El comendador Mendoza
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El comendador Mendoza

  1. 176 páginas
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El comendador Mendoza

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Información del libro

El comendador Mendoza (1876), es un personaje peculiar, abuelo de Faustino y habitante de Villabermeja en el siglo XVIII, evita con su carisma que Clara, otro de los personajes de la novela, sea monja y consigue que ésta con su amado Carlos.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498972054
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

El comendador Mendoza

I

A pesar de los quehaceres y cuidados que me retienen en Madrid casi de continuo, todavía suelo ir de vez en cuando a Villabermeja y a otros lugares de Andalucía, a pasar cortas temporadas de uno a dos meses.
La última vez que estuve en Villabermeja ya habían salido a luz Las Ilusiones del doctor Faustino.
Don Juan Fresco me mostró en un principio algún enojo de que yo hubiese sacado a relucir su vida y las de varios parientes suyos en un libro de entretenimiento, pero al cabo, conociendo que yo no lo había hecho a mal hacer, me perdonó la falta de sigilo. Es más: don Juan aplaudió la idea de escribir novelas fundadas en hechos reales, y me animó a que siguiese cultivando el género. Esto nos movió a hablar del comendador Mendoza.
—¿El vulgo —dije yo—, cree aún que el comendador anda penando, durante la noche, por los desvanes de la casa solariega de los Mendozas, con su manto blanco del hábito de Santiago?
—Amigo mío —contestó don Juan—, el vulgo lee ya El Citador y otros libros y periódicos librepensadores. En la incredulidad, además, está como impregnado el aire que se respira. No faltan jornaleros escépticos; pero las mujeres, por lo común, siguen creyendo a pie juntillas. Los mismos jornaleros escépticos niegan de día y rodeados de gente, y de noche, a solas, tienen más miedo que antes de lo sobrenatural, por lo mismo que lo han negado durante el día. Resulta, pues, que, a pesar de que vivimos ya en la edad de la razón y se supone que la de la fe ha pasado, no hay mujer bermejina que se aventure a subir a los desvanes de la casa de los Mendozas sin bajar gritando y, afirmando a veces que ha visto al comendador, y apenas hay hombre que suba solo a dichos desvanes sin hacer un grande esfuerzo de voluntad para vencer o disimular el miedo. El comendador, por lo visto, no ha cumplido aún su tiempo de purgatorio, y eso que murió al empezar este siglo. Algunos entienden que no está en el purgatorio, sitio en el infierno; pero no parece natural que, si está en el infierno, se le deje salir de allí para que venga a mortificar a sus paisanos. Lo más razonable y verosímil es que esté en el purgatorio, y esto cree la generalidad de las gentes.
—Lo que se infiere de todo, ora esté el comendador en el infierno, ora en el purgatorio, es que sus pecados debieron de ser enormes.
—Pues, mire usted —replicó don Juan Fresco—, nada cuenta el vulgo de terminante y claro con relación al comendador. Cuenta, sí, mil confusas patrañas. En Villabermeja se conoce que hirió más la imaginación popular por su modo de ser y de pensar que por sus hechos. Sus hechos conocidos, salvo algún extravío de la mocedad, más le califican de buena que de mala persona.
—De todos modos, ¿usted cree que el comendador era una persona notable?
—Y mucho que lo creo. Yo contaré a usted lo que sé de él, y usted juzgará.
Don Juan Fresco me contó entonces lo que sabía acerca del comendador Mendoza. Yo no hago más que ponerlo ahora por escrito.

II

Don Fadrique López de Mendoza, llamado comúnmente el comendador, fue hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de nuestro don Faustino, a quien supongo que conocen mis lectores.
Nació don Fadrique en 1744.
Desde niño dicen que manifestó una inclinación perversa a reírse de todo y a no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la que menos fácilmente se perdona, citando se entrevé que no proviene de ligereza, sino de tener un hombre el espíritu tan serio, que apenas halla cosa terrena y humana que merezca que él la considere con seriedad; por donde, en fuerza de la seriedad misma, nacen el desdén y la risa burlona.
Don Fadrique, según la general tradición, era un hombre de este género: un hombre jocoso de puro serio.
Claro está que hay dos clases de hombres jocosos de puro serios. A una clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan siempre tan serios, que hacen reír a los demás, y sin quererlo son jocosos. A otra clase, que siempre cuenta pocos individuos, es a la que pertenecía don Fadrique. Don Fadrique se burlaba de la seriedad vulgar e inmotivada, en virtud de una seriedad exquisita y superlativa; por lo cual era jocoso.
Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad de don Fadrique rara vez tocaba en la insolencia o en la crueldad, ni se ensañaba en daño del prójimo. Sus burlas eran benévolas y urbanas, y tenían a menudo cierto barniz de dulce melancolía.
El rasgo predominante en el carácter de don Fadrique no se puede negar que implicaba una mala condición: la falta de respeto. Como veía lo ridículo y lo cómico en todo, resultaba que nada o casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de esto.
Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie le inspiró jamás temor, más que su padre, a quien quiso entrañablemente. No por eso dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba a su padre, después de muerto, que, si bien había sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los pobres, había sido también un vándalo.
En comprobación de este aserto contaba don Fadrique varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.
Don Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y, don Diego, que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas o las recibía con él en su casa.
Un día llevó don Diego a su hijo don Fadrique a la pequeña ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi Pepita Jiménez. Para la mejor inteligencia de todo, y a fin de evitar perífrasis, pido al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la pequeña ciudad ya mencionada.
Don Diego, como queda dicho, llevó a don Fadrique a la ciudad. Tenía don Fadrique trece años, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado con botones de acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que parecía un Sol.
La ropa de viaje de don Fadrique, que estaba muy traída y con algunas manchas y desgarrones, se quedó en la posada, donde dejaron los caballos. Don Diego quiso que su hijo le acompañase en todo su esplendor. El muchacho iba contentísimo de verse tan guapo y con traje tan señoril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocrática del traje le infundió un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que debía tener quien le llevaba puesto.
Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego a una hidalga viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño Fadrique y de lo crecido que estaba, y del talento que tenía para bailar el bolero.
—Ahora —dijo don Diego—, baila el chico peor que el año pasado, porque está en la edad del pavo: edad insufrible, entre la palmeta y el barbero. Ya ustedes sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy empalagosos, porque empiezan a presumir de hombres y no lo son. Sin embargo, ya que ustedes se empeñan, el chico lucirá su habilidad.
Las señoras, que habían mostrado deseos de ver a don Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se puso a tocar para que don Fadrique bailase.
—Baila, Fadrique —dijo don Diego, no bien empezó la música.
Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel día don Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo o refundición de un vestido, usado primero por el padre y después por el mayorazgo, a quien se le había quedado estrecho y corto.
—Baila, Fadrique —repitió don Diego, bastante amostazado.
Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. Don Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo con que casti...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. A la excelentísima señora doña Ida de Bauer
  4. El comendador Mendoza
  5. Libros a la carta