XI. Los colonos
A los guardias que persiguieron a doña Felipa los extraviaron en los pueblos, durante varios días. Unos decían haber visto pasar a la chichera momentos antes, en mula y a paso lento. En los mismos sitios declaraban otros no saber nada de su llegada ni de su nombre. Una indicación falsa o comedida obligaba a los guardias a subir grandes cuestas, a bajar al fondo de las quebradas o a faldear durante horas las montañas. Los guardias volvían muchas veces a los pueblos, y castigaban a las autoridades. Llegaron así a Andahuaylas. La mitad de la gente afirmaba en la ciudad que doña Felipa había pasado, camino de Talavera, la otra mitad aseguraba que aún no había llegado y que sabían que ya se acercaba.
No la pudieron encontrar. Por orden del Prefecto los guardias permanecieron en Andabuaylas e instalaron allí un puesto. Siguieron recibiendo noticias, a diario, del avance de doña Felipa y su acompañante, de su huida hacia Huamanga. Otros afirmaban que había instalado una chichería en San Miguel, en la frontera con la selva, adonde llegan ya parvadas de inmensos loros azules.
En Abancay no cerraron la chichería de la cabecilla, ni aun después del incidente con los guardias. Don Paredes se hizo nuevamente dueño, con el apoyo de la guardia, y expulsó a la joven chichera gorda. La notificaron a ella que saliera de Abancay, que se fuera a Curahuasi de donde era oriunda. Se fue con el arpista, el Papacha Oblitas que también era de Curahuasi.
A la semana siguiente se marchó el regimiento. En el cuartel quedó instalada la Guardia Civil. Dijeron los Padres que el regimiento había marchado sobre Abancay no por el motín solamente, sino a cumplir las maniobras del año; que la tropa estaba inactiva hacía mucho tiempo, y que la marcha relámpago al Apurímac y al Pachachaca fue un gran movimiento que enaltecía al Comando del Cuzco.
La ciudad, según la impresión de los externos, quedó vacía. Los oficiales ya no deslumbraban a los transeúntes en las calles, en las cantinas, en los salones y en las villas de las haciendas. Yo no podía comprender bien cómo muchas de las señoritas más encopetadas habían quedado tristes y aun llorando por los oficiales, y que algunas se hubieran comprometido en matrimonio. Supe que dos muchachas de la ciudad pretendieron suicidarse. Habían ido a lugares lejanos, por las orillas del Mariño, en paseos con los militares, y decían que allí fueron «deshonradas», aunque voluntariamente.
Los uniformes daban a los oficiales un aspecto irreal. Nunca había visto a tantos, juntos, dominando una ciudad, asentándose en ella como una parvada de aves ornamentadas que caminaran dueñas del suelo y del espacio. Los jefes provinciales que conocí en los pueblos eran fanfarrones, casi siempre descuidados y borrachos; éstos del regimiento, así, juntos, despertaban preocupaciones desconocidas. Los fusiles, las bayonetas, las plumas rojas, la hermosa banda de músicos, se confundían en mi memoria; me atenaceaban la imaginación, el temor a la muerte.
Los más jóvenes oficiales llevaban fuetes de cuero lustrados. Calzados de botas altas y finas, caminaban con pasos gallardos y autoritarios. En las raras veces que entraban al barrio de Huanupata, causaban revuelo, un respeto inmenso y admiración. En cambio, a los jefes ya «maduros», se les miraba sin consideración especial; la mayoría de ellos eran barrigones y gordos. Las cholas los veían pasar con temor.
Del Coronel me dijeron que una sola vez fue a Huanupata. Era trujillano, tenía un apellido histórico, y su solemnidad, su adustez, como sus ademanes, parecían fingidos. Pero en la iglesia mostró un semblante severo que impresionó a todos. Lo vimos imponente, con sus entorchados y charreteras, bajo el alto techo del templo, entre el incienso, solo, sentado en un gran sillón; lo contemplamos como a algo más que a un gran hacendado. Me contaron que cuando fue al barrio de las picanterías pasó por las calles muy rápido. Lo escoltaban varios oficiales y caballeros. Concluyó la visita lamentando la repugnancia que le causó el olor que emanaba de las chicherías y las chozas.
La gente criaba muchos cerdos en ese barrio. Las moscas hervían felices, persiguiéndose, zumbando sobre la cabeza de los transeúntes. Los charcos de agua se pudrían con el calor, iban tomando colores diferentes aunque siempre densos. Pero sobre algunas tapias muy altas, allí, bordeando Huanupata, colgaban sus ramas algunos árboles de limón real; mostraban sus frutos maduros o verdes, en lo alto; y los niños los codiciaban. Cuando algún pequeño de Huanupata, bajaba a pedradas un limón real de aquéllos, lo tomaba casi con fervor en sus manos, y huía después, a la mayor velocidad de que era capaz. Con seguridad guardaba en alguna parte de su ropa, quizá dentro de un nudo hecho en la camisa, un trozo de la chancaca más barata que hacían en las haciendas del valle. El limón abanquino, grande, de cáscara gruesa y comestible por dentro, fácil de pelar, contiene un jugo que mezclado con la chancaca negra, forma el manjar más delicado y poderoso del mundo. Arde y endulza. Infunde alegría. Es como si se bebiera la luz del Sol.
Yo no pude comprender cómo muchas de las lindas señoritas que vi en el parque, durante las retretas, lloraban por los militares. No lo comprendía; me causaba sufrimiento. Ya dije que casi todos aparecían gallardos, algo irreales, con sus fuetes puntiagudos y lustrosos. Pero sospechaba de ellos. Vestidos de polacas ceñidas, raras, y esos kepis altos, de colores; las botas especialísimas; los veía displicentes, como contemplando a los demás desde otro mundo. Eran corteses, hasta algo exagerados en sus ademanes caballerescos. Pero todo eso me impresionaba como no natural, como representado, como resultado de ensayos, quizá de entrenamientos ocultos y minuciosos que hacían en sótanos o cuevas secretas. No eran como los otros seres humanos que conocía, distantes o próximos a mí. Y en los oficiales ya maduros, no observé —en el poco tiempo que los vi en Abancay— no observé ya sino rastros de esa cortesía de aspavientos y genuflexiones de los jóvenes. ...