EL REALISMO SOCIAL EN ESPAÑA
La producción narrativa de la generación del medio siglo se encuentra muy lejos de ser homogénea, pues en ella convergen propuestas literarias muy diversas. Por ello podemos reconocer la existencia de dos periodos claramente marcados que, consiguientemente, registrarán dos estilos narrativos igualmente distintos. Pero antes de reseñar sus divergencias, habrá que apuntar que ambas vertientes del realismo del medio siglo comparten un fondo común que se localiza en relación con su precedente literario, ya que, como apuntan los autores de la Historia social de la literatura española, «el nuevo realismo se vincula directamente a la novela de los años treinta» (Rodríguez Puértolas et al., 2000: 504), y con la intención verista del tremendismo de Camilo José Cela o de Carmen Laforet, aunque, en la mayoría de los casos, desde un posicionamiento ideológico radicalmente opuesto. No obstante, debe asimismo anotarse que los autores de los cincuenta y sesenta se diferencian del realismo de posguerra en una cuestión biográfica fundamental:
…los escritores que van ahora a ocuparnos nacen en su gran mayoría entre 1924 y 1928, resulta que nos encontramos ante una generación nueva, una generación que, a diferencia de la de Cela (veinte años en 1936), vivió la guerra en la niñez y primera adolescencia […]. Aparecen, pues, en la vida literaria –y algunos son realmente precoces– con plena conciencia de la importancia de la guerra y sus consecuencias; pero no son ellos mismos los «vencedores» (aunque algunos de sus padres lo sean) y no están, por lo tanto, directamente comprometidos con la destrucción, la representación, la mitología y las mentiras del Régimen (Ibid.: 504-505).
La nueva hornada de escritores de la década de los cincuenta y sesenta no tiene responsabilidades de guerra. No son, en sentido estricto, ni vencedores ni vencidos. De forma parecida lo escribía José María Castellet en 1963:
…estos novelistas han nacido a partir de 1924. Eso quiere decir que los mayores de ellos, al estallar la guerra civil, en 1936, no tienen más de 12 años y, al término de ésta, no han alcanzado en ningún caso los 16 y, por consiguiente, no han tenido ocasión de ser combatientes. Por razones sentimentales, familiares o geográficas, sus simpatías, durante la guerra, pueden haberse inclinado por un bando u otro, pero en ningún caso, llegados a un cierto grado de madurez intelectual y obligados íntimamente a enjuiciar la guerra civil de sus mayores, no pesarán en su juicio y en su elección interna motivos de responsabilidad personal surgidos del compromiso de la contienda. No sucede así –y por ello establecemos esa diferencia– con los novelistas de la generación anterior, combatientes en la guerra civil, que aun cuando con relativa frecuencia hayan sufrido una evolución ideológica, conservan sin embargo no pocos resabios y compromisos que no dejan de traslucirse tanto en sus actividades políticas personales, como en la elección de temas y tratamiento de los mismos en sus obras posteriores de la guerra civil (Castellet, 1963: 292).
Y seguidamente:
El no haber participado como combatientes en la guerra civil, sino al contrario, el haberla sufrido como espectadores mudos, como víctimas inocentes –hambre, desplazamiento, bombardeos, etc.– es el primer hecho que califica a esos jóvenes novelistas (Ibid.: 293).
José María Castellet apunta también que otro de los rasgos que define la narrativa de los cincuenta frente a la generación literaria precedente se detecta en el bloqueo intelectual a la que fue sometida España, por la política desarrollada por sus propios dirigentes, durante el periodo de formación de los novelistas:
El segundo es el haber crecido y vivido el período de su formación juvenil en el aislamiento del mundo exterior al que España estuvo sometida durante toda la década de los años 40, por la Segunda Guerra Mundial, en primer lugar, y por la resolución de las Naciones Unidas de retirada de embajadores, etapa que duró de 1946 a 1950. Si añadimos el hecho ya descrito de la existencia constante de una censura previa sobre toda clase de publicaciones, acabaremos por describir la situación cultural totalmente anómala en la que estos jóvenes escritores crecieron (Ibid.: 293).
