La charca
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La charca

  1. 208 páginas
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Información del libro

Considerado el fundador de la novela puertorriqueña, Manuel Zeno Gandía (Puerto Rico, 1855-1930) es uno de los escritores más destacados de la tendencia naturalista. Su obra más conocida es La charca (1894), que muestra la pobreza, el vicio y el dolor. Otra de sus novelas es Redentores. Zeno también escribió relatos, poesía, crítica literaria y ensayo. Desde 1898 se dedicó a la política, defendiendo la soberanía de Puerto Rico.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788490076712
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Capítulo VII
Marcelo sentíase aliviado. El gran secreto cuya posesión le abrumaba era ya conocido de Andújar.
En una ocasión propicia tuvo resolución bastante para hablar. Fue a mediodía; la tienda, solitaria; el dependiente, distraído en la carga de una recua; todo se hizo fácil.
Por la puerta posterior llamó al tendero, quien, al notar el aire misterioso del confidente, sintió una curiosidad a la altura del misterio.
Marcelo, después de mil circunloquios, entró en materia.
—¿Palabra de honor?
—Sí.
—¿A palabra de honor que no me comprometerá usted?
—Sí, hombre...
—¿Por su madre?
—¡Por mi madre!
—¿No dirá usted nunca que le avisé?
—No..., no... ¿Acabarás? A palabra. Te guardaré el secreto. Pero di, ¡caramba! Reviento de curiosidad.
Marcelo entonces, sin omitir ni un detalle, derramó todo el secreto.
Palideció Andújar. ¡Robarle..., asesinarle! ¡Canallas! Haber amparado al desertor, al pillete de su primo, librándole cien veces de las persecuciones de la Guardia Civil para que ahora le hiciera víctima de tan miserable trama.
Dudó si sería verdad lo que Marcelo relataba.
¿Qué interés podía impulsarle a mentir? Sí; todo era cierto. Marcelo era un pobre chico, incapaz de embuste semejante. Le conocía, y no dudó: era evidente que le preparaban una asechanza.
En tanto tiempo de residencia en la comarca, jamás le había asaltado temor alguno; aquélla era una buena tierra, sin alimañas, en donde se vivía en paz. Alguna que otra ratería. Eso a lo sumo.
Pero sin duda su prosperidad despertaba la envidia de su pariente, y éste arrastraba al bárbaro de Gaspar a la maquinación en proyecto.
No había que confiar demasiado; su casa estaba casi desprovista de seguridades: delgados tabiques de tablas, puertas cerradas con débiles trancas o con cerraduras iguales a las de todo el mundo. Nada más fácil que romper una ventana o desplazar una puerta y, una vez dentro, desvalijarle. ¡Ah, buena suerte fue para él la lealtad de Marcelo!
Por aquellos días andaba Andújar preocupado con importantes negocios que le desviaban de los acostumbrados.
Galante, el rico propietario, habíale propuesto algo tentador... No era cosa de echar canas en el monte: que siguieran los cafetos derramando oro; lo conveniente era emprender especulaciones en la llanura.
Galante desarrolló ante Andújar un vasto plan de negocios de víveres y banca, proponiéndole establecer a orillas del mar una Casa comercial que se llamara «Andújar y Galante».
Un negocio de grandes alcances, de grandes ímpetus, de grandes vuelos, un negocio que si prosperaba sería avasallador, absorbente, soberano.
Sentíase el tendero muy ancho con el proyecto; cierto cosquilleo de ambición desenvuelta hasta más allá de lo que había soñado le desvaneció, llenándole de orgullo. El negocio en gran escala, barrer los frutos, estibarlos en bodegas de barcos, lanzarlos a ultramar, y luego recibir la corriente de riquezas derivada de los cambios, de las Agencias, de las comisiones, de multitud de ventajas. Los hombres listos debían ensancharse, abarcar horizontes. Que quedaran en la montaña los reclutas del comercio, los principiantes, los pobres diablos del centavo.
Otro negocio traíale también pensativo. Cerca de la tienda estaban emplazados los terrenillos de la vieja Marta... ¿Por qué no comprarlos? Aseguraba la gente la existencia de buenos pesos duros enterrados allí. Él, por sí mismo, había podido observar cómo los ingresos de la vieja se evaporaban sin que se conociera su empleo. Estaba convencido de que la compra del cerezal, era un buen negocio. Sin embargo, cuando se arriesgó a proponer la transacción mostrose Marta hostil, reacia, huraña. Era preciso esperar, tener paciencia. Acaso algún día se lograra convencerla. Esperar siempre sobre aviso: tal era el secreto. Y esperando pensaba Andújar en el negocio propuesto por Galante y en el otro del cerezal.
