una de las mejores novelas del siglo XX (La vida, instrucciones de uso) y en América Latina un escritor como Juan José Saer está en la fase más creativa de lo que será uno de los principales ciclos novelescos en el subcontinente. ¿Qué es lo que moría en 1978? ¿En qué medida es diferente de lo que sí estaría muriendo hoy? Si el último Barthes, como es sabido, entreteje su edad, su duelo y sus fantasmas personales con opiniones sobre la literatura, es significativo que su obsesión con el tema de la obsolescencia de la literatura, interpretada en su momento como la expresión de una compleja red de situaciones y evoluciones subjetivas, se haya convertido en una especie de síntoma social indiscutible que ya nadie pone en duda.
Otra manera de juzgar el fenómeno, levemente diferente, es suponer que no se trata de la literatura, en tanto producción y recepción, lo que está en crisis, moribunda, perdida en un mundo tecnológico, sino la institución literaria que la simboliza en ciertas esferas sociales (la educación, la edición, el periodismo, la producción crítica). Hubo una religión de La Literatura, que hoy parece desvalorizada, y de la cual podemos observar el funcionamiento y la lógica interna. Así como en la casa en llamas se vuelve visible por la primera vez el problema arquitectónico de las fundaciones, el arte, habiendo llegado al punto extremo de su destino, vuelve visible su proyecto originario (Schaeffer 2011, pp. 6-27).
Vale la pena notar que los repetidos partes de defunción de la literatura y los decretos de su final o de su agotamiento son proferidos, en general, por miembros de instituciones culturales o universitarias que, inevitablemente (tanto como el autor de estas líneas) están inmersos en una serie de creencias e ideologías, inherentes a esos espacios de producción discursiva. Sin embargo pretenden (pretendemos) ponerse fuera de ella, gesto desde siempre problemático; al hacerlo, actualizan y prolongan otra creencia, otro mitema, que es de orden milenarista o apocalíptico, con todas las resonancias socio históricas que esa creencia y ese mitema incluyen. En ese caso, la paradoja planteada también apunta a una desorientación de la crítica actual y a la ineficacia de ciertas generalizaciones simplificadoras, en particular de cara a lo que sería la concepción temporal o histórica del devenir de la literatura, es decir la manera de articular pasado/presente/futuro. Porque, quizás, las obsesiones colectivas con el pasado, la memoria y la pérdida de nuestras sociedades contemporáneas son lo que vuelve agudamente perceptibles las operaciones con la tradición que efectúan algunos textos actuales, no lo que las crea.
Aunque sin duda estamos ante algunos cambios —desconfiemos del seductor patetismo del «final»— en la idea de literatura en tanto que función social, no es descabellado pensar que de lo que se trata es a su modo la manifestación de una relación con el tiempo, diferente de la que ocupaba el primer plano en ciertos períodos y relatos de y sobre el siglo XX. En nuestro contemporáneo, lo que se impone, junto con la tiranía del presente y las obsesiones por un pasado multiforme, es la dificultad para delinear o para proyectarse en el futuro. La crisis del relato moderno se vuelve visible en y gracias a una crisis del futuro; o la dimensión inestable y crítica, inherente al relato moderno, se cristaliza hoy en ese enrarecimiento del porvenir. La periodización y la homogeneidad epocal, pilares de nuestra percepción diacrónica, se desmoronan ante el desconcierto imaginario que produce la pérdida de un tiempo orientado hacia alguna parte, orientado hacia lo que vendrá: en ese sentido es imposible delinear características estables de «lo contemporáneo». Crisis, vaciamiento, pérdida de operatividad de los imaginarios asociados a la modernidad (o que constituyeron la modernidad): después de todo, esto va en el mismo sentido que la idea de un régimen de historicidad en el que el presentismo pasa a predominar frente al régimen moderno, o sea aquél en el que la adhesión al futuro y lo ineluctable de la transformación dominaban (Hartog).
Si algo ha cambiado o, mejor, si algo se ha vuelto más visible, es una concepción del tiempo que se aleja entonces progresivamente de los imaginarios modernos. Por imaginarios modernos entiendo su vertiente digamos «futurista» y simplificadora y lo hago con objetivos de claridad expositiva. Porque a menudo se ha señalado que desde sus inicios, desde Baudelaire, el impulso hacia el futuro de la modernidad conlleva una mirada nostálgica y retrospectiva —Sartre decía que Baudelaire avanzaba con la mirada puesta en el retrovisor—, por lo que Antoine Compagnon afirma que la modernidad está hecha de antimodernos (2005, pp. 419, 404). También, lo sabemos, desde Baudelaire (para jugar el juego de un comienzo y de una «fundación» determinantes) la melancolía es inherente a las vivencias de la modernidad y a los discursos sobre ella, así como, según Marshal Berman, la destrucción forma parte de la operación constructora de la modernidad, por lo que habría que, por el bien de lo moderno, preservar lo antiguo y rechazar lo nuevo (1991, pp. 310-314). Algo similar puede afirmarse sobre la negatividad, la tentación por el vacío y la anulación que conlleva el ímpetu digamos positivista de la modernidad. Por lo tanto, repito, no se trata de postular un cambio o de proponer delinear una época diferente, fuera de la modernidad, sino de subrayar una cuestión de ritmos o una combinatoria, en los que ciertos elementos son, de pronto, más audibles o más visibles que otros; sea como fuere, lo contemporáneo estaría dominado por lo reminiscente (Ruffel 2010, pp. 56-61).
Desde ya, restricción: el recurso al pasado para innovar, para reaccionar al presente, o inclusive para resistir y proponer una respuesta estética a contextos juzgados negativamente, ¿es una novedad? Borges y el Modernismo a la Darío, en el marco latinoamericano, ¿no respondieron también a contextos y presiones de lo actual con extrapolaciones culturales y descontextualizaciones temporales? La modernidad burguesa triunfante, la identidad cultural de América Latina, la prolongación de una literatura «agotada» en los suburbios del mundo, una visión aguda de la Segunda Guerra Mundial, se plasmaron en palacios versallescos, princesas lánguidas, carrozas de diamante, enciclopedias tiránicas, bibliotecas babélicas, laberínticos jardines chinos. Si en la literatura se manifiestan desde siempre las evoluciones sociales de la modernidad, tales como una aceleración, fluidificación del tiempo, cambios en las concepciones de la identidad, lo hacen como contrapunto disonante, según el tan transitado ideal de lo moderno que propugnaba también Baudelaire: integrar a lo nuevo en el campo de la estética, combinándolo con tradiciones y valores anteriores, o sea ya entonces anacrónicos.
Con estas salvedades, digamos que el tiempo hoy no es más una frontera que divide y elimina, no es más una nueva era constantemente abierta y cerrada, de la que se entra y sale (Ruffel 2016, p. 28). Es decir, en la trama de creencias diferentes sobre la temporalidad, algunos principios, que ya circulaban en la modernidad, ocupan de manera imperiosa el centro del escenario: ampliación del presente en contra del peso normativo...

Índice

  1. Cover
  2. Índice
  3. 1. Estilos en desuso
  4. 2. Por los tiempos del anacronismo (Borges)
  5. 3. En la retaguardia de la vanguardia (Barthes)
  6. 4. Una memoria que desea (escritores argentinos)
  7. 5. Para terminar: reanudar
  8. Bibliografía citada
  9. Abstract
  10. Sobre el autor