La velada del helecho
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La velada del helecho

  1. 62 páginas
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La velada del helecho

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La velada del helecho is a story inspired by a Swiss legend. It is a reference text in 19th century Cuban literature.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498970869
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
V
En tanto que como un forajido atravesaba Arnoldo Kessman las calles de Neirivue en medio de la gente de armas del conde de Montsalvens, reinaban el espanto y la desolación en la morada de Keller, teatro un momento antes de tanto regocijo. Ida, desmayada desde que sonaron en su oído las palabras del jefe de la guardia, había sido transportada a su lecho por algunas vecinas caritativas, mientras otras menos sensibles y bondadosas (y entre ellas habremos de colocar a la propietaria de viñas) se apresuraban a alejarse de aquella casa en que había entrado la desgracia, diciendo de paso a cuantos encontraban:
—¿Sabéis la gran novedad que ocurre? el decantado regalo que decían procedente de la mano de un príncipe, padre de Arnoldo de Kessman, es nada menos que un robo verificado por el ex paje en el castillo de su amo. El culpable ha sido llevado a un horrible calabozo y la novia queda moribunda.
—¡Ya veis en lo que han venido a parar los humos de esa familia! —decía otra—. Después de tanta bambolla se ve hoy objeto de burla o lástima para todo el lugar. ¡Bah! ¡Bah!, ¡con el hijo natural del gran personaje!, ¡de qué modo prueba su elevado origen!
—Parece increíble que ese muchacho haya podido cometer un delito tan feo —decían otras personas—: ¡tiene aspecto tan noble y aparenta tan buenos sentimientos!... pero la culpa no es suya, sino de ese codicioso Juan Bautista que se negaba a darle su hija si no se hacía rico. Ya veis: era ponerle en el disparador, porque el pobre chico estaba furiosamente enamorado.
—Lo cierto es —exclamaba suspirando otro ganadero rico, pero mezquino y avariento— que hemos perdido un banquete suntuoso, y otro además que probablemente nos habría dado el despilfarrado papá el día de la boda. Por eso es codicioso Keller, amigos míos, porque rabia por gastar, y distinguirse en el país con sus festines y con sus veladas.
—Es verdad —repetían algunos con no menos mohína—, ¡hemos perdido una comida opípara! ¡Qué lástima que esa maldita gente de Montsalvens no hubiera llegado cinco o seis horas después!
—Pero decid, vecino, qué haríamos para poder saber con todos sus pormenores lo que pase en el castillo y cuanto responde el reo a la acusación que pesa sobre su persona.
—Oíd, yo tengo gran intimidad con el halconero Julián e iré mañana a ronda en torno del castillo hasta que pueda verle y preguntarle todo lo que sepa relativamente a este suceso extraordinario.
—¡Oh!, lo que es por mí nada quisiera saber sino la determinación de Keller en estas graves circunstancias. Él tiene en su poder el dinero robado.
—¡Robado!... aun no sabemos si lo es; no hay que ser ligero al juzgar al prójimo.
—Pero me parece que todas las apariencias...
—Las apariencias, vecina, suelen ser engañosas.
—No lo niego, señor Bull, ¡pero también las apariencias son a veces claras, acusadoras! Arnoldo que no tenía la más remota esperanza de herencia o donativo, deja de repente el servicio del conde y aparece poseedor de mil piezas de oro de 32 franken, al mismo tiempo que se descubre la perpetración de un robo considerable en el castillo de su amo. ¿Qué hemos de pensar en vista de esta notabilísima coincidencia? ¿Es dable no ver la luz cuando brilla delante de nuestros ojos?
—Señor Tomás, nada se pierde con ser circunspecto, aun en demasía, cuando se trata de condenar a un desdichado. Harto rigor ha de encontrar el mísero mancebo en ese rudo conde que sería capaz de hacer ahorcar a la propia madre que lo llevó en su seno.
—¡Sí!, ¡en verdad!, ¡pobre Arnoldo!
—Yo daría de buena gana una tercera parte de mis reses por sacarlo de entre las manos de ese cruel señor, sea culpable o no lo sea.
—¡Oh!, nadie le desea mal: también yo mismo, haría cualquier sacrificio por librarlo.
—Todos lo haríamos; ése es punto aparte; pero en fin, ¿qué hará Juan Bautista con el dinero? ¿Continuará guardándolo a riesgo de ser acusado de complicidad, o se lo entregará al conde?
—Ni una cosa ni otra debe hacer —dijo el anciano Bull—, pues lo que corresponde es depositar la mencionada suma en poder de la autoridad hasta que se averigüe su verdadera procedencia.
Cuando estas y otras conversaciones por el mismo estilo se entablaban entre los vecinos de Neirivue, Juan Bautista ejecutaba exactamente lo que acabamos de ver indicado por el prudente Nicolás. Dejando a su hija en poder de dos o tres amigos había salido para Friburgo a depositar el numerario en cuestión en manos del mismo gobernador, o en las del conde de la Gruyere, que se hallaba también en aquella ciudad.