Así su ánimo recibió la tremenda noticia de Marcelo. Dio las gracias al joven apretándole una mano y dando por saldada la cuenta que tenía en la tienda: cuarenta o cincuenta centavos en salazones.
Luego meditó mucho tiempo; a defenderse, a salvarse del golpe de mano. No era aficionado a andar envuelto en papeles de justicia: a lo mejor tira el diablo de la manta y se alborotan asuntos viejos...
Lo importante era poner a buen recaudo el dinero que guardaba en el arcón y librar el pellejo.
En el poblado, en la caja fuerte de un amigo, tenía algunos miles de duros. Cuando las ventas le acumulaban dinero, transportábale enseguida, oscilando el caudal guardado en el arcón entre ochocientos y mil duros. Aquella vez estaba repleto: mil quinientos, entre oro y plata.
Era necesario, pues, sustraer el dinero de la rapiña de los otros.
El asunto era fácil: tenía un buen caballo, le aparejaría en albardas, y furtivamente desfilaría.
De ese modo, dinero y humanidad se librarían en la noche aciaga del peligroso trance.
Pero ¿y la tienda? Romperían una cerradura, penetrarían, robarían... ¡Bah!... ¡Mucho podrían robar tratándose de artículos groseros! Barriles de bacalao, sacos de arroz, canastos de patatas, alguna que otra pieza de tela ordinaria y el montón de baratijas que deslumbraba a los monteses. ¡Que robaran aquello! Al día siguiente del fijado para el asalto volvería a su casa, y si cometían la torpeza de robarle sabría encontrar pronto el escondite: cualquier tenducho de la comarca, que registraría a sus anchas. Eso en el caso de que hubiera necio capaz de hacerse cómplice de la ratería comprando a bajo precio el botín. Lo que ellos buscaban era dinero, onzas de oro, si nada hallaban escurrirían el bulto, aplazando para mejor ocasión la tentativa.
Andújar formó su plan: el primer día de Luna era el siguiente; lo tendría todo listo; a las siete, después que el dependiente se marchara, arreglaría su caudal, y con las primeras sombras se evaporaría. Después... que ardiera el mundo. Al cabo, el peligro duraría poco, puesto que el plan de Galante le imponía un cambio de residencia.
Libre Marcelo del fardo del secreto, encerrose en su cabaña, decidido a no salir de ella en tanto que no se resolviera la tempestad. Tuvo aquella noche una pesadilla atormentadora, sofocante: soñó que estaba atado a un árbol junto a un torrente de sangre que arrastraba cabezas cortadas; que el nivel del turbión subía poco a poco, y cuando ya en el suplicio de la lucha le llegaba a la cintura, despertó lánguido, fatigoso, como recién llegado de larga jornada.
En la misma tarde de la confidencia, ya ultramontano el Sol, Gaspar y Silvina se hallaron solos en la cabaña de Leandra. Ésta había bajado a la tienda, llevándose a Pequeñín para bañarle de paso en el río, que después de la última avenida estaba placiente, sosegado, como quien, habiendo tenido un ímpetu genial, se propone al día siguiente mostrarse amable con todo el mundo.
Gaspar, sentado en la piedra que frente a la casa servía de escalón, entreteníase en dar cuchilladas al suelo o en dividir en dos alguno que otro pequeño lagarto que pasara a su alcance. Cuando esto sucedía, contemplaba sonriente la agonía del pobre animal, cuyos pedazos se agitaban convulsos.
Silvina, sentada en el umbral, con las manos hundidas en la falda, recorría el paisaje.
Gaspar, siempre adusto, habíase mostrado últimamente muy cariñoso. Regaló a Silvina unas medias rojas y un collar de cuentas de vidrio; la tinaja de Marta, salteada poco a poco, pagaba e...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Capítulo I
  4. Capítulo II
  5. Capítulo III
  6. Capítulo IV
  7. Capítulo V
  8. Capítulo VI
  9. Capítulo VII
  10. Capítulo VIII
  11. Capítulo IX
  12. Capítulo X
  13. Capítulo XI
  14. Libros a la carta