Llama, sin embargo, la atención que un narrador de la época como fue Miguel Delibes argumentara, en un artículo publicado en 1962, que en efecto la diferencia entre las dos generaciones se encontraba en la formación recibida, pero invertía el novelista vallisoletano lo dicho por Castellet, aduciendo que la generación del medio siglo había tenido acceso a una mayor formación que los novelistas que les precedieron:
Muy distintas consideraciones nos sugiere el grupo de novelistas aparecido en España a partir de 1950. El bloqueo intelectual ha perdido su virulencia en este tiempo: las fronteras se han ido haciendo cada vez más permeables. En el país penetran vientos renovadores impulsados casi en su totalidad por la «generación perdida norteamericana», Sartre, Camus y Kafka. Los novelistas que ahora inician su carrera en España no pueden sustraerse a tan fuertes influencias (Delibes, 1962: 38).
Claro que cuando supuestamente llegan a penetrar esos vientos renovadores en España, el grueso de los novelistas ya ha iniciado su trayectoria literaria y en consecuencia puede inferirse que su periodo de formación ha concluido. De este modo, «faltos de una tradición novelística inmediata, los jóvenes autores españoles han recibido diversas y simultáneas influencias extranjeras que se traslucen en sus obras, quizá de un modo algo confuso y a veces gratuito, dándoles una modernidad formal, a veces un tanto artificiosa» (Castellet, 1963: 294-295). En cualquier caso, parece evidente que estos novelistas fueron víctimas de la deficiencia cultural en la que estaba inmersa la España de posguerra. No solo por el bloqueo cultural que impedía que circularan libremente por el país obras publicadas en el extranjero, sino también –y sobre todo– porque los referentes intelectuales se encontraban en las cunetas o en el exilio. Por consiguiente, y como escribía Ricardo Domenech en 1960, «la nueva generación ha crecido y está creciendo sin maestros» (Domenech, 1960: 5). También, en 1963, Pérez de las Horas escribía:
Nadie puede decir, pues, que hemos sido seducidos por ideologías extranjeras. Los libros y folletos que contenían esas ideologías desaparecieron de las librerías y de las bibliotecas públicas mucho antes de que nuestras mentes sintieran la necesidad de leer textos políticos. Y con ese barrido inquisitorial de letra impresa, fueron arrojados también del país hombres que eran capaces de enseñar a pensar en términos políticos. Por el contrario, toda nuestra adolescencia y nuestra primera juventud se han desarrollado en un clima mitológico, de cultura reverencial a un hombre «enviado por la Providencia para salvar a España» (Pérez de las Horas, 1962: 56).
Como sostiene Francisco Álamo Felices en su estudio sobre la novela social española, fue precisamente el realismo crítico el instrumento del que se sirvió esta generación sin maestros para hacer frente «a la parálisis y al marasmo de la cultura oficial» (Álamo Felices, 1996: 117):
Sin antecedentes culturales orientadores, sin magisterio al que acudir y en el que templarse, sin interlocutores, intentando despegarse de los pegajosos hilos de araña franquista, buscando otra manera de entender la existencia, aislándose del funambulismo de otros, sin pasado y sin vislumbrar un futuro claro fueron saliendo adelante con una formación de parches en la que, al menos, se ajustaban en esa precariedad, que luego les pasó inclemente factura, pero, de la que fueron conscientes, cuando llegó el momento de los abandonos y de las catarsis de esto que, en los cincuenta, era un deber como intelectuales (Ibid.: 122).
La no participación en la Guerra Civil y la pertenencia a una generación sin maestros son los elementos que dotan de cierta homogeneidad a los novelistas de la década de los cincuenta y sesenta en su conjunto, y lo que, de forma clara, los distancia de la narrativa de la inmediata posguerra. Todos ellos tienen además en común lo que señala Corrales Egea en su ensayo La novela española actual:
Todos ellos escriben por algo y para algo; todos consideran la literatura, en primer lugar, como medio de comunicación, y no como fin en sí misma, esforzándose en desvelar y revelar –a través de ella– la realidad viva y actual del país […]. Es una novela antievasionista, que rehúsa convertirse en instrumento de huida o de abstracción del mundo. En consecuencia, resulta una novela, una literatura preocupada (Corrales Egea, 1971: 58-59).