Durante todas estas cosas y en tanto que la pobre Ida exclamaba sin cesar, en brazos de sus amigas: «¡Arnoldo no es ladrón... es imposible», sin que calmase aquella misma convicción el acerbo dolor que la oprimía, el infeliz que era objeto de tantas murmuraciones, inquietudes y pesares, acababa de ser sepultado en el más oscuro calabozo del feudal edificio que había recientemente abandonado.
—He aquí vuestra morada —le dijo con rudeza su conductor—; el conde no se halla en este momento en el castillo, pues ha sido necesaria su presencia en Friburgo; pero yo estoy encargado de representarle y soy responsable de vuestra persona. Estáis, pues, incomunicado con todos excepto conmigo, y debéis preparaos a responder con entera verdad a su señoría cuando tengáis el honor de ser interrogado por él, si queréis evitaros la cuestión del tormento.
Se retiró aquel hombre al terminar estas palabras, cerrando la única puerta que allí había y dejando al preso en casi completa oscuridad; pues solo recibía luz el calabozo por una mezquina claraboya abierta al extremo de aquel muro sombrío, que tenía tres metros de espesor. Por único recurso de descanso y refrigerio veíase allí un cántaro de agua junto a un montón de paja seca entre la que se agitaban familias de sabandijas de las muchas que se hospedaban pacíficamente en aquella estancia inmunda que estaba por fortuna rara vez habitada. La desesperación del joven era, empero, tan profunda, que ninguna impresión pareció hacerle el repugnante y miserable aspecto del lugar en que se hallaba. Con los brazos cruzados, la mirada fija y ardiente por el fuego de la fiebre, los labios contraídos y la cabeza inclinada sobre el pecho, quedose de pie e inmóvil en mitad de su prisión, semejante a una estatua de piedra en medio de un mausoleo. No nos es fácil decir cuántas horas pasó de aquella manera, ni qué pensamientos tétricos y profundos despedazarían su alma durante aquel triste período de cavilación sombría; solo sabemos que cuando volvió el carcelero a traerle luz y una ración de pan y queso, aun le encontró en el mismo sitio y actitud, haciéndole estremecer el sonido de su voz como si le despertase de un sueño profundo y doloroso.
—Aquí tenéis vuestra comida o vuestra cena, como queráis llamarlo —le dijo poniendo en el suelo el plato y el candil que traía—. Todas las noches recibiréis igual ración, y por las mañanas os renovaré el agua y podréis almorzar algunas patatas o un vaso de leche caliente. Tengo órdenes muy severas respecto a vos, pero no trato de abusar de ellas.
Arnoldo nada contestó; volvió la espalda al alimento que se le ofrecía y fue a echarse sobre el montón de paja que debía servirle de lecho. Allí lloró por fin; allí desahogó su pecho gimiendo toda la noche, y allí vio aparecer el reflejo de luz que filtró, por decirlo así, al través de la claraboya, cuando un nuevo día renovó la vida y el movimiento de la naturaleza. El carcelero se presentó poco después a cumplir lo prometido y a advertirle que su señoría el conde de Montsalvens estaría al día siguiente en el castillo, viniendo expresamente para recibir por sí mismo las declaraciones del preso.
Tampoco esta vez contestó Arnoldo, ni probó bocado del almuerzo que se le traía. Volvió a su inmovilidad y a su cavilación, y nada pudo sacarle de ellas hasta que veinticuatro horas después se presentó de nuevo su guardián a traerle un vaso de leche y a notificarle que dentro de algunas horas comparecía ante el conde. Entonces Arnoldo, que desfallecía ya con su larga abstinencia, tragó rápidamente el vaso de leche y pareció reanimarse.
—Estoy pronto a presentarme a su señoría cuando guste —respondió al carcelero—: pero decidme en nombre del cielo, ¿sabéis algo de la familia del ganadero Keller?
—Me está prohibido responder a ninguna pregunta que me hagáis —contestó su interlocutor.
—¡Bien, pues dejadme!
—Volveré a buscaros cuando lo mande el señor conde —añadió el carcelero—, y se marchó echando al preso una mirada de compasión: el desgraciado se puso entonces de rodillas y oró silenciosamente con todas las apariencias de una constricción sincera.
Aun no habrían pasado dos horas, cuando su guarda, seguido de otros dos hombres armados, vino a buscarle para conducirle a donde le aguardaba su señoría, y Arnoldo los siguió sin articular palabra y con más serenidad que había mostrado hasta entonces.
Sin embargo, vaciló ésta notablemente al verse introducido por sus conductores en la horrible cámara llamada de la tortura, accesorio característico de la época del feudalismo, y del que casi ningún castillo se hallaba privado. El horrible potro ocupaba el centro de aquella pieza abovedada, en la que se veían además otros instrumentos de suplicio.
—Aquí es donde debéis aguardar al señor conde —dijo el carcelero—: su señoría no tardará en venir.
En efecto, una de las angostas y mac...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. Libros a la carta