Cuentos de muerte y de sangre
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Cuentos de muerte y de sangre

Seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristiana

  1. 98 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cuentos de muerte y de sangre

Seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristiana

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Índice
Citas

Información del libro

The stories comprising this book are gritty, with an intensity that foreshadows the best of American novels.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498970333
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Guele
(Piedad)
Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.
La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.
En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.
Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.
Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.
Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.
El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.
Habló con impetuosidad guerrera, azuzando a todos para un copioso malón al cristiano. Él nunca había peleado a los célebres blancos y quería desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario, odiado vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.
Cuando hubo concluido hizo rayar su pangaré favorito con gritos agudos. Parecía como querer firmar su vocerío ininteligible con las gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del mismo ñandú enfurecido.
Al día siguiente salieron en son de guerra hollando campos, incendiando pajales, violando doncellas, agotando tesoros, sembrando muerte y espanto.
La furia de sangre llevoles lejos. Iban cansados los caballos, exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.
—Veo, señor —dijo uno de sus secuaces—, blanquear el caserío de un pueblo cristiano.
Amthrarú miró ensañado el reverberar blancuzco acusador de populosa ciudad.
—¡Pues vamos! —dijo—. Grano falta a nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos y hembras a nuestras virilidades. Bien nos surtirá de todo el que tales riquezas tiende al Sol.
Subrayando esta arenga, un clarín desgarró su valiente alarido, los brazos alzaron al unísono las lanzas que despedazaban Sol. Seguidamente cargaron erizados de mil puntas.
El caserío se agrandaba, distinguiéronse puertas y ventanas. Llegaban. Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al paso. Solo mujeres y niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella avalancha de tropeles.
Desembocaron en la plaza; un palacio relumbrante aguzaba hacia el cielo una superposición numerosa de piedra.
Amthrarú se apeó al tiempo que su montura, espumante de sudor y coloreada de espolazos, caía a muerte.
Los guerreros callaron. Algo extraño, debilitador y ferviente imponíales respeto ignorado.
Amthrarú avanzó por el atrio, interrogó la maciza puerta remachada de clavos, y adivinándola entrada principal, dio en ella un gran golpe con el revés de su lanza.
El golpe se propagó por ojivas y naves, rodando a ejemplo de truenos lejanos. Los batientes de la alta portada aletearon sobre sus goznes, y en la estrecha negra grieta de una abertura investigadora apareció un ensotanado de humilde encorvamiento.
El cacique le habló como a un siervo.
—Soy Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el alma de los cobardes un desgarramiento terrorífico. Invencibles son mis huestes, ricos los botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se rompe, y si no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes, nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas sobre sus bocas y nos vestiremos con sus estandartes.
Una bondadosa sonrisa se diluyó en las cansadas arrugas del fraile.
—Oye —dijo—, y no se inflame tu saña contra esta miserable carroña, solo abierta al dolor e indiferente a otra salud que la de su alma. Yo soy un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no insultes su memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo evocado por mi amor infinito, te diré su historia.
Extraño fue a Amthrarú aquel exordio. Gustábanle los relatos, frecuente pasatiempo en los momentos de inacción, allá en el aduar paterno.
—Anda —dijo—. Y fue por la grieta negra tras el hombre negro.
Entraba en una nube; un mareo de incienso le flotó en el cráneo. Luces, colores imprecisos vagaron en espesa sombra fresca. Imitando a su conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada al muro pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus sensaciones imprecisas.
Sombras colgaban en harapos por rincones y techos. Los ventanales destilaban color a cataratas sobre grandes telas rojas, violáceas, cobaltos, púrpuras.
De pronto, todo vibró en un sonido quieto. Otro se unió, pareció esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta que un acorde levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.
Amthrarú se alzaba sobre sus pies. Nunca el pulcú le diera tal borrachera. Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un vitró, creyó vivir cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío y cayó de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en cruz sufriendo y amando.
Una palabra tenue, de entonación ignota, columpiábase incierta por entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo percibido, sin comprender, se destilaba en el hablar cristalino.
—Fue hace muchos años... muchos años. En un país ardido de Sol y sequía, una orden divina engendró el bien humano en madre pura. Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó la cruz del Dios hecho Hombre. Había venido para resumir en su cuerpo, vasto al dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para así lavar las faltas.
Los hombres, en premio, lo crucificaron, escupiendo su rostro santo.
¡Oye, cacique! Muchos son tus pecados, grandes tus faltas, pero todo se lava en la sangre de Cri...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Advertencia
  4. Facundo
  5. Don Juan Manuel
  6. Justo José
  7. El capitán Funes
  8. Venganza
  9. El Zurdo
  10. Puchero de soldao
  11. De mala bebida
  12. El remanso
  13. De un cuento conocido
  14. Trenzador
  15. Al rescoldo
  16. El pozo
  17. Nocturno
  18. La deuda mutua
  19. Compasión
  20. La donna è mobile
  21. Antítesis
  22. La estancia nueva
  23. Aventuras grotescas
  24. Máscaras
  25. Ferroviaria
  26. Sexto
  27. Trilogía cristiana
  28. El juicio de Dios
  29. Guele
  30. San Antonio
  31. Libros a la carta