O como más recientemente ha escrito el crítico Ángel Basanta:
Estos jóvenes novelistas contribuyen poderosamente a rehumanizar la novela. Un decidido compromiso con la realidad del momento y un constante interés por los problemas humanos y sociales más acuciantes hacen que la novela […] se oriente hacia el vivir de la colectividad española en estados y conflictos que revelan la presencia de una crisis y la urgencia de una solución. Muchos de estos escritores se convirtieron en testigos informadores del atraso material y de las injusticias sociales de la época para ofrecer una información que la prensa falseaba intencionadamente o a causa de la censura (Basanta, 1988: 40).
Frente a la mentira institucionalizada que promueve la prensa oficial, los novelistas de la generación del medio siglo tienen por objetivo mostrar la realidad sin velos ni maquillaje, sin manipulación ni tergiversaciones ni mitologías. Simplemente la realidad. Las palabras de Juan Goytisolo sobre la urgencia de suplantar, por parte del novelista, la función del periodista, ilustran hasta qué punto existía un desajuste entre la realidad «real» y la realidad «contada» por los aparatos de prensa y propaganda del franquismo:
Los novelistas españoles –por el hecho de que su público no dispone de medios de información veraces respecto a los problemas con que se enfrenta el país– responden a esta carencia de sus lectores trazando un cuadro lo más justo y equitativo posible de la realidad que contemplan. De este modo la novela cumple en España una función testimonial que en Francia y los demás países de Europa corresponde a la prensa, y el futuro historiador de la sociedad española deberá apelar a ella si quiere reconstruir la vida cotidiana del país a través de la espesa cortina de humo y silencio de nuestros diarios (Goytisolo, 1967: 34).
Muchos de estos novelistas comparten, asimismo, referentes literarios que, de una manera u otra, les influyen en su escritura. Sobre las influencias de la generación del medio siglo han corrido ríos de tinta. Mucho se ha escrito sobre cuáles podían ser las fuentes de las que bebieron unos escritores que, por lo que se ha dicho, carecían por completo de maestros y referentes a causa del marasmo cultural y la autarquía intelectual que el «nuevo Estado» impuso tras su victoria en la Guerra Civil española. El crítico José María Martínez Cachero, en su Historia de una aventura, inicia la genealogía de influencias en la picaresca española, al considerar que la narrativa española del medio siglo comparte con aquella «el desgarro de la picaresca o, mejor, su ofrecimiento de un “imagen cruel, certera, de la sociedad de los siglos XVI, XVII y XVIII”» (Martínez Cachero, 1997: 182). Y dice seguidamente:
Puede que Galdós en algún caso y título; La Regenta de Leopoldo Alas, cuyo testimonio denunciador de la hipocresía de una ciudad fue destacado en 1961 por el poeta José Agustín Goytisolo. Sólo Baroja, entre los noventayochistas. Y, cerrando la lista, el Cela de La Colmena, cuya condición de libro de apertura había sido celebrada por Castellet, crítico de la generación. La llamada novela social de preguerra, es decir: Díaz Fernández, Arconada, Carranque de Ríos, etc., quizá fuese la preferencia de algunos de estos jóvenes si la rareza de sus libros no hubiese dificultado grandemente su conocimiento (Ibid.: 182).
Vayamos por partes. Es cierto que, como apunta Martínez Cachero, los treintistas, entre los que se cuentan José Díaz Fernández o César Arconada, por ejemplo, podrían haber ejercido una clara influencia en los autores de la década de los cincuenta y sesenta al compartir ambas generaciones parecidos supuestos políticos y literarios. No obstante, la dificultad de acceder a las obras esenciales de la generación de los años treinta, no hizo posible que la continuidad entre las dos generaciones se produjera. De este modo, y como señala Rafael Bosch, el realismo social del medio siglo
…constituye una resurrección de la novela treintista, bien que su vitalidad la hace progresar constantemente. Decimos resurrección por no haber una continuidad efectiva al faltar la influencia literaria directa, pero sí la hay en las causas sociales de fondo, y, por lo tanto, ése es el origen de la coincidencia de espíritu (Bosch, 1970: 79).
No hay ruptura sino continuidad respecto al realismo decimonónico y a la generación del 98, cuyas obras...